Jodi Picoult - Diecinueve minutos

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Peter Houghton es un estudiante de 17 años en Sterling, New Hampshire, que lleva tiempo sufriendo los abusos verbales y físicos de sus compañeros de clase. Su única amiga, Josie Cormier, ha sucumbido a la presión del grupo y ahora pertenece a la élite popular que habitualmente lo acosa. Un último incidente lleva a Peter al límite y lo empuja a cometer un acto de violencia que cambiará para siempre la vida de los habitantes de Sterling. Incluso aquellos que no se encontraban en la escuela aquella mañana vieron sus vidas supendidas, incluyendo a Alex Cormier.

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– En su opinión, ¿cuándo termina ese estado disociativo de Peter?-preguntó Jordan.

– Cuando Peter estaba en custodia y hablando con el detective Ducharme. Ahí es cuando comienza a reaccionar con normalidad, dado el horror de la situación. Empieza a llorar y quiere ver a su madre, lo que indica tanto reconocimiento de su entorno como una respuesta apropiada para un niño.

Jordan se apoyó contra la baranda del jurado.

– Ha habido testimonios en este caso, doctor, que demuestran que Peter no era el único chico al que intimidaban. ¿Por qué, entonces, él reacciona de este modo a eso?

– Bueno, como decía, personas diferentes tienen diferentes respuestas al estrés. En el caso de Peter, he visto extrema vulnerabilidad emocional, lo cual, de hecho, era el motivo por el que se burlaban de él. Peter no se regía por los códigos del resto de los muchachos. No era un gran atleta. No era rudo. Era sensible. Y la diferencia no siempre es respetada, particularmente cuando eres un adolescente. En la adolescencia se trata de encajar, no de destacarse.

– ¿Cómo un chico emocionalmente vulnerable acaba un día llevando cuatro armas a la escuela y disparando a veintinueve personas?

– Una parte es debida al síndrome de estrés postraumático, la respuesta de Peter a la victimización crónica. Pero otra gran parte corresponde a la sociedad que ha creado tanto a Peter como a los matones. La respuesta de Peter viene impuesta por el mundo en que vive. Ve videojuegos violentos de venta en las tiendas; escucha música que glorifica el asesinato y la violación. Observa cómo sus torturadores lo encierran, lo golpean, lo empujan, lo menosprecian. Vive en un Estado, señor McAfee, en el que la matrícula de los coches pone «Vive libre o muere»-King sacudió la cabeza-. Lo único que Peter hizo una mañana fue convertirse en la persona que todo el tiempo se había esperado que fuera.

Nadie lo sabía, pero Josie había roto una vez con Matt Royston.

Llevaban saliendo casi un año cuando Matt fue a buscarla un sábado por la noche. Un tipo de clase alta del equipo de fútbol-alguien a quien Brady conocía-daba una fiesta en su casa.

– ¿Te apetece ir?-había preguntado Matt, aunque ya estaba conduciendo cuando se lo preguntó.

Cuando llegaron, la casa latía como un carnaval, había coches estacionados en el cordón de la acera y en el césped. Por las ventanas de arriba, Josie podía ver a gente bailando. Mientras caminaban por el sendero hacia la casa, vieron a una chica vomitando en los arbustos.

Matt no le soltaba la mano. Se mezclaron con la gente que llenaba el espacio de una pared a otra, encaminándose hacia la cocina, donde habían colocado el barril de cerveza, y luego regresaron al comedor, donde la mesa había sido retirada a un lado para que la pista de baile fuera más grande. Los chicos que había allí no sólo eran del Instituto Sterling, sino que también los había de otras ciudades. Algunos tenían los ojos enrojecidos, las miradas desencajadas por haber fumado hachís. Chicos y chicas se husmeaban mutuamente, dando vueltas y buscando sexo.

Ella no conocía a nadie, pero eso no importaba, porque estaba con Matt. Se apretaron más, en el calor de muchos otros cuerpos. Matt deslizó su pierna entre las de ella mientras la música latía como sangre y ella levantó los brazos para encajarse contra él.

Todo había empezado a ir mal cuando ella tuvo que ir al baño. Primero, Matt había querido acompañarla; le dijo que no era seguro para ella andar sola. Josie finalmente lo había convencido de que no tardaría más de treinta segundos, pero en cuanto se alejó de él, un chico alto, con una camiseta de Green Day y un pendiente de aro se volvió demasiado rápidamente y derramó su cerveza sobre ella.

