»Miéntete a ti misma hasta que sea verdad.
Cuando el dolor es profundo, te vuelves hacia tu interior. Era algo que Lacy había comprobado cientos de veces. Actúan las endorfinas, la morfina natural del organismo, y te llevan a un lejano lugar donde el dolor no pueda encontrarte. En una ocasión, una paciente que había sufrido violación, experimentó una disociación tan extrema, que Lacy llegó a temer no poder alcanzarla y traerla de vuelta a tiempo para que empujara. Lacy había acabado cantándole una nana, en español.
En las últimas tres horas, Alex había recuperado la serenidad, gracias sobre todo al anestesiólogo, que le había aplicado anestesia epidural. Había dormido un rato; había jugado a las cartas con Lacy. Pero ahora el bebé se había encajado, y ella estaba empezando a empujar.
– ¿Por qué me duele otra vez?-preguntó con una voz que subía de registro por momentos.
– Es cómo actúa la epidural. Si se aumentara la dosis, no podrías empujar.
– Yo no puedo tener un bebé-soltó de pronto Alex-. No estoy preparada.
– Bueno, bueno-dijo Lacy-. Ya hablaremos de eso.
– ¿En qué estaría yo pensando? Logan tenía razón, no sé en qué me estoy metiendo. Yo no soy una madre, soy abogada. No tengo pareja, no tengo perro…Ni siquiera he conseguido criar nunca una planta de interior que no se me haya muerto. No sabré poner un pañal…
– Los dibujitos de colores van en la parte de delante-dijo Lacy.
Cogió la mano de Alex y se la llevó entre las piernas, donde asomaba la coronilla del bebé.
Alex apartó la mano de un tirón.
– ¿Es eso…?
– Pues sí.
– ¿Está saliendo?
– Tanto si estás preparada como si no.
Comenzó otra contracción.
– Oh, Alex, ya se le ven las cejas…-Lacy ayudó a sacar al bebé fuera del canal de parto manteniéndole la cabeza flexionada-. Sé muy bien cómo quema…Mira, la barbilla…qué guapa…
Lacy secó la cara del bebé, succionó el interior de la boca, le pasó el cordón umbilical por encima del cuello, y miró a su amiga.
– Alex-dijo-, hagámoslo juntas.
Lacy guió las temblorosas manos de Alex hasta colocarlas sobre la cabeza de la niña.
– Quédate así, yo mientras voy a sacar los hombros…
Cuando el bebé se deslizó por completo en las manos de Alex, Lacy lo soltó. Entre sollozos, pero aliviada, Alex se llevó el pequeño y retorcido cuerpo contra el pecho. Como siempre, Lacy se quedó sobrecogida por lo real que es un recién nacido, hasta qué punto existe. Frotó la región lumbar del bebé y contempló cómo los turbios ojos azules de la recién nacida se fijaban por vez primera en su madre.
– Alex-dijo Lacy-, es toda tuya.
Nadie está dispuesto a admitirlo, pero las cosas malas seguirán sucediendo siempre. Quizá sea porque todo es una cadena, y hace mucho tiempo alguien hizo la primera cosa mala, que llevó a otro a hacer otra cosa mala, y así sucesivamente. Como en ese juego en el que le dices algo al oído de alguien, y esa persona se lo dice a su vez al oído de otra, y al final la frase es un completo disparate.
Aunque, pensándolo bien, tal vez las cosas malas suceden porque es la única forma de que sigamos recordando cómo deberían ser las buenas.
Nina, la mejor amiga de Patrick, le había preguntado una vez en un bar qué era lo peor que había visto en su vida. Él le había contestado con sinceridad que, cuando estaba en Maine, un tipo se había suicidado atándose con alambre a las vías del tren. El tren lo había partido literalmente en dos. Había sangre y fragmentos corporales por todas partes. Hubo agentes veteranos que, al llegar a la escena del crimen, habían vomitado entre los matorrales. En cuanto a él, había tenido que alejarse unos metros hasta recuperar la serenidad, pero de golpe se había topado con la cabeza seccionada del hombre en el suelo, con la boca aún abierta en un grito silencioso.
