Lacy respiró hondo, consciente de que, a partir de aquel momento, todo iba a ser diferente.
– Su nombre-dijo-es Peter Houghton.
A Alex se le dobló uno de sus altos tacones al metérsele en una grieta de la acera, y se cayó golpeándose en una rodilla. En su esfuerzo por ponerse de pie, se agarró al brazo de una madre que pasaba a toda prisa.
– Los nombres de los heridos…¿dónde está la lista?
– Colgada en el pabellón de hockey.
Alex cruzó corriendo la calle, que había sido cerrada al tráfico y se había convertido en zona de evaluación del estado de los alumnos heridos, a los que el personal sanitario distribuía en ambulancias. Cuando se vio obligada a reducir la marcha por culpa de sus zapatos, apropiados para moverse por el recinto cerrado de un tribunal pero no para correr por la calle, optó por quitárselos y seguir corriendo calzada sólo con las medias.
La pista de hockey sobre hielo, que compartían el equipo del Instituto Sterling y los jugadores universitarios, estaba a cinco minutos a pie del recinto escolar. Alex llegó en dos minutos. Allí se vio empujada por una marea de padres ansiosos por ver las listas escritas a mano colgadas de los paneles de la entrada, las listas de los chicos que habían sido evacuados a hospitales de la zona. No decían nada acerca de la gravedad, ni si estaba heridos o algo peor. Alex leyó los primeros nombres. Whitaker Obermeyer. Kaitlyn Harvey. Matthew Royston.
«¿Matt?»
– No-dijo una mujer a su lado. Era de pequeña estatura, con los ojos penetrantes de un pájaro y un mechón de pelo rojo-. No-repitió, pero esta vez las lágrimas caían por sus mejillas.
Alex se quedó mirándola, incapaz de ofrecerle consuelo, por miedo a que el dolor fuera contagioso. Recibió un repentino empujón por el lado izquierdo, y se vio ante la lista de heridos que habían sido trasladados al centro médico Dartmouth-Hitchcock.
Alexis, Emma.
Horuka, Min.
Pryce, Brady.
Cormier, Josephine.
Alex se habría caído redonda de no haber sido por la presión de los angustiados padres a ambos lados.
– Discúlpenme-musitó, dejando su lugar a otra madre frenética. Intentaba abrirse paso entre la multitud que se agolpaba, cada vez más numerosa-. Perdón-repetía, una palabra que más que una disculpa de educación, era una súplica de absolución.
– Capitán-dijo el sargento que estaba tras el mostrador al entrar Patrick en la comisaría, al tiempo que le señalaba con los ojos a la mujer sentada al otro lado del vestíbulo, encogida sobre sí misma, en una postura que expresaba una resolución obstinada-. Es ella.
Patrick se volvió. La madre de Peter Houghton era menuda y físicamente no se parecía en nada a su hijo. Llevaba el pelo recogido sobre la cabeza, sujeto con una aguja, e iba con pijama de trabajadora de hospital y zuecos. Se preguntó si sería médico. Pensó en la ironía que supondría: «Ante todo, no causar daño».
No tenía el aspecto de ser una persona que hubiera creado a un monstruo. Patrick comprendió que los actos de su hijo debían de haberla tomado tan desprevenida como al resto de la comunidad.
– ¿Señora Houghton?
– Quiero ver a mi hijo.
– Lo lamento, pero no puede ser-replicó Patrick-. Está bajo arresto.
– ¿Tiene un abogado?
– Su hijo tiene diecisiete años…legalmente es adulto. Eso significa que Peter tendrá que reclamar por sí mismo su derecho a contar con un abogado.
– Pero es posible que él no sepa…-dijo, y se le quebró la voz-. Es posible que no sepa que eso es lo que tiene que hacer.
Patrick comprendía que, en un sentido diferente, aquella mujer también había sido víctima de los actos de su hijo. Había interrogado a suficientes padres de menores como para saber que la última cosa deseable era quemar un puente.
– Señora, estamos haciendo todo lo posible para saber qué es lo que ha pasado hoy. Y espero que usted esté dispuesta a hablar conmigo más tarde…para ayudarme a imaginar qué pudo pasar por la cabeza de Peter.-Dudó unos instantes, y añadió-: Lo lamento.
