Jodi Picoult - Diecinueve minutos

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Peter Houghton es un estudiante de 17 años en Sterling, New Hampshire, que lleva tiempo sufriendo los abusos verbales y físicos de sus compañeros de clase. Su única amiga, Josie Cormier, ha sucumbido a la presión del grupo y ahora pertenece a la élite popular que habitualmente lo acosa. Un último incidente lleva a Peter al límite y lo empuja a cometer un acto de violencia que cambiará para siempre la vida de los habitantes de Sterling. Incluso aquellos que no se encontraban en la escuela aquella mañana vieron sus vidas supendidas, incluyendo a Alex Cormier.

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¿Por qué no habría sido una madre lo bastante clarividente como para hacer que su hija se quedase en casa aquel día?

Por supuesto, había cientos de padres que habían cometido el mismo, comprensible, error que ella. Pero era flaco consuelo para Alex: ninguno de sus hijos era Josie. Ninguno de ellos, estaba segura, tenía tanto que perder como ella.

«Cuando todo esto haya acabado-se prometió Alex en silencio-, iremos a la selva tropical, o a las pirámides, o a una playa con la arena blanca como la cal. Comeremos uva arrancada de la parra, nadaremos en compañía de tortugas de mar, caminaremos kilómetros sobre calles adoquinadas. Reiremos y hablaremos y nos haremos confidencias. Lo haremos».

Al mismo tiempo, una voz en el interior de su cabeza aplazaba la visita al paraíso. «Después-le decía-. Porque antes en la sala de tu tribunal tendrá que celebrarse el juicio».

Era verdad: un caso como aquél pasaría por procedimiento de urgencia a encabezar la lista de casos. Alex era la jueza del Tribunal Superior del condado de Grafton, y seguiría siéndolo durante los próximos ocho meses. Aunque Josie hubiera estado presente en la escena del crimen, técnicamente no era una víctima del asaltante. Si Josie hubiera resultado herida, a Alex la habrían apartado del caso de forma automática. Pero tal como habían sucedido las cosas, no había conflicto legal en la designación de Alex como jueza del caso, siempre que pudiera separar sus sentimientos personales como madre de una de las alumnas del instituto de sus decisiones profesionales como delegada de la justicia. Sería su primer gran juicio como jueza del Tribunal Superior, que marcaría la pauta del resto de su ejercicio en el estrado.

Aunque no pensaba precisamente en todo eso en aquellos momentos.

Josie se movió de pronto. Alex observó cómo la conciencia volvía a ella poco a poco, hasta alcanzar un nivel lo bastante elevado como para que Josie se despertase.

– ¿Dónde estoy?

Alex le pasó a su hija los dedos por el pelo, como si la peinara.

– En el hospital.

– ¿Por qué?

Su mano se quedó rígida.

– ¿No recuerdas nada de lo que ha pasado hoy?

– Matt vino a buscarme antes de clase-dijo Josie, y entonces se incorporó con brusquedad-. ¿Hemos tenido un accidente de coche?

Alex dudaba, sin saber muy bien qué debía decirle. ¿No sería mejor que Josie no supiera la verdad, por el momento? ¿Y si era el modo en que su mente la estaba protegiendo de lo que fuera que hubiera podido presenciar?

– Estás bien-dijo Alex con cautela-. No estás herida.

Josie se volvió hacia ella, aliviada.

– ¿Y Matt?

Lewis había ido a buscar a un abogado. Lacy se agarraba a aquello como a un clavo ardiendo, mientras se mecía hacia delante y hacia atrás, sentada en la cama de Peter, y esperaba que su marido volviera a casa.

– Todo va a salir bien-le había dicho Lewis, aunque ella no entendía cómo podía hacer una afirmación tan engañosa-. Está claro que se trata de un error-había añadido.

Pero él no había estado en el instituto. No había visto las caras de los alumnos, unos niños que ya nunca volverían a serlo.

Por un lado, Lacy deseaba creer a Lewis con desesperación, pensar que de una u otra forma aquella cosa rota podía arreglarse. Pero por otra parte se acordaba de cuando despertaba a Peter a las cuatro de la mañana para salir a cazar patos, ocultos en un apostadero. Lewis había enseñado a su hijo a cazar, sin imaginar jamás que Peter pudiese ir a buscar otro tipo de presa. Para Lacy la caza era tanto un deporte como una reivindicación de la evolución. Sabía preparar un excelente estofado de carne de venado y ganso con salsa teriyaki, y disfrutar de cualquier comida que Lewis pudiera aportar a la mesa. Pero en aquellos momentos pensó: «Es culpa suya», porque así no podía ser de ella.

