Se preguntaba qué sabría ella que pudiera favorecer a la causa de Peter.
– ¿Has hablado con ella desde que estás aquí?-dijo Jordan.
– Si hubiera hablado con ella, ¿le habría preguntado si estaba bien?
– Bueno, no hables con ella-le instruyó Jordan-. No hables con nadie salvo conmigo.
– Que es como hablar con una pared-masculló Peter.
– Mira, te podría decir ahora mismo un millar de cosas que preferiría estar haciendo en lugar de estar aquí, sentado en esta sauna.
Peter entornó los ojos.
– ¿Y por qué no se larga y se dedica a alguna de ellas? De todos modos no escucha ni una palabra de lo que digo.
– Escucho todas y cada una de tus palabras, Peter. Las escucho, pero luego pienso en las cajas de documentos con pruebas que me ha mandado la fiscal del distrito, cada una de las cuales te presenta como un asesino despiadado. Te he escuchado cuando me has dicho que coleccionabas armas como si fueras un entusiasta de la guerra de secesión, o algo así.
Peter se estremeció.
– Está bien. ¿Quiere saber si pretendía usar esas armas? Pues sí, pretendía usarlas. Lo planeé todo. Lo tenía todo en la cabeza. Calculé todos los detalles, hasta el último segundo. Quería matar a la persona a la que más odiaba. Pero luego no lo conseguí…
– Esas diez personas…
– Se cruzaron en mi camino, nada más-dijo Peter.
– Entonces, ¿a quién querías matar?
En el otro extremo de la habitación, el aparato de aire acondicionado cobró vida de pronto con un estertor. Peter apartó la mirada.
– A mí mismo-dijo.
– Sigo sin creer que haya sido una buena idea-dijo Lewis mientras abría la puerta trasera de la furgoneta. El perro, Dormilón, estaba tumbado de costado, respirando con gran esfuerzo.
– Ya oíste al veterinario-dijo Lacy, mientras acariciaba la cabeza del animal. Lo tenían desde que Peter tenía tres años; y ahora que tenía doce, los riñones del perro habían dejado de funcionar. Mantenerlo con vida mediante medicamentos era un bien en todo caso para ellos, no para el animal: se les hacía demasiado difícil imaginarse la casa sin el amortiguado ruido de sus patas por los pasillos.
– No me refería a lo de sacrificarlo-aclaró Lewis-. Sino a lo de venir todos.
Peter y Joey bajaron de la parte trasera de la furgoneta como dos piedras pesadas. Entornaron los ojos a la luz del sol, con los hombros encorvados. Sus espaldas le hicieron pensar a Lacy en árboles cuyo tronco se estrechara al penetrar en la tierra. Ambos torcían el pie izquierdo hacia dentro al caminar. Cuánto habría deseado que ellos hubieran sido capaces de ver lo mucho que se parecían.
– No puedo creer que nos hayan hecho venir-dijo Joey.
Peter dio una patada a la gravilla del estacionamiento.
– Vaya mierda.
– Eh, ese lenguaje-le riñó Lacy-. Y en cuanto a lo de venir todos, soy yo la que no puede creer que sean tan egoístas como para no querer despedirse de un miembro de la familia.
– Podríamos habernos despedido en casa-murmuró Joey.
Lacy se llevó las manos a las caderas.
– La muerte forma parte de la vida. Cuando llegue mi hora, a mí me gustaría estar rodeada de las personas a las que quiero.-Esperó a que Lewis tomara a Dormilón en brazos, y luego cerró la portezuela trasera de la furgoneta.
Lacy había pedido ser la última de las visitas del día, para que el veterinario no tuviera prisa. Se sentaron en la sala de espera, con el perro arropando como si fuera una manta los muslos de Lewis. Joey tomó un número de la revista Sports Illustrated de hacía tres años y se puso a leer. Peter se cruzó de brazos y se quedó mirando el techo.
– Que cada uno diga el mejor recuerdo que tiene de Dormilón-propuso Lacy.
Lewis suspiró.
– Por el amor de Dios…
– Esto es patético-añadió Joey.
