Jodi Picoult - Diecinueve minutos

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Peter Houghton es un estudiante de 17 años en Sterling, New Hampshire, que lleva tiempo sufriendo los abusos verbales y físicos de sus compañeros de clase. Su única amiga, Josie Cormier, ha sucumbido a la presión del grupo y ahora pertenece a la élite popular que habitualmente lo acosa. Un último incidente lleva a Peter al límite y lo empuja a cometer un acto de violencia que cambiará para siempre la vida de los habitantes de Sterling. Incluso aquellos que no se encontraban en la escuela aquella mañana vieron sus vidas supendidas, incluyendo a Alex Cormier.

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– ¿Qué quieres decir?-le instó a explicarse.

– Son ellos los que me hicieron daño a mí, y ahora me toca cargar con el castigo.

Jordan se recostó en el asiento y se cruzó de brazos. Peter no sentía remordimiento por lo que había hecho, eso estaba claro. En realidad, él se consideraba la víctima.

Y esto era lo más sorprendente de ser abogado defensor: a Jordan no le importaba. En su línea de trabajo no había lugar para los sentimientos personales. Había trabajado con la escoria de la sociedad, con asesinos y violadores que fantaseaban creyéndose mártires. Su trabajo no consistía en creerles o no, ni en juzgarlos. Simplemente, tenía que hacer y decir todo aquello que contribuyera a liberarlos. A pesar de lo que acababa de decirle a Peter, él no era un clérigo, ni un psiquiatra, ni un amigo para su cliente. Él no era nada más que un asesor político.

– Bien-dijo Jordan con voz inalterable-, es preciso que entiendas la postura de las autoridades de la prisión. Para ellos, eres un asesino.

– Pues entonces son todos unos hipócritas-dijo Peter-. Si vieran una cucaracha, la aplastarían, ¿no es verdad?

– ¿Es así como definirías lo sucedido en el instituto?

Peter desvió la mirada.

– ¿Sabe que no me dejan leer revistas?-dijo-. Ni siquiera puedo salir al patio exterior como los demás.

– No estoy aquí para que me des cuenta de tus quejas.

– ¿Para qué está aquí?

– Para ayudarte a salir-dijo Jordan-. Y si quieres que eso suceda, tienes que hablar conmigo.

Peter se cruzó de brazos y pasó la vista de la camisa de Jordan a su corbata y a sus lustrosos zapatos negros.

– ¿Por qué? En realidad le importo un carajo.

Jordan se levantó y guardó la libreta de notas en el maletín.

– ¿Sabes una cosa?, tienes razón. En realidad me importas un carajo. Lo único que intento es hacer mi trabajo, porque, a diferencia de a ti, a mí el Estado no me va a pagar el alojamiento ni la comida todo el resto de mi vida.

Dio un paso en dirección a la puerta, pero lo retuvo el sonido de la voz de Peter.

– ¿Por qué a todo el mundo le afecta tanto que esos imbéciles estén muertos?

Jordan se volvió lentamente, tomando buena nota de que la amabilidad no había servido de mucho con Peter; ni tampoco la voz de la autoridad. Lo único que lo había hecho reaccionar había sido la pura y simple rabia.

– Lo que quiero decir es que todo el mundo les llora…y eran unos imbéciles. Ahora todos dicen que les he arruinado la vida, pero a nadie parecía importarle cuando era mi vida la que estaban arruinando.

Jordan se sentó en el borde de la mesa.

– ¿Cómo te arruinaban la vida?

– ¿Por dónde quiere que empiece?-replicó Peter con amargura-. ¿Por el jardín de infantes, cuando la maestra nos traía el desayuno, y alguno de ellos me apartaba la silla para que me cayera al suelo y los demás se partieran de risa? ¿O en segundo curso, cuando me metían la cabeza en el inodoro y tiraban de la cadena una y otra vez, porque sabían que podían hacerlo sin que les dijeran nada? ¿O aquella vez que me dieron una paliza cuando volvía a casa del colegio y tuvieron que darme puntos?

Jordan tomó la libreta y anotó: PUNTOS.

– ¿A quiénes te refieres cuando dices ellos?

– A un montón de chicos-dijo Peter.

«¿Esos a los que querías matar?», pensó Jordan, pero no lo preguntó.

– ¿Por qué crees que la tomaban contigo?

– ¿Porque son unos imbéciles? Yo qué sé. Son como una jauría de perros. Tienen que hacer que otro se sienta una mierda para poder sentirse ellos bien.

– ¿Qué hacías tú para intentar cambiar las cosas?

Peter resopló.

