– Peter le dijo que había sido humillado en la cafetería-dijo ella-. ¿Mencionó algún otro lugar específico?
– El patio. El autobús escolar. El baño de los chicos y el vestuario.
– Cuando Peter comenzó el tiroteo en el Instituto Sterling, ¿fue a la oficina del director?
– No que yo sepa.
– ¿Y a la biblioteca?
– No.
– ¿A la sala de profesores?
El doctor Wah sacudió la cabeza.
– No.
– ¿El aula de arte?
– No creo.
– De hecho, Peter fue de la cafetería, a los baños, al gimnasio y al vestuario. Fue metódicamente de un sitio donde había sido intimidado al siguiente, ¿verdad?
– Así parece.
– Usted ha dicho que reaccionaba al movimiento, doctor-dijo Diana-. Pero ¿no llamaría usted a eso un plan?
Cuando Peter volvió a la prisión esa noche, el funcionario de prisiones que lo acompañó a su celda le extendió una carta.
– Te has perdido el reparto de correo-le dijo, y Peter se quedó sin habla, tan poco acostumbrado estaba a tales dosis de amabilidad.
Se sentó en la litera de abajo, con la espalda apoyada en la pared, y contempló el sobre. Estaba un poco nervioso respecto al correo desde que Jordan le armara la bulla por hablar con aquella periodista. Pero ese sobre no estaba escrito a máquina como el otro. Aquella carta estaba escrita a mano, con pequeños círculos flotando sobre las ies como nubes.
Lo abrió y sacó la carta de dentro. Olía a naranjas.
Querido Peter:
Tú no me conoces, pero yo era la número 9. Así fue como dejé la escuela, con un gran número mágico escrito con rotulador en mi frente. Tú intentaste matarme.
No estoy en el juicio, así que no intentes encontrarme entre la multitud. No podía soportar seguir viviendo en esa ciudad, así que mis padres se mudaron hace un mes. Comienzo las clases dentro de una semana aquí, en Minnesota, y ya hay gente que ha oído hablar de mí. Sólo me conocen como una de las víctimas del Instituto Sterling. No tengo intereses, no tengo personalidad, no tengo historia, excepto la que tú me has dado.
Tengo un promedio de 4 pero las notas ya no me importan. Qué sentido tienen. Solía tener sueños, pero ahora no sé si iré a la universidad, porque ya no puedo dormir por las noches. Tampoco puedo soportar que la gente se me acerque silenciosamente por detrás, ni las puertas golpeando, ni los fuegos artificiales. He estado haciendo terapia un tiempo lo suficientemente largo como para decirte una cosa: nunca más volveré a poner un pie en Sterling.
Tú me disparaste en la espalda. Los médicos dicen que tuve suerte; si hubiera estornudado o me hubiera vuelto para mirarte, ahora estaría en una silla de ruedas. En cambio, sólo tengo que preocuparme por la gente que me mira fijamente cuando me olvido y me pongo una camiseta sin mangas; cualquiera puede ver las cicatrices de la bala y de los tubos del pecho, y los puntos. No me importa; antes me miraban por los granos que tenía en la cara; ahora tienen otro centro de atención.
He pensado mucho en ti. Creo que deberías ir a la cárcel. Es justo, y lo mío no lo es, y hay una especie de equilibrio en eso.
Yo estaba en tu clase de francés, ¿lo sabías? Me sentaba en la fila de la ventana, la segunda empezando por atrás. Siempre me pareciste misterioso y me gustaba tu sonrisa.
Me hubiera gustado ser tu amiga.
Sinceramente,
ANGELA PHLUG
Peter dobló la carta y la deslizó dentro de la funda de su almohada. Diez minutos después, volvió a sacarla. Se pasó leyéndola toda la noche, una y otra vez, hasta que salió el sol; hasta que no necesitó ver las palabras para recitarla de memoria.
