Apartó la mirada de aquel encuentro y vio que conducían a Peter hacia ella. Durante un instante se le encogió el corazón. El chico estaba extremadamente delgado, y sus ojos tras los lentes parecían vacíos. Pero arrinconó sus sentimientos y le ofreció una espléndida sonrisa. Haría como si no le importara lo más mínimo ver a su hijo ataviado con el atuendo penitenciario; como si no hubiera tenido que quedarse un rato sentada en el coche para luchar contra un ataque de pánico después de llegar al estacionamiento de la prisión; como si fuera lo más normal del mundo estar rodeada de traficantes de droga y de violadores mientras le preguntaba a su hijo si le daban bastante de comer.
– Peter-dijo, estrechándolo entre sus brazos.
A él le costó unos segundos, pero acabó devolviéndole el abrazo. Ella hundió el rostro en su cuello, como solía hacer cuando era un bebé y le entraban ganas de comérselo. Pero aquél no era el olor de su hijo. Por un momento, alimentó el sueño imposible de que todo aquello fuera un error, «¡Peter no está en la cárcel! ¡Éste es el desgraciado hijo de otra!», pero entonces se dio cuenta de cuál era la diferencia. El champú y el desodorante que le proporcionaban allí no eran los mismos que los que utilizaba en casa. Aquel Peter tenía un olor más fuerte, más basto.
De pronto, notó una palmada en el hombro.
– Señora-dijo el vigilante-, será mejor que lo suelte ya.
«Si fuese así de sencillo», pensó Lacy.
Se sentaron uno a cada lado de la línea roja.
– ¿Estás bien?-le preguntó.
– Aún sigo aquí.
El modo en que lo dijo, como si hubiera esperado que para entonces hubiera tenido que ser totalmente diferente, hizo que Lacy se estremeciera. Le pareció como si no estuviera refiriéndose a salir bajo fianza, y la alternativa, la idea de que Peter pudiera suicidarse, era algo que no le cabía en la cabeza. Notó que se le hacía un nudo en la garganta, y de pronto se vio haciendo precisamente aquello que se había prometido a sí misma que no haría: se echó a llorar.
– Peter-dijo en un susurro-. ¿Por qué?
– ¿Estuvo la policía en casa?-preguntó Peter.
Lacy asintió con un gesto. Parecía como si eso hubiera sucedido hacía mucho tiempo.
– ¿Entraron en mi habitación?
– Traían una orden de registro…
– ¿Se llevaron mis cosas?-exclamó Peter; la primera emoción que veía en él-. ¿Les dejaste que se llevaran mis cosas?
– ¿Qué querías hacer con todo aquello?-musitó-. Con aquellas bombas. Aquellas armas…
– Tú no lo entenderías.
– Pues explícamelo, Peter-dijo con voz quebrada-. Explícamelo.
– No he podido hacer que lo entendieras en diecisiete años, mamá. ¿Por qué iba a ser diferente ahora?-Se le torció el gesto-. No sé ni siquiera por qué te has molestado en venir.
– Para verte…
– Pues mírame-gritó Peter-. ¿Por qué no me miras de una puta vez?
El chico se llevó las manos a la cara, mientras los estrechos hombros se le arqueaban al sonido de un sollozo.
Así que todo se reducía a eso, pensó Lacy: veías al extraño que tenías delante y decidías, categóricamente, que aquél ya no era tu hijo. O bien procurabas encontrar los restos de tu hijo que todavía pudieran quedar en aquel en que se había convertido.
¿Había posibilidad de elección, realmente, si eras una madre?