Se metió en el sanctasanctórum de la comisaría de policía tras abrir con sus llaves, y subió a la sala de registro, provista de una celda adyacente. Dentro estaba sentado Peter Houghton, en el suelo, con la espalda apoyada contra los barrotes, meciéndose levemente.
– Peter-dijo Patrick-. ¿Estás bien?
Lentamente, el chico volvió la cabeza. Se quedó mirando a Patrick.
– ¿Te acuerdas de mí?
Peter asintió.
– ¿Te apetece una taza de café, o algo?
Tras un titubeo, Peter asintió una vez más.
Patrick fue a buscar al sargento para que abriera la celda de Peter y condujo a éste a la cocina. Lo había dispuesto todo para que hubiera una cámara, por si se daba el caso y podía grabar en una cinta el consentimiento verbal de Peter a sus derechos y luego hacer que hablara. En la cocina, invitó al chico a que tomara asiento a la rayada mesa y sirvió dos tazas de café. No le preguntó cómo le gustaba, sino que se limitó a añadirle azúcar y leche y a ponérselo delante.
Patrick se sentó también. No había tenido ocasión de mirar al joven con calma, su visión afectada por la adrenalina, pero ahora lo observó con atención. Peter Houghton era de poca envergadura, pálido, pecoso, y llevaba anteojos de montura metálica. Tenía un diente de los de delante torcido, y la nuez del tamaño de un puño; los nudillos abultados y con la piel agrietada. Lloraba en silencio, lo cual habría bastado para inspirar simpatía, de no haber llevado la camiseta salpicada con la sangre de sus compañeros.
– ¿Te encuentras bien, Peter?-preguntó Patrick-. ¿Tienes hambre?
El chico sacudió la cabeza, negando.
– ¿Necesitas alguna otra cosa?
Peter apoyó la frente sobre la mesa.
– Quiero que venga mi madre-dijo en un susurro.
Patrick miró la raya del pelo del joven. Aquella mañana, al peinarse, ¿habría pensado: «hoy es el día en que voy a matar a diez alumnos»?
– Me gustaría hablar contigo acerca de lo que ha sucedido hoy. ¿Estás dispuesto a hablar conmigo?
Peter no respondió.
– Si tú me lo explicaras a mí-insistió Patrick-, quizá yo podría explicárselo a los demás.
Peter alzó el rostro. Ahora estaba llorando de verdad. Patrick comprendió que no lograría nada.
– Está bien-dijo-. Vamos.
Patrick condujo de nuevo a Peter a la celda, y vio cómo el muchacho se acurrucaba en el suelo de la misma sobre un costado, de cara a la pared de cemento. Se arrodilló detrás de él, en un último y desesperado intento.
– Ayúdame a ayudarte-le dijo. Pero Peter se limitó a sacudir la cabeza sin dejar de llorar.
Hasta que Patrick salió de la celda e hizo girar la llave en la cerradura Peter no habló de nuevo:
– Ellos empezaron-musitó.
El doctor Guenther Frankenstein ejercía como médico forense desde hacía seis años, exactamente el mismo tiempo que había conservado el título de Mister Universo a principios de los años setenta, antes de cambiar las pesas por un escalpelo, o como a él gustaba de decir, antes de pasar de formar cuerpos a desmembrarlos. Seguía teniendo una musculatura formidable, que se adivinaba perfectamente bajo el saco, lo suficiente como para cortar en seco cualquier intento de hacer chistes de monstruos a cuenta de su apellido. A Patrick le gustaba Guenther, ¿quién no admiraría a un tipo capaz de levantar tres veces su propio peso y al mismo tiempo estimar, con sólo echarle un vistazo, el peso aproximado de un hígado?
De vez en cuando, Patrick y Guenther se hacían con unas cuantas cervezas y consumían la tasa de alcohol suficiente como para que el ex culturista le contara historias acerca de las mujeres que se le ofrecían para lubricarle el cuerpo antes de una competición o sabrosas anécdotas acerca de Arnold, antes de que se dedicara a la política. Aquel día, sin embargo, Patrick y Guenther no estaban para bromas, ni para recordar los viejos tiempos. Se sentían abrumados por el presente, mientras iban de un lado a otro de las salas, catalogando a los muertos.
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