Jodi Picoult - Diecinueve minutos

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Peter Houghton es un estudiante de 17 años en Sterling, New Hampshire, que lleva tiempo sufriendo los abusos verbales y físicos de sus compañeros de clase. Su única amiga, Josie Cormier, ha sucumbido a la presión del grupo y ahora pertenece a la élite popular que habitualmente lo acosa. Un último incidente lleva a Peter al límite y lo empuja a cometer un acto de violencia que cambiará para siempre la vida de los habitantes de Sterling. Incluso aquellos que no se encontraban en la escuela aquella mañana vieron sus vidas supendidas, incluyendo a Alex Cormier.

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Cuando su padre hablaba, Peter se imaginaba las palabras como si fueran de humo. Se apelmazaban junto al techo de la habitación por un momento, hasta que, antes de que te dieras cuenta, habían desaparecido.

– Por el amor de Dios, Lewis, sólo tiene cinco años.

– No recuerdo que Joey perdiera su fiambrera tres veces en el primer mes en que fue al colegio.

Peter miraba a veces a su padre jugar al fútbol en el jardín con Joey. Las piernas de su hermano subían y bajaban como si fueran bielas y pistones, atrás y adelante, adelante y atrás, como si juntas conformaran una danza con la pelota aprisionada entre ellas. Cuando Peter intentaba sumarse al juego, era torpe con el balón, y acababa sintiendo una gran frustración. La última vez se había marcado un gol en propia puerta.

Miró a sus padres por encima del hombro.

– Yo no soy Joey-dijo, y aunque nadie contestó, era como si hubiera oído la respuesta: «Ya lo sabemos».

– ¿La abogada Cormier?-Al levantar la vista, Alex se encontró con un antiguo cliente de pie delante de su escritorio, con una sonrisa de oreja a oreja.

Tardó un momento en identificarle. Teddy MacDougal, o Mac Donald, o algo así. Recordaba los cargos: un caso de agresión doméstica violenta. Él y su mujer se habían emborrachado y se habían buscado las cosquillas. Alex había obtenido su absolución.

– Tengo algo para usted-dijo Teddy.

– Espero que no me hayas comprado nada-replicó ella, y lo decía en serio, pues eran personas que vivían en el norte del país, tan pobres que el suelo de su casa era de tierra, y llenaban el refrigerador con los restos de las cosas que él cazaba. Alex no es que fuera una gran defensora de la caza, pero comprendía que, para alguno de sus clientes, como era el caso de Teddy, no se trataba de una actividad deportiva, sino de una cuestión de supervivencia. Por esa razón una condena habría resultado devastadora para él: le habrían despojado de sus armas de fuego.

– No he pagado dinero. Se lo prometo.-Teddy sonrió-. Lo tengo en la camioneta. Venga.

– ¿No puedes traérmelo aquí?

– Oh, no. No puedo hacer eso.

«Oh, estupendo-pensó Alex-. ¿Qué puede llevar en la camioneta que no pueda entrar aquí?». Siguió a Teddy hasta el estacionamiento, y en el remolque de la camioneta vio un enorme oso muerto.

– Directo al congelador-dijo él.

– Teddy, es enorme. Tendrías carne para todo el invierno.

– Pues claro. Por eso pensé en usted.

– Te lo agradezco mucho, de verdad. Pero resulta que yo…vaya, no como carne. Y no quisiera tener que desperdiciarla.-Le tocó el brazo-. Me gustaría que te lo quedaras tú, en serio.

Teddy entornó los ojos a la luz del sol.

– De acuerdo.

Le hizo un gesto con la cabeza a Alex, se subió a la cabina de la camioneta y salió dando saltos del estacionamiento mientras el oso iba dando golpes contra las paredes del remolque.

– ¡Alex!

Se volvió y vio a su secretaria que la llamaba desde la puerta.

– Acaban de telefonear del colegio de su hija-dijo la secretaria-. Han llamado a Josie al despacho del director.

¿Josie? ¿Se habría metido en problemas en el colegio?

– ¿Por qué?-preguntó Alex.

– Por darle una paliza a un chico en el patio.

Alex salió disparada hacia el coche.

– Dígales que voy para allá.