– Oh, mierda-dijo él.

– No pasa nada-contestó Josie. Tenía un pañuelo de papel en el bolsillo, lo sacó y empezó a secarse la blusa.

– Permíteme-dijo el chico y le agarró el pañuelo. Ambos se dieron cuenta al mismo tiempo de cuán ridículo era intentar absorber todo aquel líquido con un simple cuadradito de papel. Él comenzó a reírse y luego lo hizo ella; la mano de él estaba ligeramente apoyada en el hombro de Josie cuando Matt apareció y golpeó al chico en la cara.

– ¿Qué estás haciendo?-había gritado Josie.

El chico estaba inconsciente en el suelo y la gente estaba intentando quitarse de en medio pero manteniéndose en cambio lo suficientemente cerca como para ver la pelea. Matt agarró a Josie de la muñeca con tanta fuerza que ella pensó que iba a rompérsela. La arrastró fuera de la casa y la metió en el coche, donde luego se sentó en un silencio glacial.

– Él sólo intentaba ayudarme-dijo Josie.

Matt metió la marcha atrás y aceleró el coche.

– ¿Te quieres quedar? ¿Quieres ser una perra?

Empezó a conducir como un lunático, saltándose los semáforos en rojo, girando sobre dos ruedas las esquinas, doblando la velocidad permitida. Ella le dijo tres veces que fuera más despacio y después sólo cerró los ojos y esperó que terminara pronto.

Cuando Matt hizo rechinar las ruedas para parar frente a la casa de ella, Josie se volvió hacia él, inusualmente tranquila.

– No quiero salir más contigo-le dijo, y bajó del coche.

La voz de él la siguió hasta la puerta de entrada.

– De acuerdo. ¿Por qué querría salir con una maldita perra, de todos modos?

Ella se las había ingeniado para evitar a su madre, fingiendo un dolor de cabeza. En el cuarto de baño, se miró fijamente en el espejo, intentando hacerse una idea de quién era aquella chica a la que, repentinamente, le había nacido una gran fuerza interior, y por qué tenía tantas ganas de llorar. Estuvo tumbada en la cama durante una hora, con las lágrimas cayéndole por la comisura de los ojos, preguntándose por qué-si era ella la que lo había dejado-se sentía tan desgraciada.

Cuando sonó el teléfono, pasadas las tres de la mañana, Josie lo tomó y volvió a colgar, para que cuando su madre lo tomara pensara que había sido un número equivocado. Aguantó la respiración durante unos segundos, y después levantó el receptor y marcó: *69. Sabía, incluso antes de ver la serie de números que le era tan familiar, que era Matt.

– Josie-dijo él cuando ella le devolvió la llamada-, ¿estabas mintiendo?

– ¿Acerca de qué?

– De que me querías.

Ella apretó la cara contra la almohada.

– No-susurró.

– No puedo vivir sin ti-le dijo Matt, y entonces oyó algo que sonaba como si alguien sacudiera un frasco de pastillas.

Josie se quedó de piedra.

– ¿Qué estás haciendo?

– ¿Qué te importa?

Su mente comenzó a correr a toda velocidad. Tenía permiso de conducir, pero no podía sacar el coche ella sola, y tampoco después de que oscureciera. Vivía demasiado lejos de Matt como para correr hasta allí.

– No te muevas-dijo ella-. Simplemente…no hagas nada.

Abajo, en el garaje, encontró una bicicleta que no había montado desde que iba a la escuela, y pedaleó los seis kilómetros y medio que había hasta la casa de Matt. Cuando llegó, estaba lloviendo; su cabello y su ropa estaban adheridos a su piel. En el dormitorio de Matt, en el primer piso, la luz todavía estaba encendida. Josie echó unas piedrecitas a su ventana y él abrió para que ella pudiera trepar y entrar.

En el escritorio de él había un frasco de Tylenol y una botella, abierta, de whisky. Josie le miró a la cara.

– Has…

Pero Matt la rodeó con sus brazos. Olía a alcohol.

– Me has dicho que no…que no quieres seguir viéndome.-Luego se alejó de ella-. ¿Harías algo por mí?

– Cualquier cosa-prometió ella.

Matt la había agarrado otra vez entre sus brazos.

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