Pensó de pronto en Sam, cuando Jordan le había cambiado el pañal aquella misma mañana. El bebé se había agarrado los dedos del pie, fascinado de haberlos encontrado, y al instante se había metido el pie en la boca.
– Míralo-había bromeado Selena por encima de su hombro-, de tal palo tal astilla.
Al acabar de vestir a Sam, Jordan se había quedado maravillado al pensar en el misterio que debía de constituir la vida para alguien tan pequeño. Se imaginó un mundo enormemente grande en comparación consigo mismo. Se imaginó despertándose una mañana y descubriendo una parte de él que ni siquiera sabía que existía.
Cuando no encajas, te vuelves sobrehumano. Puedes sentir los ojos de todos los demás clavados en ti, como el Velcro. Eres capaz de oír una murmuración sobre ti a un kilómetro de distancia. Eres capaz de desaparecer, aun cuando parezca que sigues ahí. Eres capaz de gritar, sin que nadie oiga nada.
Eres el mutante caído en el barril de ácido, el bufón que ya no puede quitarse la máscara, el hombre biónico que ha perdido todos sus miembros y nada de su corazón.
Eres esa criatura que una vez fue normal, pero que de eso hace tanto tiempo, que ya no recuerdas cómo era.
Peter comprendió que estaba sentenciado el primer día de clase de sexto, cuando su madre le dio un regalo mientras estaba desayunando.
– Sabía cuánto lo deseabas-le dijo, y esperó a que él lo desenvolviera.
Dentro del paquete había una carpeta de tres anillas con un dibujo de Superman en la tapa. Era verdad que él había deseado una carpeta así. Hacía tres años, cuando estaba de moda tener una.
Consiguió esbozar una sonrisa.
– Gracias, mamá-dijo, y ella le sonrió de oreja a oreja, mientras él pensaba ya en todas las consecuencias que podía acarrearle presentarse en clase con una estúpida carpeta como aquélla.
Josie, como de costumbre, acudió en su ayuda. Le dijo al vigilante de la escuela que se le habían roto las asas del manubrio de la bici y que necesitaba cinta aislante para poder hacer un apaño hasta volver a casa. En realidad no iba en bici a la escuela, iba caminando con Peter, que vivía un poco más a las afueras de la ciudad y que pasaba a recogerla de camino hacia el colegio. Aunque ya nunca quedaban fuera del horario escolar-de hecho, hacía años que no quedaban por culpa de una acalorada discusión entre sus respectivas madres cuyos detalles ninguno de los dos recordaba con exactitud-, Josie seguía juntándose con Peter. Gracias a Dios, por cierto, porque era la única. Se sentaban juntos a la hora de comer, se leían el uno al otro los borradores de las redacciones de lengua, siempre formaban pareja en el laboratorio. Los veranos solían ser una época difícil. Podían comunicarse por correo electrónico y, de vez en cuando, se encontraban en el estanque del parque de la ciudad, pero eso era todo. Luego, cuando llegaba septiembre, volvían a ponerse al día como la cosa más normal del mundo. Aquello debía de ser lo que se entendía por mejor amiga, suponía Peter.
Aquel día, gracias a la carpeta de Superman, el curso empezaba con una situación crítica. Con la ayuda de Josie, Peter se confeccionó una especie de funda de quita y pon con la cinta adhesiva y un periódico viejo que habían sustraído del laboratorio de ciencias naturales. Así podría quitarla al llegar a casa, argumentó ella, para que su madre no se sintiera ofendida.
Los alumnos de sexto tenían el cuarto turno del almuerzo poco antes de las once de la mañana, pero parecía que llevaran meses sin comer. Josie no se llevaba el almuerzo de casa, sino que se lo compraba en la cafetería, y es que, como decía ella, las dotes culinarias de su madre se limitaban a extender un cheque para el comedor. Peter estaba con ella en la cola, esperando para agarrar un envase de leche. Su madre le ponía un sándwich sin las puntas del pan, una bolsa de zanahoria rallada y una fruta orgánica.
Peter mantenía la carpeta oculta bajo la bandeja, avergonzado a pesar de llevarla tapada con el forro de papel de periódico. Clavó una pajita en el envase de leche.
