Jeffrey Archer - Casi Culpables

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¿Dónde está la frontera entre la culpabilidad y la inocencia? Solo un escritor como Jeffrey Archer es capaz de imprimir en las conciencias un sentimiento tan complejo como la duda.
¿Puede un convicto confesar su culpabilidad y conseguir que se desee su libertad, que se crea en su inocencia? Este es el dilema que presenta uno de los doce relatos, manifestación de talento y elegancia narrativa, que, inspirados en historias inolvidables de personajes reales, abordan la cuestión de la delincuencia: entre el engaño y la estafa, entre el asesinato y el robo, estos maravillosos relatos guían al lector por los laberintos de un mundo paralelo y subterráneo. Pero al tiempo muestran el lado más humano de sus protagonistas, culpables, pero no tanto.
Aunque algunas de estas historias fueron conocidas por el autor tras su puesta en libertad, la mayoría lo fueron durante su estancia en prisión, lo que les da una unidad de fondo. Todas confirman a Archer como uno de los mejores creadores de relatos cortos de la actualidad.
Las ilustraciones del inigualable Ronald Searle representan un valor añadido de una edición inolvidable.
«Con estilo, ingenioso y siempre entretenido… Jeffrey Archer tiene una aptitud natural para las historias cortas.» – The Times
«Probablemente el mejor contador de historias de nuestro tiempo.» – Mail-on Sunday
«Un narrador de la talla de Alejandro Dumas.» – Washington Post
«Archer es un maestro del entretenimiento.» – Time
«Este hombre es un genio.» – Evening Standard
«Archer es un narrador excelente, que cumple las expectativas del lector: el deseo de pasar la página y saber qué ocurre después.» – Sunday Times
«Archer tiene un don para la trama que solo se puede definir como genial.» – Daily Telegraph

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Cuando consultaron el libro de celebraciones de Angela, descubrieron que Henry siempre había asumido la responsabilidad de contar el dinero y firmar el recibo. A continuación, una bandada de buitres de Hacienda cayó sobre la cuenta corriente de Angela, pero solo encontró once mil trescientas dieciocho libras de saldo, una cantidad que reflejaba muy pocos movimientos durante los últimos cinco años. Cuando la oficial Seaton informó a la señorita Blenkinsopp, esta pareció contentarse con creer que habían capturado al culpable. Al fin y al cabo, explicó a la oficial Seaton, era imposible que una chica de Santa Catalina estuviera implicada en algo semejante.

El subjefe de policía, con la búsqueda del asesino todavía en marcha y el alijo de drogas sin salir a la luz, dio instrucciones de cerrar el caso de Santa Catalina. Se había efectuado una detención, y eso era lo único que importaba cuando entregaban sus estadísticas delictivas anuales.

Cuando los letrados de Hacienda aceptaron que no había forma de localizar el dinero desaparecido, el abogado de Henry consiguió llegar a un acuerdo con el fiscal de la corona. Si se declaraba culpable del robo de ciento treinta mil libras y se comprometía a devolver toda la cantidad a las partes perjudicadas, recomendarían una condena corta.

– Y sin duda en este caso existen circunstancias atenuantes sobre las que desea llamar nuestra atención, ¿verdad, señor Cameron? -dijo el juez, mientras miraba al abogado de Henry.

– Desde luego, señoría -repuso el señor Alex Cameron, QC, [6]mientras se levantaba con parsimonia-. Mi cliente no ha ocultado su desgraciada adicción al juego, que ha sido la causa de su trágica perdición. Sin embargo -continuó el señor Cameron-, estoy convencido de que su señoría tendrá en cuenta que es el primer delito de mi cliente, y hasta este lamentable desatino había sido un pilar de la comunidad de reputación intachable. Mi cliente ha ofrecido largos años de servicios desinteresados a la iglesia local como tesorero honorario, tal como atestiguó el párroco, cosa que sin duda usted recordará, señoría.

El señor Cameron carraspeó antes de continuar.

– Señoría, tiene ante usted a un hombre destrozado y arruinado, al que solo aguardan largos años de jubilación. Ha llegado al extremo -continuó el señor Cameron, mientras tiraba de sus solapas- de tener que vender su piso de Wandsworth para pagar sus deudas. -Hizo una pausa-. Dadas las circunstancias, tal vez considere, señoría, que mi cliente ya ha sufrido bastante y, por lo tanto, debería ser tratado con indulgencia.

El señor Cameron miró esperanzado al juez y volvió a sentarse.

El magistrado miró al abogado de Henry y le devolvió la sonrisa.

– No lo bastante, señor Cameron. Trate de no olvidar que el señor Preston era un profesional que abusó de una situación de confianza. Pero déjeme recordar a su cliente -añadió el juez volviéndose hacia Henry- que el juego es una enfermedad y que el acusado debería buscar ayuda para superar su adicción en cuanto salga de la prisión.

