La joven estaba acusada de aceptar mercancía robada: un collar de oro de quinientos dólares que le había regalado su novio. Alex la contemplaba desde lo alto del estrado. Algún motivo había para que un caso como aquél hubiera llegado hasta la sala de justicia, y no era un motivo que tuviera que ver con la logística procesal, sino más bien con la intimidación por parte de terceros.
– ¿Estás renunciando a tus derechos de forma consciente, voluntaria y sabiendo lo que haces? ¿Comprendes perfectamente que declarándote culpable estás reconociendo la veracidad de la acusación?
La chica pestañeó.
– Yo no sabía que fuera robado. Creía que era un regalo de Hap.
– Si lees lo que dice la denuncia, verás que se te acusa de haber aceptado el collar, sabiendo que era robado. Si no sabías que era robado, tienes derecho a ir a juicio. Tienes derecho a preparar una defensa. Tienes derecho a exigirme que te asigne un abogado para que te represente, porque estás acusada de un delito clasificado A, y ello supone que puedes recibir una condena de hasta un año de cárcel y se te puede aplicar una multa de hasta dos mil dólares. Tienes derecho a que la acusación demuestre que eres culpable más allá de toda duda razonable. Tienes derecho a ver, oír y preguntar a todos los testigos que declaren en tu contra. Tienes derecho a pedirme que presente cualquier prueba y que cite a declarar a cualquier testigo a tu favor. Tienes derecho a recurrir la sentencia ante el Tribunal Supremo, o ante el Tribunal Superior de Justicia para que se repita un juicio con jurado de novo si yo hubiera cometido algún error de ley o si tú no estás de acuerdo con mi decisión. Declarándote culpable, renuncias a estos derechos.
La chica tragó saliva.
– Bueno-insistió-, pero es que lo empeñé.
– Ése no es el fundamento de la acusación-le explicó Alex-. De lo que se te acusa es de haber aceptado el collar aun después de saber que era robado.
– Pero yo quiero declararme culpable-dijo la chica.
– Estás diciéndome que no hiciste lo que la acusación dice que hiciste, por tanto no puedes declararte culpable de algo que no has hecho.
Una mujer se levantó en el fondo de la sala. Parecía una mala copia de la acusada.
– Yo ya le dije que se declarara no culpable-dijo la madre de la joven-. Es lo que pensaba hacer cuando venía hoy hacia aquí, pero luego el fiscal le dijo que saldría ganando si decía que era culpable.
El fiscal dio un salto de la silla como un muñeco de resorte.
– Yo en ningún momento le he dicho eso, Su Señoría. Lo que yo le he dicho es que si se declaraba culpable, tenía la decisión en sus manos, simple y llanamente. Y que si en lugar de eso se declaraba no culpable e iba a juicio, entonces la decisión del caso ya no estaba en sus manos, sino que sería Su Señoría la que optaría por lo que considerara oportuno.
Alex trató de ponerse en el lugar de aquella chica, totalmente abrumada por la gigantesca mole del sistema jurídico, incapaz de hablar su lenguaje. Al mirar al fiscal debía de ver un concurso de la tele. «¿Te quedas con el dinero? ¿O prefieres ver lo que hay detrás de la Puerta Número Uno, que puede ser un descapotable, pero también un pollo?»
La chica había escogido el dinero.
Alex le hizo una señal al fiscal para que se acercara al estrado.
– ¿Tiene alguna prueba, de acuerdo con su investigación, de que ella supiera que era robado?
– Sí, Su Señoría.
Sacó el informe policial y se lo entregó. Alex lo examinó. Teniendo en cuenta lo que les había dicho a los agentes y lo que ellos habían dejado consignado, era imposible que ella no supiera que el collar era robado.
Alex se volvió hacia la joven.
– Según los hechos recogidos en el informe policial, contrastados con las pruebas, considero que ha lugar a tu declaración. Hay base suficiente para refrendar el hecho de que sabías que el collar era robado y que lo aceptaste de todos modos.