La gente podía decir que los monstruos no nacían, sino que se hacían. La gente podía criticarle sus dotes de madre, señalar con el dedo algunos momentos en los que Lacy le había fallado a Peter siendo demasiado laxa o demasiado estricta, por exceso o por defecto. La ciudad de Sterling podía analizar hasta el mínimo detalle lo que ella había hecho con su hijo, pero ¿y lo que había hecho por él? Era muy fácil sentirse orgulloso del chico que le salía a uno bien. Que sacaba sobresalientes y era bueno jugando a baloncesto. Un chico al que todo el mundo quería sin esfuerzo. Pero cuando la naturaleza del afecto se ponía a prueba era cuando se era capaz de encontrar algo que amar en un chico al que todos odiaban. ¿Y si las cosas que ella había hecho o dejado de hacer con respecto a Peter eran un criterio de medida erróneo? ¿No era como ponerle una prueba a su maternidad y ver cómo se comportaba ella a partir de aquel espantoso momento?
Se inclinó por encima de la línea roja hasta que pudo abrazar a Peter. No le importaba si estaba permitido o no. Que vinieran los guardias a separarla, pero mientras tanto, Lacy no tenía la menor intención de soltar a su hijo.
En el vídeo captado por la cámara de vigilancia del comedor del instituto, se veía a los alumnos llevando bandejas, haciendo los deberes y charlando, y a Peter que entraba en la gran sala con una pistola en la mano. Se producía una sucesión de disparos y un gran griterío. Saltaba una alarma antiincendios. Cuando todo el mundo empezaba a correr, él volvía a disparar, y esta vez caían abatidas dos chicas. En su afán por escapar, otros alumnos pasaban por encima de ellas.
Cuando los únicos que quedaban en el comedor eran Peter y las víctimas, él se paseaba por entre las mesas, supervisando su obra. Pasaba de largo junto a uno de los chicos a los que acababa de disparar y que yacía en medio de un charco de sangre encima de un libro, pero en cambio se entretenía en recoger un iPod que alguien se había dejado encima de una mesa y se ponía los auriculares en las orejas, para, acto seguido, apagarlo y volver a dejarlo donde estaba. Pasaba la página de un cuaderno abierto y luego se sentaba delante de una bandeja intacta y depositaba la pistola en ella. Abría una caja de cereales y vertía el contenido en un tazón de plástico. Añadía leche de un envase abierto y se comía el tazón entero antes de levantarse otra vez, volver a empuñar la pistola y salir del comedor.
Era la cosa más escalofriante y premeditada que Patrick había visto en su vida.
Miró el plato con la cena que se había preparado, y se dio cuenta de que había perdido el apetito. Dejándolo a un lado, encima de un montón de periódicos viejos, rebobinó el vídeo y se obligó a verlo una vez más.
Cuando sonó el teléfono, descolgó, distraído por la visión de Peter en la pantalla de su televisor.
– ¡Sí!
– Bueno, saludos para ti también-dijo Nina Frost.
Se ablandó nada más oír su voz. Cuesta desprenderse de los hábitos adquiridos.
– Perdona. Es que estaba ocupado.
– Ya me imagino. No se habla de otra cosa. ¿Cómo lo llevas?
– Bueno, ya sabes, como siempre-dijo, cuando lo que en realidad habría querido decir era que no podía dormir por las noches, que veía las caras de las víctimas cada vez que cerraba los ojos, que tenía en la punta de la lengua montones de preguntas que estaba seguro de que había olvidado formular.
– Patrick-dijo ella, porque era su mejor amiga y porque era la persona que mejor conocía, incluido él mismo-, no te culpes.
Él agachó la cabeza.
– Ha pasado en mi ciudad, ¿cómo quieres que no lo haga?
– Si tuvieras videoteléfono, podría saber si llevas un cilicio, o la capa y las botas-dijo Nina.
– No tiene gracia.
– No, no la tiene-convino ella-. Pero al menos sabes que el juicio será pan comido. ¿Cuántos testigos tienes? ¿Mil?
– Más o menos.
Nina se quedó callada. A una mujer que vivía con el remordimiento como compañero inseparable, Patrick no necesitaba explicarle que no bastaba con condenar a Peter Houghton. Patrick sólo se quedaría satisfecho si llegaba a entender por qué Peter había hecho aquello.
Para poder evitar que volviera a pasar.
De un informe del FBI, redactado por agentes especiales encargados de estudiar casos de tiroteos en centros escolares en todo el mundo:
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