Henry se preparó para escuchar la sentencia.

El juez hizo una pausa, que pareció durar toda una eternidad, y siguió mirando a Henry.

– Le condenó a tres años -dijo-. Llévense al preso -añadió.

Henry aterrizó en la prisión abierta de Ford. Nadie se fijó en su llegada y nadie se fijó en su partida. Siguió llevando una existencia tan anónima dentro como fuera. No recibía correo, no hacía llamadas telefónicas, no tenía visitas. Cuando le pusieron en libertad, dieciocho meses después, tras haber cumplido la mitad de la pena, nadie le esperaba ante la puerta.

Henry Preston aceptó la paga de cuarenta y cinco libras, y la última vez que se le vio caminaba hacia la estación de tren con una bolsa Gladstone que solo contenía sus pertenencias personales.

El señor Graham Richards y su señora disfrutan de una agradable jubilación, bastante tranquila, en la isla de Mallorca. Poseen una pequeña villa en primera línea de mar, con vistas a la bahía de Palma, y ambos gozan de cierto aprecio entre la comunidad local.

El presidente del Royal Overseas Club de Palma informó a la asamblea nacional de accionistas de que se había apuntado un gran tanto al convencer al ex director financiero de la Nigerian National Oil Company de que se convirtiera en tesorero honorario del club. Siguieron gestos de asentimiento, murmullos y una salva de aplausos. El presidente propuso a continuación que el secretario debía hacer constar en el acta que, desde que el señor Richards había asumido la responsabilidad de tesorero, las cuentas del club estaban en perfecto orden.

– Y a propósito -añadió-, su esposa Ruth ha accedido amablemente a organizar nuestro baile anual.

La coartada

Cometió un asesinato y no le pillarondijo Mick Cómo se las arregló - фото 40

Cometió un asesinato y no le pillaron-dijo Mick.

– ¿Cómo se las arregló? -pregunté.

– Porque si dos carceleros dicen que ha pasado, es que ha pasado -respondió Mick-, y ningún preso dirá lo contrario. ¿Comprendido?

– No, no lo comprendo -admití.

– Entonces tendré que explicártelo, ¿eh?-dijo Mick-. Hay una regla de oro entre los presos: nunca te acuestes con la fulana de un colega mientras está encerrado. Forma parte del código.

– Eso puede ser un poco duro para una chica joven cuyo novio ha sido condenado a una pena larga, porque la estás condenando al mismo número de años sin sexo.

– Esa no es la cuestión -replicó Mick-porque Pete dejó bien claro a Karen que la esperaría.

– Pero no iba a ir a ningún sitio durante los siguientes seis años -protesté.

– No lo entiendes, Jeff. Es el código y, para ser justo con la fulana, Karen se portó de maravilla durante los seis primeros meses, pero después se descarrió. La verdad es -prosiguió Mick- que Brian, el mejor amigo de Pete, ya se había acostado con Karen, pero eso fue antes de que se convirtiera en la chica de Pete, porque los tres habían ido juntos al instituto. Pero eso no cuenta, porque Karen dejó de follar con otros cuando se fue a vivir con Pete. ¿Comprendido?

– Creo que sí -dije.

– Ten en cuenta que la regla no se aplica a Pete porque es un hombre. Es una cuestión de lógica, porque los hombres son diferentes. Somos leones, y ellas, corderos.

«Leonas» me habría parecido más apropiado. Sin embargo, confieso que no expresé mi opinión en aquel momento.

– De todos modos -continuó Mick-, el código es muy claro: nadie se acuesta con la fulana de un colega mientras está encerrado.

Dejé la pluma y continué escuchando el Evangelio según San Mick, otro ladrón que entraba y salía de la cárcel como si el edificio tuviera puertas giratorias. Desistí de escribir mi diario. No cabía duda de que Mick estaba lanzado y nada iba a detenerle. Yo no, desde luego. Como la puerta estaba cerrada con llave y no podía escapar, decidí tomar nota de sus palabras. Pero antes les pondré en antecedentes.

Mick Boyle era mi compañero de celda en Lincoln, donde cumplía su novena condena de los últimos diecisiete años, todas por robo.

– Puede que sea un blandengue -proclamó-, pero no tolero la violencia. No la apruebo -añadió, con la clara intención de demostrar su superioridad moral. Me contó que tenía seis hijos, que él supiera, de cinco mujeres diferentes, pero apenas mantenía contacto con ellos. Debí de mostrar sorpresa, porque añadió-: No te preocupes, Jeff, los servicios sociales cuidan de todos ellos.

»Si quieres una chica -continuó Mick-, hay bastantes por ahí sin necesidad de que te acuestes con la fulana de tu mejor amigo. Al fin y al cabo, la mayoría de nosotros no paramos de entrar y salir, entrar y salir -repitió, y rió de su propio chiste.

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