Jodi Picoult - Diecinueve minutos

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Peter Houghton es un estudiante de 17 años en Sterling, New Hampshire, que lleva tiempo sufriendo los abusos verbales y físicos de sus compañeros de clase. Su única amiga, Josie Cormier, ha sucumbido a la presión del grupo y ahora pertenece a la élite popular que habitualmente lo acosa. Un último incidente lleva a Peter al límite y lo empuja a cometer un acto de violencia que cambiará para siempre la vida de los habitantes de Sterling. Incluso aquellos que no se encontraban en la escuela aquella mañana vieron sus vidas supendidas, incluyendo a Alex Cormier.

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Respiró profundamente.

– De acuerdo-dijo-, dime qué es lo que vas a decir.

Diana Leven no tenía ninguna pregunta para Lacy Houghton, lo cual-Jordan lo sabía-era más bien una bendición. Además del hecho de que no había nada que la fiscal pudiera preguntarle que no hubiera sido cubierto por el padre de Maddie Shaw. Él no sabía cuánta tensión más podría resistir Lacy sin que su declaración se volviera incomprensible. Mientras era escoltada para salir del tribunal, el juez levantó la vista de su dossier.

– ¿Su próximo testigo, señor McAfee?

Jordan inspiró profundamente.

– La defensa llama a a declarar a Peter Houghton.

Detrás de él, se produjo una oleada de actividad. Susurros, los periodistas sacando lápices nuevos de sus bolsillos y pasando las páginas de sus libretas. Rumor de voces, las familias de las víctimas mirando fijamente cómo Peter subía al estrado. Podía ver a Selena en uno de los laterales; con los ojos muy abiertos ante aquel inesperado giro.

Peter tomó asiento como Jordan le había dicho que lo hiciera.

«Buen chico», pensó.

– ¿Eres Peter Houghton?

– Sí-contestó Peter, pero no estaba lo suficientemente cerca del micrófono como para que se le oyera. Se inclinó hacia adelante y repitió la palabra.

»Sí-dijo, y esta vez, salió un pitido del sistema de megafonía por los altavoces del tribunal.

– ¿En qué curso estás, Peter?

– Era estudiante de último año cuando fui arrestado.

– ¿Cuántos años tienes ahora?

– Dieciocho.

Jordan caminó hacia el cubículo del jurado.

– Peter, ¿eres tú la persona que fue al Instituto Sterling en la mañana del seis de marzo del dos mil siete y disparó a diez personas matándolas?

– Sí.

– ¿Y heriste a otras diecinueve?

– Sí.

– ¿Y el que causaste daño a incontables personas más y a una gran cantidad de bienes materiales?

– Así es-respondió Peter.

– No niegas nada de eso hoy, ¿o sí?

– No.

– ¿Puedes decirle al jurado-preguntó Jordan-por qué lo hiciste?

Peter lo miró a los ojos.

– Ellos lo empezaron.

– ¿Quiénes?

– Los matones. Los atletas. Los que me llamaron freak toda mi vida.

– ¿Recuerdas sus nombres?

– Es que hay muchos-contestó Peter.

– ¿Puedes decirnos por qué sentiste que tenías que recurrir a la violencia?

Jordan le había dicho a Peter que, pasara lo que pasase, no podía enojarse. Que tenía que permanecer tranquilo y sereno mientras hablara o su testimonio podría volverse contra él; incluso más de lo que Jordan ya esperaba que se volviese.

– Intenté hacer lo que mi madre quería que hiciera-explicó Peter-, intenté ser como ellos, pero no funcionó.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Intenté jugar a fútbol, pero nunca me sacaban al campo. Una vez, ayudé a unos chicos a gastarle una broma a una profesora, llevando su coche desde el estacionamiento hasta el gimnasio…a mí me sancionaron, pero a los otros chicos no, porque estaban en el equipo de baloncesto y tenían un partido el sábado.

– Pero, Peter-dijo Jordan-, ¿por qué hiciste lo que hiciste?

Peter se humedeció los labios.

– No se suponía que fuera a terminar de ese modo.

– ¿Habías planeado asesinar a todas esas personas?

Lo habían ensayado en la celda. Lo único que Peter tenía que decir era lo que había dicho allí, cuando Jordan le adoctrinaba. «No. No lo había planeado».

Peter bajó la vista hacia sus manos.

– Cuando lo hice en el juego-contestó tranquilamente-, yo ganaba.