– Para mí-continuó Lacy, como si ellos no hubieran abierto la boca-, fue cuando Dormilón era un cachorro, y me lo encontré subido a la mesa del comedor, con la cabeza metida dentro del pavo.-Acarició la cabeza del perro-. Ese año tuvimos que comer sopa el Día de Acción de Gracias.
Joey dejó con exasperación la revista sobre la mesita del rincón y suspiró.
Marcia, la ayudante del veterinario, era una mujer con una larga trenza que le llegaba hasta más abajo de las caderas. Lacy la había asistido en el parto de sus mellizos, cinco años atrás.
– Hola, Lacy-dijo, acercándose y dándole un abrazo-. ¿Todo bien?
Lo malo de lo relacionado con la muerte, como Lacy sabía, era que te priva de las palabras que normalmente son eficaces para tranquilizar.
Marcia fue hasta Dormilón y le acarició detrás de las orejas.
– ¿Quieren esperar aquí?
– Sí-le dijo Joey a Peter sin sonido, articulando exageradamente con los labios.
– Entraremos todos-afirmó Lacy con firmeza.
Siguieron a Marcia hasta una de las salas de curas y depositaron a Dormilón sobre la mesa de reconocimiento. El animal pateó buscando un asidero, haciendo chasquear las pezuñas contra el metal.
– Buen chico-dijo Marcia.
Lewis y los chicos entraron en fila en la sala, colocándose uno tras otro contra la pared, como si se tratara de una rueda de reconocimiento policial. Cuando entró el veterinario blandiendo la aguja hipodérmica, se pegaron aún más a la pared.
– ¿Podrían sujetarlo, por favor?-preguntó el veterinario.
Lacy dio un paso al frente, asintiendo con la cabeza, y unió sus brazos a los de Marcia.
– Bueno, Dormilón, has sido un buen combatiente-dijo el veterinario, y a continuación se volvió hacia los chicos-. No sentirá nada.
– ¿Qué es?-preguntó Lewis, mirando la aguja.
– Una combinación de productos químicos que relajan la musculatura e interrumpen la transmisión nerviosa. Y sin transmisión nerviosa no hay pensamiento, ni sensibilidad, ni movimiento. Es un poco como quedarse dormido.-Buscó una vena en la pata del perro, mientras Marcia lo sujetaba con firmeza. El veterinario le inyectó la solución y acarició la cabeza del animal.
El perro dio un profundo suspiro y se quedó quieto. Marcia se retiró un paso, dejando a Dormilón entre los brazos de Lacy.
– Nos marchamos un minuto-dijo, y ella y el veterinario salieron de la sala.
Lacy estaba acostumbrada a sostener una nueva vida entre las manos, y no a sentir que la vida se escapaba del cuerpo que tenía entre ellas. Era tan sólo otro tipo de transmisión: del embarazo al nacimiento, de la infancia a la edad adulta, de la vida a la muerte…Pero había algo en el hecho de despedirse de la mascota familiar que resultaba más difícil, como si fuera un poco tonto albergar sentimientos tan fuertes hacia algo que no era humano. Como si admitir que uno amaba a un perro que estaba metiéndose siempre entre los pies, y arañando el cuero, y entrando barro en la casa, tanto como a los propios hijos biológicos fuera una idiotez.
Pero aun así…
Era el mismo perro que había dejado estoicamente y en silencio que Peter, un niño de tres años, cabalgara sobre él por el jardín como si fuera un poni. Era el perro que había alarmado a toda la casa con sus ladridos cuando Joey, entonces un adolescente, se había quedado dormido en el sofá mientras se preparaba la cena y el horno se había prendido fuego. Era el perro que se sentaba bajo el escritorio a los pies de Lacy, en pleno invierno mientras ella contestaba el correo electrónico, dejándola compartir el calor de su pálido y rosado vientre.
Lacy se inclinó sobre el cuerpo sin vida del perro y empezó a llorar, al principio en silencio, y luego con ruidosos sollozos que obligaron a Joey a mirar a otro lado y a Lewis a hacer muecas.
– Hagamos algo-oyó decir a Joey, con voz hueca y floja.
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