– Todavía le dejamos que nos lleve a casa en coche de vez en cuando -susurró Sam con una sonrisa, justo cuando Doug se materializaba a mi lado.
Estreché la mano de mi anterior compañero de infortunio y, cuando Sally y las chicas terminaron el café, las acompañé hasta su coche, lo cual me concedió la oportunidad de intercambiar unas palabras con Doug.
– Me alegra saber que Haslett Haulage va tan bien -dije.
– Todo gracias a la experiencia -afirmó Doug-. No olvides que yo les enseñé todo lo que saben.
– Kelly me ha dicho que, desde la última vez que nos vimos, la empresa ha salido a bolsa.
– Todo forma parte de mi plan a largo plazo -dijo Doug, mientras su mujer subía al asiento trasero. Se volvió y me dirigió una mirada de complicidad-. Hay un montón de gente husmeando en este momento, Jeff, de modo que no te sorprendas si hay una OPA dentro de poco. -Cuando se paró ante la puerta del conductor, añadió-: Tienes la oportunidad de ganarte unos chelines, mientras las acciones sigan al precio actual. ¿Sabes lo que quiero decir?
La caridad bien entendida empieza por uno mismo
Henry Preston, Harry para sus amigos (que no eran muy numerosos), no era el tipo de persona con la que toparían en el pub de la esquina, coincidirían en un partido de fútbol o invitarían a una barbacoa. Para ser sinceros, si hubiera un club de introvertidos, Henry sería elegido presidente… a regañadientes.
En el colegio solo destacaba en matemáticas, y su madre, la única persona que le adoraba, estaba decidida a que Henry tuviera una profesión. Su padre había sido cartero. Con un nivel A en matemáticas, el campo era bastante limitado: banca o contabilidad. Su madre eligió contabilidad.
Henry entró de aprendiz en Pearson, Clutterbuck & Reynolds y, cuando empezó, soñaba con el papel de carta con membrete que anunciaría «Pearson, Clutterbuck, Reynolds & Preston». Pero a medida que transcurrían los años, y hombres cada vez más jóvenes veían su nombre impreso en el lado izquierdo del papel de carta de la empresa, el sueño se fue desvaneciendo.
Algunos hombres, conscientes de sus limitaciones, encuentran solaz de otra forma: sexo, drogas o una vida social activa. Es muy difícil llevar una vida social activa solo. ¿Drogas? Henry ni siquiera fumaba, si bien se permitía algún gin-tonic de vez en cuando, pero solo los sábados. En cuanto al sexo, estaba seguro de que no era gay, pero su tasa de éxito con el sexo opuesto, «hits», como decían algunos de sus colegas más jóvenes, rondaba el cero. Henry ni siquiera tenía aficiones.
Llega un momento en la vida de todo hombre en que se da cuenta de que «Voy a vivir eternamente» es una falacia. A Henry le sucedió bastante pronto, mientras la madurez avanzaba a toda prisa, y de repente empezó a pensar en la jubilación anticipada. Cuando el señor Pearson, el socio mayoritario, se jubiló, celebraron en su honor una gran fiesta, en una sala privada de un hotel de cinco estrellas. El señor Pearson, después de una larga y distinguida vida profesional, dijo a sus colegas que se retiraba a una casa en los Costwolds para cuidar de sus rosas e intentar mejorar su técnica con el golf. Siguieron muchas risas y aplausos. Lo único que recordaba Henry de aquella ocasión fue cuando Atkins, el último fichaje de la firma, le dijo al marcharse:
– Supongo que no pasará mucho tiempo antes de que montemos lo mismo para ti.
Henry meditó sobre las palabras de Atkins mientras caminaba hacia la parada del autobús. Tenía cincuenta y cuatro años, de modo que al cabo de seis, a menos que se convirtiera en socio, en cuyo caso continuaría hasta los sesenta y cinco, le obsequiarían con una fiesta de despedida. La verdad era que Henry hacía tiempo que había renunciado a la idea de convertirse en socio, y ya había asumido que su fiesta de despedida no se celebraría en la sala privada de un hotel de cinco estrellas. No se retiraría a una casita de los Costwolds para cuidar de sus rosas, y ya tenía bastantes cosas que mejorar para preocuparse del golf.
Henry era muy consciente de que sus colegas le consideraban una persona digna de confianza, competente y concienzuda, lo cual no hacía más que confirmar su sensación de fracaso. La mayor alabanza que había recibido era: «Siempre se puede confiar en Henry. En sus manos todo está seguro».
Pero todo eso cambió el día que conoció a Angela.
La empresa de Angela Forster, Events Unlimited, no era lo bastante grande para asignarla a uno de los socios, ni tan pequeña como para que la administrara un ayudante; por eso su expediente aterrizó en el escritorio de Henry. Estudió los detalles con atención.
La señora Forster era la única propietaria de un pequeño negocio especializado en organizar toda clase de celebraciones, desde la cena anual de la Asociación Conservadora local hasta un baile de cazadores regional. Angela era una organizadora nata y, después de que su marido la abandonara por una mujer más joven -cuando un hombre abandona a su esposa por una mujer más joven, es un relato corto; cuando una mujer abandona a su marido por un hombre más joven, es una novela (estoy haciendo una confesión)-, tomó la decisión de no quedarse sentada en casa y hundirse en la autocompasión, sino que, siguiendo el consejo de nuestro Señor en la parábola de los talentos, optó por utilizar su único don con el fin de ocupar todo su tiempo y ganar un poco de dinero de paso. El problema fue que Angela tuvo un poco más de éxito del que había previsto y por eso acabó citándose con Henry.
Antes de que Henry finalizara las cuentas de la señora Forster, fue examinando las cifras columna a columna, y demostró a su nueva dienta que tenía derecho a reclamar ciertas desgravaciones, por ejemplo por su coche, los viajes, incluso la ropa. Indicó que debía ir vestida de manera adecuada cuando asistía a alguno de los actos que organizaba. Henry consiguió ahorrar a la señora Forster varios cientos de libras en su declaración de renta. Al fin y al cabo, consideraba una cuestión de prurito profesional que todos sus clientes, tras haber seguido sus consejos, se marcharan del despacho más ricos que antes de entrar, incluso después de que fijaran los honorarios de la empresa de Henry, que también podían desgravar.
Henry siempre terminaba sus reuniones con las palabras «Puedo asegurarle que sus cuentas están en perfecto orden y que Hacienda no le molestará». Era consciente de que Hacienda no iba a interesarse por casi ninguno de sus clientes, y mucho menos molestarles. Luego acompañaba al cliente hasta la puerta diciendo estas palabras: «Hasta el año que viene». Cuando abrió la puerta a la señora Forster, la mujer sonrió.
– ¿Por qué no viene a alguna de mis recepciones, señor Preston? -dijo-. Así sabrá a qué me dedico casi todas las noches.
Henry no recordaba la última vez que le habían invitado a algo. Vaciló, pues no estaba seguro de que debía contestar. Angela llenó el silencio.
– Organizo un baile de ayuda contra el hambre en Africa el próximo domingo por la noche. Tendrá lugar en el ayuntamiento. ¿Por qué no viene?
– Sí, gracias, es usted muy amable -se oyó decir Henry-. Me apetece mucho.
Se arrepintió de la decisión en cuanto hubo cerrado la puerta. Al fin y al cabo, los sábados por la noche siempre veía la película de la semana en Sky, mientras se solazaba con comida china y un gin-tonic. En cualquier caso, tenía que acostarse a las diez, porque el domingo por la mañana tenía la responsabilidad de revisar la colecta de la iglesia. También era su contable. Honorario, aseguraba a su madre.
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