Jordan se quedó de piedra. Peter se había salido del guión y ahora Jordan no podía encontrar su línea. Sólo sabía que iban a bajar el telón antes de que él terminara. Confundido, repitió la respuesta de Peter en su mente: no era del todo mala. Hacía que sonara deprimido, como un solitario.

«Puedes salvar esto», pensó Jordan para sí.

Caminó hasta Peter intentando desesperadamente comunicarle que necesitaba que se concentrara en él; necesitaba que Peter jugara de su parte. Necesitaba mostrarle al jurado que aquel chico había querido declarar frente a ellos con el propósito de demostrar arrepentimiento.

– ¿Entiendes ahora que no hubo ningún ganador ese día, Peter?

Jordan vio que algo brillaba en los ojos de Peter. Una llama minúscula, una que se reavivaba: optimismo. Jordan había hecho su trabajo demasiado bien: después de cinco meses de decirle a Peter que podía conseguir que lo absolvieran; de que tenía una estrategia; de que sabía lo que estaba haciendo…Peter, maldita sea, había elegido ese momento para creer finalmente en él.

– El juego no ha terminado todavía, ¿verdad?-respondió Peter y le sonrió a Jordan con confianza.

Mientras dos de los miembros del jurado se inquietaban, Jordan luchó por no perder la compostura. Caminó de vuelta hasta la mesa de la defensa, maldiciendo por lo bajo. Aquélla había sido siempre la perdición de Peter, ¿no era así? No tenía ni idea de cómo se lo veía o se lo escuchaba desde la perspectiva de un observador ordinario, desde la mente de una persona que no supiera que Peter no estaba intentando sonar como un asesino homicida sino, más bien, como alguien que intentaba compartir una broma privada con uno de sus únicos amigos.

– Señor McAfee-dijo el juez-, ¿tiene más preguntas?

Tenía mil: «¿Cómo has podido hacerme esto? ¿Cómo has podido hacerte esto a ti mismo? ¿Cómo hago que este jurado entienda que no has querido decirlo como ha sonado?». Sacudió la cabeza, perplejo, ante el desmoronamiento de su plan de acción, y el juez tomó eso como una respuesta.

– ¿Señora Leven?-dijo.

Jordan levantó la cabeza de golpe. «Un momento-quería decir-. Espere, todavía estoy pensando». Contuvo la respiración. Si Diana le preguntaba algo a Peter-incluso si sólo le preguntaba cuál era su segundo nombre-, luego tendría una oportunidad de recuperar el rumbo. Y, seguramente, entonces podría darle al jurado una impresión diferente de Peter.

Diana revolvió las notas que había ido tomando y luego las puso boca abajo en la mesa.

– El Estado no tiene preguntas, Su Señoría-dijo.

El juez Wagner llamó a un alguacil.

– Lleve al señor Houghton de vuelta a su asiento. Se levanta la sesión durante el fin de semana.

Tan pronto como el jurado se retiró, la sala entró en erupción con un rugido de preguntas. Los periodistas nadaron entre la marea de espectadores hacia la barra divisoria, con la esperanza de acorralar a Jordan para conseguir una declaración. Él tomó su maletín y apresuró el paso hacia la puerta trasera, la misma por la que los alguaciles se estaban llevando a Peter.

– Un momento-dijo. Se acercó a los hombres, que permanecieron quietos, con Peter, esposado, entre ellos-. Tengo que hablar con mi cliente acerca del lunes.

Los alguaciles se miraron entre sí y luego a Jordan.

– Dos minutos-contestó uno de ellos, pero no se alejaron ni un paso.

Si Jordan quería hablar con Peter, ésas eran las condiciones en que podría hacerlo.

La cara de Peter se sonrojó, con una sonrisa radiante.

– ¿Lo he hecho bien?

Jordan dudó, intentando encontrar las palabras.

– ¿Has dicho lo que querías decir?

– Sí.

– Entonces lo has hecho bien-le contestó Jordan.

Permaneció en el vestíbulo y observó a los alguaciles llevarse a Peter. Justo antes de que volviera la esquina, Peter levantó sus manos unidas y lo saludó. Jordan asintió con la cabeza, con las manos en los bolsillos.

Se escabulló de la cárcel por una puerta trasera y pasó junto a tres furgonetas de los medios de comunicación, con antenas parabólicas encima, como enormes pájaros blancos. A través de las ventanillas traseras de cada furgoneta, Jordan podía ver a los productores editando el vídeo para las noticias de la noche. Su rostro aparecía en cada uno de los monitores.

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