Lacy se había vestido para su hijo. Aunque hacía casi treinta grados, llevaba puesto un pulóver que había rescatado de una caja que había en el desván, uno rosa de angorina que a Peter le gustaba acariciar como a un gatito cuando era pequeñito. Alrededor de la muñeca llevaba una pulsera que Peter le había hecho en cuarto grado, enrollando minúsculos pedacitos de revistas para hacer cuentas de colores. Se había puesto una falda estampada en gris de la que Peter se había reído una vez diciendo que se parecía a una placa base de computadora. Su cabello estaba pulcramente trenzado, porque recordaba que así era como lo llevaba la última vez que le dio a Peter un beso de buenas noches.
Se hizo una promesa a sí misma. Sin importar cuán duro fuera, sin importar cuánto tuviera que llorar a lo largo de su declaración, no dejaría de mirar a Peter. Él sería, lo había decidido, como las imágenes de blancas playas que las madres parturientas necesitaban mirar a veces como un punto de foco. Su rostro la obligaría a concentrarse, aunque su pulso estuviera alterado y su corazón desbocado; y, al mismo tiempo, le demostraría a Peter que todavía había alguien mirándole firmemente.
Cuando Jordan McAfee la llamó al estrado, ocurrió una cosa muy extraña. Entró con el alguacil, pero, en lugar de dirigirse hacia el pequeño banco en el que se sentaban los testigos, su cuerpo se movió por sí mismo en la otra dirección. Diana Leven sabía adónde se dirigía antes de que Lacy misma lo supiera. Se puso de pie para protestar, pero entonces decidió no hacerlo. Lacy caminaba de prisa; con los brazos caídos a los lados, hasta llegar frente a la mesa de la defensa. Se agachó al lado de Peter, de modo que su rostro era lo único que podía ver en su rango de visión. Luego levantó la mano izquierda y le tocó la cara.
Su piel todavía era tan suave como la de un niño, tibia al tacto. Cuando ahuecó la mano para abarcar su mejilla, las pestañas de él le rozaron el pulgar. Había visitado a su hijo semanalmente en la cárcel, pero siempre con una línea divisoria entre ellos. Aquello-el tacto de él bajo sus manos, vital y real-era el tipo de regalo que tienes que sacar de la caja de vez en cuando, sostenerlo alto y mirarlo maravillada, para no olvidar que todavía lo posees. Lacy recordó el momento en que le pusieron por primera vez a Peter en los brazos, todavía manchado de vérnix y sangre, su boca roja abierta con el grito del recién nacido, sus brazos y piernas despatarrados en aquel espacio repentinamente infinito. Inclinándose hacia adelante, hizo en esos momentos lo mismo que había hecho la primera vez que vio a su hijo: cerró los ojos, elevó una plegaria y lo besó en la frente.
El alguacil le tocó el hombro.
– Señora-le dijo.
Lacy apartó su mano con un movimiento del hombro y se puso de pie. Caminó hacia el estrado, levantó el pestillo de la portezuela y entró.
Jordan McAfee se acercó a ella, sosteniendo una caja de pañuelos de papel. Dio la espala al jurado para que no pudieran ver que hablaba.
– ¿Está bien?-susurró. Lacy asintió con la cabeza, miró de frente a Peter y le ofreció una sonrisa como un sacrificio.
– ¿Puede decir su nombre para el registro?-preguntó Jordan.
– Lacy Houghton.
– ¿Dónde vive?
– En el mil seiscientos dieciséis de la calle Goldenrod Lane, Sterling, New Hampshire.
– ¿Quién vive con usted?
– Mi marido Lewis-contestó Lacy-y mi hijo, Peter.
– ¿Tiene usted algún otro hijo, señora Houghton?
– Tenía un hijo, Joseph, pero fue muerto por un conductor ebrio hace dos años.
– ¿Puede decirnos-prosiguió Jordan McAfee-cuándo fue consciente por primera vez de que algo había pasado en el Instituto Sterling el seis de marzo?
– Estaba de guardia y había dormido en el hospital. Soy partera. Al acabar de asistir un parto esa mañana, fui a la sala de neonatología y allí todos estaban reunidos alrededor de la radio. Había habido una explosión en el instituto.
– ¿Qué hizo cuando lo escuchó?
– Le dije a alguien que me sustituyera y conduje hasta la escuela. Necesitaba asegurarme de que Peter estaba bien.
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