Durante el trayecto de vuelta a casa, Alex iba lanzando fugaces miradas a su hija por el espejo retrovisor. Josie había ido al colegio aquella mañana con un saco blanco de punto y unos pantalones caqui; el saco estaba ahora manchado de tierra. Tenía ramitas enganchadas en el pelo y la trenza medio deshecha. El codo del suéter se le había agujereado, y el labio aún le sangraba. Pero lo asombroso era que, por lo visto, había salido mejor parada que el niño con el que se había peleado.

– Vamos-dijo Alex conduciendo a Josie al baño del piso de arriba.

Le quitó la camisa y le limpió los cortes y rasguños, en los que aplicó desinfectante y tiritas. Se sentó delante de Josie, sobre la esterilla de baño que parecía hecha de la piel del Monstruo de las Galletas.

– ¿Tienes ganas de hablar?

A Josie le tembló el labio inferior, y se echó a llorar.

– Es por Peter-dijo-. Drew no para de meterse con él. Pero hoy le ha hecho tanto daño que he querido que por una vez fuera al revés.

– ¿No había profesores en el patio?

– Monitores.

– Ya. Pues tendrías que haber ido a decirles que se estaban metiendo con Peter. Para empezar, si tú le pegas a Drew, a los ojos de los demás eres tan mala como él.

– Pero es que ya se lo dijimos a los monitores-se quejó Josie-. Ellos siempre le dicen a Drew y a los demás chicos que dejen en paz a Peter, pero no les hacen caso.

– Entonces-dijo Alex-, ¿tú hiciste lo que creíste que era lo mejor en ese momento?

– Sí. Por Peter.

– Ahora imagina que siempre hicieras eso. Pongamos que un día decides que el abrigo de otra niña te gusta más que el tuyo. Entonces tú vas y lo agarras.

– Eso sería robar-dijo Josie.

– Exacto. Por eso existen las normas. No puedes romper las normas, ni siquiera cuando todo el mundo parece saltárselas. Porque si tú lo haces, si todos lo hiciéramos, entonces el mundo se convertiría en un lugar donde no se podría vivir. Un lugar en el que se robarían los abrigos, y a los niños les pegarían en el patio. En lugar de hacer lo que nos parece lo mejor, a veces tenemos que optar por lo más correcto.

– ¿Cuál es la diferencia?

– Lo mejor es lo que tú crees que debería hacerse. Lo más correcto es lo que hay que hacer…cuando no te limitas a pensar sólo en ti y en cómo te sientes, sino en todos los demás, en las demás personas que hay involucradas, en lo que ha sucedido antes, y en lo que dicen las normas.-Miró a Josie-. ¿Por qué Peter no se defendió él mismo?

– Por no meterse en más problemas.

– Es todo lo que tenía que oír-concluyó Alex.

Las pestañas de Josie estaban perladas de lágrimas.

– ¿Estás enojada conmigo?

Alex titubeó.

– Estoy enojada con los monitores, por no prestar la suficiente atención cuando se estaban metiendo con Peter. Y no estoy entusiasmada con que le metieras un puñetazo en la nariz a un chico. Pero me siento orgullosa de ti por haber querido defender a tu amigo.-Le dio a Josie un beso en la frente-. Ve a ponerte algo que no esté agujereado, Superwoman.

Mientras Josie rebuscaba en su habitación, Alex permaneció sentada en el suelo del baño. Le sorprendía pensar que el hecho de administrar justicia tenía más que ver con prestar su presencia y su dedicación que con cualquier otra cosa. A diferencia de esos monitores del patio, por ejemplo. Se podía mostrar autoridad sin ser autoritario; se podía poner empeño en conocer y en hacer conocer las normas; se podían tomar en consideración todas las pruebas antes de llegar a una conclusión.

Ser una buena jueza, pensó Alex, no se diferenciaba tanto de ser una buena madre.

Se levantó, bajó al piso de abajo y agarró el teléfono. Whit contestó a la tercera llamada.

– Está bien-dijo Alex-. Dime qué tengo que hacer.

La silla era demasiado pequeña para Lacy; las rodillas no le cabían debajo del pupitre; los colores de la pared eran demasiado brillantes. La maestra sentada enfrente era tan joven, que Lacy se preguntaba si al volver a su casa podía beber una copa de vino sin infringir la ley.

– Señora Houghton-dijo la maestra-, me gustaría poder darle una explicación, pero es un hecho que hay niños que, sencillamente, atraen como un imán las burlas de los demás. Los otros niños perciben una debilidad, y la explotan.

– ¿Cuál es la debilidad de Peter?-preguntó ella.

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