Cuando se encontró con Josie Cormier, no supo exactamente cómo reaccionar. Se habían pasado el día jugando al ahorcado; la ironía de lo cual, dado el destino de su hijo, a Lacy no se le había pasado por alto. Conocía a Josie desde que nació; cuando era una niña pequeña y compañera de juegos de Peter. A causa de eso, hubo un momento en que había llegado a odiar a Josie de una manera visceral, cosa que no parecía haberle pasado a Peter; por ser lo suficientemente cruel como para dejar a su hijo atrás. Quizá Josie no hubiera sido responsable del tormento que Peter había sufrido en la escuela y en el instituto, pero tampoco había intervenido y, para Lacy, eso la hacía igualmente responsable.
Sin embargo, Josie Cormier había crecido y se había convertido en una joven despampanante, que permanecía en silencio y pensativa y que no se parecía en nada a esas chicas materialistas y vacuas, asiduas del centro comercial de New Hampshire, o que componían la élite social del Instituto Sterling; chicas que Lacy siempre había comparado mentalmente con las arañas viuda negra, a la constante búsqueda de algo que pudieran destruir. A Lacy la había sorprendido-por lo que sabía, Josie y su novio habían sido la pareja número uno del Instituto Sterling-que Josie la hubiera acribillado a preguntas sobre Peter: ¿Estaba nervioso por el juicio? ¿Era duro estar en la cárcel? ¿Le molestaban allí dentro?
– Deberías enviarle una carta-le había sugerido Lacy-, estoy segura de que le gustaría saber de ti.
Pero Josie había desviado la mirada, y entonces fue cuando Lacy se dio cuenta de que Josie en realidad no estaba interesada en Peter; sólo había intentado ser amable con Lacy.
Cuando la sesión finalizó por ese día, a los testigos se les dijo que podían irse a casa, con la condición de que no miraran las noticias ni leyeran los periódicos ni hablaran del caso. Lacy pidió permiso para ir al baño mientras esperaba a Lewis, que debía de estar luchando con la aglomeración de periodistas que seguramente ocupaban el vestíbulo del tribunal. Acababa de salir del retrete y estaba lavándose las manos, cuando entró Alex Cormier.
El alboroto del pasillo entró con ella, pero se cortó abruptamente cuando cerró la puerta. Sus ojos se encontraron en el largo espejo sobre la hilera de lavamanos.
– Lacy-murmuró Alex.
Lacy se enderezó y agarró una toalla de papel para secarse las manos. No sabía qué decirle a Alex Cormier. En ese momento, tampoco podía imaginar que ella tuviera algo que decirle.
Había una planta en la consulta de maternidad de Lacy que había ido muriéndose paulatinamente. Sin embargo, antes de marchitarse del todo, la mitad de los brotes se habían esforzado por desafiar su destino. Lacy y Alex eran como esa planta: Alex se había marchado con un rumbo diferente mientras que Lacy, bueno, Lacy no. Ella se había decaído, había marchitado, había sucumbido bajo el peso de sus buenas intenciones.
– Lo siento-dijo Alex-. Siento que tengas que pasar por esto.
– Yo también lo siento-respondió Lacy.
Parecía que Alex fuera a decir algo más, pero no lo hizo, y a Lacy se le había agotado la conversación. Fue a salir del baño para encontrarse con Lewis, pero entonces Alex la llamó:
– Lacy-dijo-. Yo recuerdo.
Lacy se volvió para mirarla de frente.
– A él solía gustarle la mantequilla de cacahuete en la mitad de arriba del pan y el dulce de malvavisco en la parte de abajo.-Alex sonrió un poco-. Y tenía las pestañas más largas que yo haya visto nunca en un niño pequeño. Podía encontrar cualquier cosa que se cayera, un pendiente, una lentilla, una aguja, antes de que se perdiera para siempre.-Dio un paso hacia Lacy-. Las cosas aún existen mientras haya alguien que las recuerda, ¿verdad?
Lacy miró fijamente a Alex a través de las lágrimas.
– Gracias-susurró, y salió antes de venirse abajo completamente frente a una mujer, una extraña en realidad, que podía hacer lo que Lacy no podía: agarrarse al pasado como si fuera algo que atesorar, en lugar de rastrillarlo para encontrar indicios de fracaso.