– ¿Sabes qué?-le dijo Josie-, no debería importarte tanto la carpeta que llevas. ¿Y a ti qué lo que piensen los demás?
Mientras se dirigían a la zona de almuerzo, Drew Girard chocó contra Peter.
– Mira por dónde andas, subnormal-dijo Drew, pero ya era demasiado tarde, a Peter se le había caído la bandeja.
La leche se desparramó sobre la carpeta, y el papel de periódico se empapó y reveló el dibujo de Superman que había debajo.
Drew se echó a reír.
– ¿También llevas los calzoncillos de Superman, Houghton?
– Cállate, Drew.
– Y si no, ¿qué? ¿Me lanzarás rayos X por los ojos?
La señora McDonald, la profesora de expresión artística que vigilaba el comedor, y a la que Josie juraba haber visto una vez aspirando cola del armario de material, dio un tímido paso hacia ellos. En séptimo curso ya había chicos como Drew y Matt Royston que eran más altos que las maestras, a los que les había cambiado la voz, y que se afeitaban. Pero también había chicos como Peter, que rogaban cada noche que les llegara la pubertad, de la cual no había manera que descubrieran signo visible alguno todavía.
– Peter, ¿por qué no buscas un sitio y te sientas tranquilamente…?-suspiró la señora McDonald-. Drew te traerá otro envase de leche.
«Envenenado, probablemente», pensó Peter. Se puso a secar la carpeta con unas servilletas de papel. Pero aunque la secara, no se le iría el olor. A lo mejor podría decirle a su madre que se le había caído la leche encima cuando estaba almorzando. Después de todo, era la verdad, aunque le hubieran dado una pequeña ayuda. Y, con un poco de suerte, podía ser estímulo suficiente para que le comprara una carpeta nueva, una carpeta normal, como todo el mundo.
Peter se reía por dentro: Drew Girard le había hecho un favor.
– Drew-dijo la profesora-. Quería decir ahora.
Mientras Drew se volvía hacia el interior de la cafetería y se dirigía a la pirámide de envases de leche, Josie, furtivamente, le puso una ladina zancadilla que dio con él de bruces en el suelo. En la zona de comedor, algunos chicos habían empezado a reírse. Tal era la dinámica de aquella sociedad: a ti te tocaba el palo más bajo del gallinero, mientras no encontraras a alguien que ocupara tu lugar.
– Ten cuidado con la kriptonita-le dijo Josie en voz baja, pero lo bastante audible para que Peter lo oyera.
A Alex, las dos cosas que más le gustaban de ser juez de tribunal de distrito eran, en primer lugar, ser capaz de abordar los problemas de la gente y hacer que sintieran que alguien les escuchaba, y en segundo lugar, el reto intelectual que representaba. Había tantos factores que sopesar cuando tenías que tomar decisiones: las víctimas, la policía, la aplicación de la ley, la sociedad. Y todos ellos había que considerarlos dentro del contexto de los precedentes.
Lo peor de aquel trabajo era que, cuando las personas llegaban al tribunal, no podías darles lo que realmente necesitaban: en el caso del acusado, una sentencia que fuera más un tratamiento que un castigo; en el caso de la víctima, una disculpa.
Aquel día tenía a una chica delante que no era mucho mayor que Josie. Llevaba una campera Nascar y una minifalda negra plisada, era rubia y tenía acné. Alex había visto chicas como aquélla merodeando por los estacionamientos después de la hora de cierre nocturna de los comercios del Mall de New Hampshire, dando giros de trescientos sesenta grados en el interior de los I-Rocs de sus novios. Se preguntó cómo se habría criado aquella jovencita de haber tenido una jueza por madre. Se preguntó si en algún momento de su infancia aquella chica había jugado con muñecos de peluche bajo la mesa de la cocina, o si leía libros tapada con las sábanas hasta la cabeza y con una linterna cuando los demás la creían dormida. A Alex nunca dejaba de asombrarla el hecho de que, apenas con el roce de una mano, el camino de la vida de una persona pudiera tomar un derrotero por completo diferente.
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