– Por si no se ha dado cuenta, Sterling no es precisamente una metrópolis. Aquí todo el mundo se conoce. En el instituto te acabas encontrando a los mismos chicos que te encontrabas en los columpios del patio cuando ibas a preescolar.

– ¿Y no podías apartarte de su camino?

– Yo tenía que ir al colegio-dijo Peter-. Le sorprendería lo pequeño que es un instituto cuando pasas allí dentro ocho horas al día.

– Entonces, ¿se metían contigo también fuera de la escuela?

– Cuando me encontraban-dijo Peter-. Si estaba solo.

– ¿Te hostigaban?-le preguntó Jordan-. Me refiero a llamadas telefónicas, cartas, amenazas…

– Sí, a través de la computadora-dijo Peter-. Me mandaban mensajes instantáneos, diciéndome que no era nadie, cosas así. Interceptaron un correo electrónico que yo había mandado y lo reenviaron a todo el instituto…burlándose…-Miró hacia otro lado y guardó silencio.

– ¿Por qué?

– Era…-Sacudió la cabeza en señal de negación-. No quiero hablar de eso.

Jordan anotó algo en la libreta.

– ¿Le contaste alguna vez a alguien lo que pasaba? ¿A tus padres? ¿A los profesores?

– A nadie le importaba una mierda-dijo Peter-. Te dicen que no hagas caso. Te dicen que estarán vigilando para que no vuelva a suceder, pero luego no vigilaban.-Fue hasta la ventana y colocó las palmas de las manos contra el cristal-. En primer curso había una chica que tenía esa cosa, esa enfermedad que se te sale la columna por fuera del cuerpo…

– ¿Espina bífida?

– Eso. Iba en silla de ruedas y no podía levantarse ni hacer nada, y antes de que entrara en clase, el profesor nos dijo que teníamos que tratarla como si fuera como el resto de nosotros. Pero no era como el resto de nosotros, y todos lo sabíamos, y ella lo sabía. ¿Teníamos que mentirle a la cara, entonces?-Peter sacudió la cabeza-. Todo el mundo dice que está muy bien ser diferente, y se supone que Estados Unidos tiene que ser esa mezcla de todo, pero eso ¿qué cuernos significa? Si tiene que ser una mezcla de todo, entonces es que todo el mundo tiene que acabar siendo igual, ¿no?

Jordan se sorprendió pensando en su hijo Thomas, en su adaptación a la escuela secundaria. Ellos se habían trasladado de Bainbridge a Salem Falls, donde había una población escolar lo bastante reducida como para que las camarillas hubieran desarrollado ya sus gruesas paredes celulares a prueba de intrusos. Durante un tiempo, Thomas se convirtió en un camaleón. Cuando volvía del instituto se refugiaba en su habitación, y salía de allí convertido en jugador de fútbol, en actor o en loco por las mates. Tardó varias mudas de su piel de adolescente en encontrar un grupo de amigos que le dejara ser la persona que él era. A partir de entonces, el resto del paso de Thomas por la enseñanza secundaria fue bastante tranquilo. Pero ¿y si no hubiera encontrado a aquel grupo de amigos? ¿Y si hubiera seguido desprendiéndose de capas de sí mismo hasta quedarse sin nada dentro?

Como si le hubiera leído el pensamiento, Peter se quedó mirándolo fijamente:

– ¿Tiene hijos?

Jordan no hablaba de su vida personal con los clientes. Su relación con ellos se reducía a los límites de los tribunales, y nada más. En las contadas ocasiones en que, durante su carrera, había roto esta regla no escrita, había estado a punto de hundirse, tanto personal como profesionalmente. Sin embargo, miró a Peter a los ojos y dijo:

– Dos. Un bebé de seis meses y el mayor, que está en Yale.

– Entonces lo ha conseguido-dijo Peter-. Todo el mundo quiere que su hijo vaya a Harvard, o que sea quarterback de los Patriots. No hay nadie que mire a su bebé y piense: «Oh, cuánto me gustaría que cuando mi hijo se haga mayor sea un freak . Que entre cada día en el instituto rezando para que nadie se fije en él». Pero ¿sabe una cosa?, todos los días hay chicos a los que les pasa eso.

Jordan se encontró sin respuesta. Una línea muy delgada separaba ser único de ser raro, en aquello que hacía que un niño, al crecer, fuera adaptándose, como Thomas, o se convirtiera en una persona inestable, como Peter. ¿Todo adolescente caía inevitablemente a uno u otro lado de esta cuerda floja; y era posible darse cuenta antes de que perdiera el equilibrio?

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