Pero eso había dejado de ser lo peor que había visto Patrick en su vida.
Todavía había alumnos saliendo del Instituto Sterling cuando los equipos de emergencia empezaron a ocupar el edificio para hacerse cargo de los heridos. Había decenas de chicos y chicas con pequeños cortes y magulladuras, provocados por la salida en masa, y otros que respiraban entrecortada y aceleradamente o tenían síntomas de histeria; muchos otros sufrían de shock. Pero la prioridad de Patrick era que atendieran a los heridos de bala, que yacían dispersos por el suelo, desde el comedor comunitario hasta el gimnasio. Un rastro sangriento que constituía la crónica de los movimientos del agresor.
Las alarmas seguían sonando, y los aspersores automáticos antiincendios habían formado una corriente de agua en los pasillos. Bajo aquella lluvia artificial, dos socorristas estaban agachados junto a una chica que había recibido un balazo en el hombro derecho.
– Trasladémosla-dijo el médico.
Patrick la conocía, y, al darse cuenta, sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo. Trabajaba en la tienda de alquiler de vídeos del centro de la ciudad. El pasado fin de semana, cuando había ido a alquilar Harry el sucio , ella le había dicho que tenía un saldo negativo de 3,40 dólares. La veía todos los viernes por la noche, cuando iba a alquilar un DVD, pero nunca le había preguntado su nombre. ¿Por qué demonios no se lo habría preguntado?
Mientras la chica gemía, el médico tomó un rotulador y le escribió el número nueve en la frente.
– No tenemos la identificación de todos los heridos-le dijo a Patrick-, así que hemos empezado a numerarlos.
Mientras colocaban a la alumna sobre una camilla, Patrick alcanzó una manta de plástico amarilla para casos de emergencia, de las que todo agente lleva en el maletero del coche patrulla. La rompió en varios pedazos, miró el número escrito en la frente de la chica y lo anotó en uno de los pedazos.
– Dejen esto donde la encontraron-ordenó-. Así podremos saber más tarde de qué herido se trataba y dónde fue encontrado.
Un socorrista asomó la cabeza por una esquina.
– En Hitchcock dicen que tienen todas las camas ocupadas. Tenemos una fila de chicos y chicas esperando en el jardín, delante del edificio, pero la ambulancia no tiene adónde llevarlos.
– ¿Y en APD?
– También están llenos.
– Pues entonces llamen a Concord y díganles que les enviamos autobuses enteros-les ordenó Patrick. Con el rabillo del ojo vio a un socorrista al que conocía, un veterano al que le faltaban tres meses para retirarse. Acababa de apartarse de uno de los cuerpos y se acuclilló hundiendo la cara entre los brazos, llorando. Patrick agarró por la manga a un agente al pasar.
– Jarvis, necesito tu ayuda…
– Pero si me acaba de asignar al gimnasio, capitán.
Patrick había repartido a los oficiales responsables y a la unidad de crímenes de la policía del Estado de forma que cada una de las partes del instituto tuviera su propio equipo asignado. Le entregó a Jarvis el resto de pedazos de la manta de plástico y un rotulador negro.
– Olvídate del gimnasio. Quiero que recorras todo el edificio en compañía de los equipos sanitarios. Cada vez que numeren a alguien, tienes que dejar un trozo de plástico con el mismo número, en el lugar donde lo han encontrado.
– Tengo a una herida en el baño de mujeres-gritó una voz.
– Vamos-dijo un socorrista, agarrando un botiquín de primeros auxilios y corriendo hacia el lugar.
«Asegúrate de que no te olvidas nada-se dijo Patrick-. Has de acertar a la primera». Se sentía la cabeza como si la tuviera de cristal, demasiado pesada y con las paredes demasiado delgadas para manejar tanta carga de información. No podía estar en todas partes a la vez; no podía hablar lo bastante rápido y pensar lo bastante de prisa para enviar a todos sus hombres donde se les requería. No tenía la menor idea de cómo manejar una pesadilla de aquel calibre, pero tenía que fingir que sabía hacerlo, porque todos los demás lo miraban confiando en que él se encargara de todo.
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