– Josie-dijo su madre, mientras conducía de regreso a casa-, hoy en el tribunal han leído un correo electrónico. Uno que Peter te había escrito a ti.
Josie la miró, angustiada. Debería haber caído en la cuenta de que eso saldría en el juicio; ¿cómo podía haber sido tan estúpida?
– No sabía que Courtney Ignatio lo había mandado. Ni siquiera lo vi hasta después de que lo vieron todos.
– Debió de ser algo humillante-dijo Alex.
– Desde luego. Toda la escuela se enteró de que Peter estaba enamorado de mí.
Su madre le echó un vistazo de reojo.
– Quería decir para Peter.
Josie pensó en Lacy Houghton. Habían pasado diez años, pero Josie todavía se sorprendía de lo delgada que estaba; cuán gris tenía casi todo el cabello. Se preguntaba si el dolor podía hacer que el tiempo se acelerase, como un desperfecto en el reloj. Era increíblemente deprimente, ya que Josie recordaba a la madre de Peter como una persona que nunca usaba reloj de pulsera, alguien a quien no le importaba el desastre si el resultado valía la pena. Cuando Josie era pequeña y jugaba en casa de Peter, Lacy les hacía galletas de lo que fuera que tuviera en su alacena: harina de avena, germen de trigo, ositos de gominola y dulce de malvavisco; harina de algarroba, maicena y arroz inflado. Una vez, vertió un montón de arena en el sótano para que ellos pudieran hacer castillos durante el invierno. Les dejaba dibujar en sus emparedados con colorante para comida y leche; así, cada comida era una obra maestra. A Josie le gustaba estar en casa de Peter; era lo que ella siempre había imaginado que se sentía siendo una familia.
Josie miraba por la ventanilla.
– Crees que fue mi culpa, ¿verdad?
– No…
– ¿Eso es lo que los abogados han dicho hoy? ¿Que el tiroteo ocurrió porque a mí no me gustaba Peter…del modo en que yo le gustaba a él?
– No. Los abogados no han dicho eso en absoluto. La mayor parte del tiempo la defensa ha hablado del tormento que sufría Peter. Que no tenía muchos amigos.-Su madre se detuvo en un semáforo en rojo y giró, con la muñeca ligeramente apoyada en el volante-. ¿Por qué dejaste de verte con él, de todos modos?
Ser impopular era una enfermedad contagiosa. Josie podía recordar a Peter en la escuela primaria, modelando el papel de aluminio de su sándwich del almuerzo y haciendo con él un sombrero con antenas, y llevándolo puesto por todo el patio para intentar recibir transmisiones de radio de los extraterrestres. No se daba cuenta de que la gente se reía de él. Nunca se dio cuenta.
Le vino la imagen de él en la cafetería, con los pantalones bajados hasta los tobillos, una estatua que intentaba cubrirse el bajo vientre con la bolsa de la comida. Ella recordaba la voz de Matt: «Los objetos en los espejos son mucho más pequeños de lo que parecen».
Quizá Peter finalmente hubiese entendido lo que la gente pensaba de él.
– No quería que me trataran como a él-dijo Josie, en respuesta a su madre, cuando lo que en realidad quería decir era «No fui lo suficientemente valiente».
Volver a la cárcel era como una capitulación. Tenías que renunciar a los símbolos de humanidad-los zapatos, el traje, la corbata-y agacharte desnudo para que te revisaran, para que uno de los guardias te palpara con un guante de goma. Te daban un traje carcelario, y chancletas demasiado grandes para tu pie; así volvías a ser de nuevo como cualquier otro preso y no podías creer que eras diferente ni mejor.
Peter se recostó en la litera con los brazos apoyados sobre los ojos. El interno de la celda de al lado, un tipo que esperaba juicio por la violación de una mujer de sesenta y seis años, le preguntó cómo le había ido en el tribunal, pero él no le contestó. Ésa era la única libertad que le quedaba y quería mantener en secreto esa verdad: que cuando lo metían de nuevo en su celda, se sentía aliviado de estar de regreso (¿podía decirlo?) en el hogar.
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