– Yo no…no la entiendo-dijo la chica.
– Significa que acepto tu declaración de culpabilidad, si es que sigues manteniéndola. Pero-añadió Alex-primero tienes que decirme que eres culpable.
Alex vio cómo a la chica se le crispaba la expresión y le temblaban los labios.
– Está bien-dijo en un susurro-, lo soy.
Era uno de esos días de otoño de una belleza increíble, de esos en que vas al colegio por la mañana arrastrándote por la acera porque no puedes creer que tengas que perder ocho horas ahí dentro. Josie estaba sentada en clase de matemáticas, contemplando el azul del cielo: «cerúleo», una palabra que habían aprendido en repaso de vocabulario aquella semana, y con sólo decirla, a Josie le pareció como si la boca se le llenara de cristales de hielo. Podía oír a los alumnos de séptimo jugando al juego del pañuelo en el patio, durante la clase de gimnasia, y el zumbido del cortacésped al pasar el cuidador bajo su ventana. Le tiraron un papel que fue a caerle en el regazo. Josie lo desdobló, y leyó la nota de Peter.
¿Por qué tenemos siempre que calcular lo que vale la x? ¿¿¿Por qué no lo hace ella misma y nos ahorra la TORTURA???
Se volvió y lo miró con media sonrisa. A ella en realidad le gustaban las mates. Le encantaba el hecho de saber que, si se esforzaba de verdad, al final siempre había una respuesta que lo explicaba todo.
Si ella no encajaba con la masa de la escuela era por ser una estudiante de sobresalientes. El caso de Peter era diferente, él sacaba notables y suficientes, y una vez un insuficiente. Él tampoco encajaba, pero no porque fuera más inteligente que la media, sino porque era Peter.
En una hipotética clasificación que midiese la popularidad y la impopularidad de la clase, Josie sabía que ella aún hubiera estado por encima de unos cuantos. A veces se preguntaba si se juntaba con Peter porque le gustaba su compañía, o porque así se sentía mejor consigo misma.
Mientras la clase estaba ocupada con la prueba de repaso, la señora Rasmussin navegaba por Internet. Era una broma que se había extendido por toda la escuela: a ver quién la sorprendía comprándose unas bragas en la tienda online de Gap, o visitando sitios de fans de series de televisión. Había un chico que juraba que un día la había sorprendido mirando una página porno al acercarse a su mesa a hacerle una pregunta.
Josie había acabado en seguida, como de costumbre, y miró a la señora Rasmussin enfrascada en su computadora…Distinguió lágrimas en las mejillas de la profesora, como cuando una persona no se da cuenta siquiera de que está llorando.
La mujer se levantó y salió del aula sin decir una palabra, sin advertir siquiera a la clase que permanecieran en silencio durante su ausencia.
Al minuto de salir la profesora, Peter llamó la atención de Josie dándole una palmada en el hombro.
– ¿Qué le pasa?
Antes de que ella pudiera contestarle, la señora Rasmussin volvió a entrar en el aula. Tenía la cara blanca como el papel, y los labios tensos y apretados.
– Atención todos-dijo-. Ha sucedido algo terrible.
En la sala de comunicaciones, donde se había reunido a los estudiantes de secundaria, el director les explicó lo que sabía: dos aviones se habían estrellado contra el World Trade Center. Otro más acababa de caer sobre el Pentágono. La torre sur del World Trade Center se había desplomado.
El bibliotecario había dispuesto un receptor de televisión para que todos pudieran ver la cobertura informativa de los medios de comunicación. Aunque los habían sacado de clase, por lo general motivo de celebración, había tal silencio en aquella sala que Peter podía oír los latidos de su propio corazón. Miró alrededor de las paredes de la estancia, al pedazo de cielo que se veía por las ventanas. Aquella escuela no constituía una zona de seguridad. Nada lo era, a despecho de lo que les hubieran dicho.
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