¿Cómo era posible cambiarle la ropa de la cama a un chico todas las semanas y prepararle el desayuno y llevarle al ortodoncista y no conocerlo en absoluto? Siempre había considerado las respuestas monosilábicas de Peter como algo propio de la edad, dando por sentado que cualquier otra madre hubiera pensado lo mismo. Lacy escudriñaba en sus recuerdos en busca de una señal de alarma, una conversación que no hubiera sabido interpretar, algo que se le hubiese pasado por alto, pero lo único que era capaz de recordar eran miles de momentos corrientes.

Miles de momentos corrientes que algunas madres ya no podrían volver a pasar con sus hijos.

Se le saltaron las lágrimas, que se secó con el dorso de la mano. «No pienses en ellas-se regañó en silencio-. Lo que tienes que hacer ahora mismo es preocuparte de ti misma».

¿Habría pensado Peter eso mismo?

Lacy tragó saliva y se paseó por la habitación de su hijo. Estaba a oscuras, con la cama hecha, tal como la había dejado Lacy por la mañana. Se fijó en el póster de un grupo llamado Death Wish colgado de la pared y se preguntó que vería en ellos un chico. Abrió el armario y vio las botellas vacías y la cinta aislante y todo lo demás que se le había pasado por alto la primera vez.

Lacy se quedó parada de pronto. Aquello tenía que arreglarlo por sí misma. Tenía que arreglarlo por ambos. Bajó corriendo a la cocina y cogió tres grandes bolsas negras de basura, para volver acto seguido a la habitación de Peter. Se ocupó del armario, sacando paquetes de cordones para los zapatos, azúcar, nitrato potásico y, Dios mío, ¿de dónde habría sacado aquellos tubos?, en la primera bolsa. No tenía ningún plan acerca de lo que iba a hacer con todo eso, pero de lo que estaba segura era de que iba a sacarlo de casa.

Cuando sonó el timbre de la puerta, Lacy suspiró aliviada pensando que era Lewis. Aunque si lo hubiera pensado con más calma, le habría extrañado que Lewis llamara a la puerta en lugar de entrar con la llave. Abandonó la operación de limpieza y fue abajo a abrir, para encontrarse con un policía con una pequeña carpeta azul.

– ¿La señora Houghton?-dijo el agente.

¿Qué querrían ahora? Ya tenían a su hijo.

– Traemos una orden de registro.-Le mostró el documento oficial y pasó junto a ella sin esperar su permiso, seguido por otros cinco policías-. Jackson y Walhorne, vayan al piso de arriba, a la habitación del chico. Rodríguez, al sótano. Tewes y Gilchrist, empiecen por la primera planta, y a todos, asegúrense de no dejarse los contestadores automáticos y el material informático…-Entonces reparó en que Lacy seguía aún allí, apocada-. Señora Houghton, es necesario que salga usted de la casa.

El policía la escoltó mientras la acompañaba a la puerta de entrada de su propia casa. Anonadada, Lacy le siguió. ¿Qué pensarían cuando entraran en la habitación de Peter y encontraran la bolsa de basura? ¿Culparían a Peter? ¿O a Lacy, por habérselo permitido?

¿La culpaban ya?

Una ráfaga de aire frío le dio a Lacy en el rostro al abrirse la puerta principal.

– ¿Cuánto tiempo?

El agente se encogió de hombros.

– Hasta que hayamos terminado-dijo, y dejó que saliera a la fría calle.

Jordan McAfee ejercía como abogado desde hacía casi veinte años y, hasta aquellos instantes, creía sinceramente haberlo visto y oído todo. Él y su esposa Selena estaban de pie ante el televisor mirando la cobertura de la CNN del asalto con disparos al Instituto Sterling.

– Es como en Columbine-dijo Selena-. Pero en nuestrapropiacasa.

– Sólo que esta vez-murmuró Jordan-, ha quedado vivo el autor de la matanza.

Bajó la mirada hacia el bebé que su esposa sostenía en brazos, una mezcla de piel color café y ojos azules producto de la unión de sus genes de WASP [3]con las interminables extremidades y la piel de ébano de Selena; al mirarlo, tomó el control remoto y bajó el volumen, no fuera a ser que su hijo estuviera asimilando algo de todo aquello en su subconsciente.

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