Jodi Picoult - Diecinueve minutos

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Peter Houghton es un estudiante de 17 años en Sterling, New Hampshire, que lleva tiempo sufriendo los abusos verbales y físicos de sus compañeros de clase. Su única amiga, Josie Cormier, ha sucumbido a la presión del grupo y ahora pertenece a la élite popular que habitualmente lo acosa. Un último incidente lleva a Peter al límite y lo empuja a cometer un acto de violencia que cambiará para siempre la vida de los habitantes de Sterling. Incluso aquellos que no se encontraban en la escuela aquella mañana vieron sus vidas supendidas, incluyendo a Alex Cormier.

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Notó una mano en el hombro, y dio por sentado que era la de Lewis, pero era Peter, que empezó a decir:

– Cuando era un cachorro, cuando fuimos a recogerlo de la camada, sus hermanos y hermanas intentaban trepar para salir de la jaula, pero él estaba en lo alto de los escalones, nos miró, se tropezó y se cayó encima de todos.-Lacy levantó la vista hacia él-. Ése es mi mejor recuerdo-dijo Peter.

Lacy siempre se había considerado afortunada porque le había tocado en suerte, por así decir, un niño que no era el típico chico americano; un niño sensible y emotivo, y que sabía captar de tal modo lo que los demás sentían y pensaban. Soltó el cuerpo del perro y abrió los brazos para acoger a Peter en ellos. A diferencia de Joey, que era ya más alto que ella y tenía más musculatura que Lewis, a Peter aún podía abarcarlo de un abrazo. Incluso la cuadrada envergadura de sus omoplatos, que se percibían tan fácilmente bajo la camiseta de algodón, parecía más delicada entre sus manos. Tallado aún en bruto y sin acabar, un hombre a la espera de su hombría.

Si se los pudiera mantener así: conservados en ámbar, sin acabar de crecer.

En todos los conciertos y representaciones en los que había participado en su vida, Josie sólo había contado con uno de sus padres entre el público. Su madre, cosa que había que ponerla en su haber, había reorganizado la agenda de sesiones del tribunal para poder ver a Josie haciendo de placa dental en la obra del colegio sobre higiene bucal, o para oír su solo de cinco notas en la coral de Navidad. Había también otros niños a cuyas funciones asistía sólo uno de sus padres, en los casos en que éstos estaban divorciados, por ejemplo, pero Josie era la única persona del colegio que no conocía a su padre. Cuando era pequeña, y toda la clase de segundo curso hacía tarjetas en forma de corbata para el Día del Padre, ella estaba en un rincón, con otra niña cuyo padre había muerto prematuramente de cáncer, con cuarenta y dos años.

Con la curiosidad connatural de cualquier niño, al crecer le había preguntado a su madre sobre la cuestión. Josie quería saber por qué sus padres ya no estaban casados; no se había imaginado siquiera que nunca lo hubieran estado.

– No es un tipo de hombre al que le guste el matrimonio-le dijo Alex, aunque Josie no entendía por qué eso implicaba que tampoco fuera el tipo de hombre al que le gustara enviar un regalo por el cumpleaños de su hija, o invitarla una semana a su casa en vacaciones, o incluso llamar para escuchar su voz.

Aquel año en el colegio tendrían la asignatura de biología, y Josie estaba nerviosa de antemano por la lección de genética. No sabía si su padre tenía los ojos castaños o azules; si tenía el pelo rizado, o pecas, o seis dedos. Su madre había contestado las preguntas de Josie con un encogimiento de hombros:

– Seguro que en tu clase habrá más de uno que sea adoptado-dijo-. Tú ya sabes el cincuenta por ciento de tu herencia genética más que ellos.

Esto era lo que Josie había ido coligiendo por cosas dichas aquí y allá acerca de su padre:

Su nombre era Logan Rourke. Era profesor de la facultad de derecho a la que había asistido su madre.

Se le había puesto el pelo blanco de forma prematura, pero, según aseguraba su madre, eso no le había restado atractivo.

Era diez años mayor que su madre, lo cual significaba que tenía cincuenta.

Tenía los dedos largos y tocaba el piano.

No sabía silbar.

Todo eso no daba para completar una biografía estándar, según el parecer de Josie, aunque tampoco nadie se había molestado en confeccionarla.

Estaba sentada con Courtney en el laboratorio de ciencias naturales. Por regla general no solía escoger a Courtney como compañera en el laboratorio, no era precisamente una lumbrera, pero no parecía importar mucho. La señora Aracort era la maestra-consejera de las animadoras, y Courtney era una de ellas. Por malos que fueran los trabajos de laboratorio de éstas, no se sabía cómo, se las arreglaban siempre para sacar sobresaliente.

En la mesa de delante, junto a la señora Aracort, había un cerebro de gato disecado. Olía a formol y parecía el de un gato atropellado en una cuneta. Por si no era suficiente, acababan de volver de la hora del almuerzo. («Esa cosa-había comentado Courtney con un escalofrío-, va a hacer que me vuelva aún más bulímica».) Josie intentaba no mirarlo mientras trabajaba en su proyecto para la clase: a cada alumno se le había proporcionado una computadora portátil Dell con conexión inalámbrica a Internet para que navegaran por la Red en busca de ejemplos de investigación animal humana. Hasta el momento, Josie había encontrado un estudio sobre primates llevado a cabo por un fabricante de pastillas contra la alergia, por el que se volvía asmáticos a los monos para luego curarlos; y otro estudio concerniente a cachorros y al síndrome de muerte súbita infantil.

Por error, le dio a otro botón del navegador y fue a parar a una página del periódico Boston Globe . En la pantalla apareció información electoral, sobre la pugna entre la titular de la plaza de fiscal del distrito y su oponente: el decano de la facultad de derecho de Harvard, un hombre llamado Logan Rourke.

Josie sintió como si se le encogiera el estómago. No podía haber más de un hombre con ese nombre y apellido. ¿O sí? Entornó los ojos, acercándose a la pantalla, pero la fotografía era granulosa, y el sol reflejaba.

– Pero ¿qué haces?-le susurró Courtney.

Josie sacudió la cabeza y cerró la tapa del portátil, como si así pudiera guardar su secreto.

Nunca lo hacía en uno de los urinarios. Aunque tuviera muchas ganas de orinar, a Peter no le gustaba ponerse de pie junto a algún gigantón de algún curso superior que pudiera hacer algún comentario acerca de, bueno, del hecho de que él fuera un canijo de noveno, en particular por lo que se refería a sus partes bajas. Prefería meterse en un retrete y cerrar la puerta para poder tener intimidad.

Le gustaba leer lo que había escrito en las paredes. En uno de los retretes había una retahíla de chistes breves. En otro aparecían nombres de chicas que supuestamente hacían mamadas. Había una inscripción hacia la que Peter se daba cuenta de que los ojos se le iban repetidamente: TREY WILKINS ES MARICÓN. No conocía a Trey Wilkins, ni creía que fuera ya alumno del Instituto Sterling, pero Peter se preguntaba si Trey había entrado en aquellos baños y había utilizado aquellos mismos inodoros para orinar.

Peter había salido de la clase de inglés en mitad de una prueba sorpresa de gramática. Sinceramente, no creía que en la gran trama de la vida importara mucho si un adjetivo modificaba o no un sustantivo o un verbo, o si desaparecía de la faz de la tierra, que era lo que de verdad esperaba que sucediera antes de volver a clase. Ya había hecho lo que tenía que hacer en el baño; ahora simplemente estaba dejando pasar el tiempo. Si suspendía aquel examen, sería el segundo seguido. No era el enojo de sus padres lo que preocupaba a Peter, sino la forma en que lo mirarían, defraudados por que no se pareciese más a Joey.

Oyó que se abría la puerta del baño, y el bullicio propio de los pasillos que traían consigo los dos chicos que entraron. Peter se agachó, mirando por debajo de la puerta de su cabina. Unas Nike.

– Estoy sudando como un cerdo-dijo una voz.

El segundo chico se rió.

– Eso te pasa por culo-gordo.

– Sí, ya. Podría darte una paliza en la pista de baloncesto con una mano atada a la espalda.

Peter oyó el agua que corría de un grifo abierto, y un chapoteo.

– ¡Eh, que me mojas!

– ¡Aaah, mucho mejor!-dijo la primera voz-. Así al menos ya no estoy mojado porque sude. Eh, mírame el pelo, parezco Alfalfa.

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