Respecto a las mujeres…
Había conocido muchas, de muchas razas, de muchas clases, pero siempre pertenecientes a ese grupo inmenso de las que se venden al mejor postor.
Nunca había poseído para él una significación mayor que la de un instrumento necesario, de vez en cuando, como un sencillo estimulante que el organismo necesitaba. De ahí que jamás se plantease ninguna especie de problema sentimental.
Pero ahora, sintiendo en su mano el contacto de la mano de la enfermera, notaba el nacimiento, en su espíritu, de ideas contradictorias, de sentimientos incomprensibles que le proporcionaban, al mismo tiempo, una confusión mental divertida y una sensación placentera que estaba lejos de parecerle desagradable.
– ¡Estaría bueno que te hubieses enamorado como un colegial! -dijo sonriendo.
Haciendo un esfuerzo, apagó un tanto aquel extraño fuego que se había encendido en su alma, y concentró su atención en el camino que seguía, procurando orientarse para llegar, cuanto antes, al lugar en el que había dejado a sus hombres.
Notó, desde que empezó a andar, que Dunkerque, como casi todas las poblaciones costeras que conocía, se extendía a lo largo del mar, alcanzando una longitud notable.
Se dio cuenta, también, de que el Puesto de Socorro en el que había dejado a Helen estaba situado al lado sur de la población, y que por eso mismo tenía que atravesar la ciudad, ya que el teniente y los muchachos se hallaban en el otro extremo, del lado norte.
Acababa de desembocar en una plaza, siguiendo un camino bordeado de casas destruidas, de montones de escombros, de profundos cráteres, cuando, al penetrar en una calle, vio los cuerpos destrozados de dos hombres que yacían en medio de la calzada.
No fueron exactamente los cuerpos lo que llamó poderosamente su atención. Había algo, alrededor de ellos, que brillaba de manera insólita, al recibir la luz del sol que, justamente, atravesaba en aquel lugar la densa humareda que flotaba sobre Dunkerque.
Se acercó, movido por una curiosidad incontenible.
Luego se detuvo, sorprendido y asombrado al mismo tiempo, mirando, con los ojos muy abiertos, los objetos que proporcionaban aquel brillo y que, desperdigados alrededor de los muertos, daban a la tierra ennegrecida un sorprendente tono dorado.
Se agachó, apoderándose de uno de aquellos objetos.
Era una sortija de oro.
Todo lo demás pertenecía a joyas diversas, valiosas, no sólo porque eran de oro, sino porque muchas de ellas, una gran parte, estaban ornadas con límpidas piedras preciosas.
Había multitud de relojes, y otros objetos, todos ellos de gran valor, esparcidos en un área de casi tres metros desde el centro del cráter que había abierto el proyectil de obús.
Los restos de los dos hombres eran prácticamente inidentificables, pero un detalle, el de las botas, permitió a Richard reconocer a dos soldados franceses.
– Deben ser los salteadores -dijo-. Seguramente los que andábamos buscando, los que asesinaron a la pobre anciana…
Se puso a recoger las joyas, metiéndolas en su macuto, mientras no dejaba de hablar, como si los dos muertos pudieran oírle.
– ¡Pandilla de cerdos! Me hubiese gustado encontrarlos vivos… pero, por lo visto, los nazis me han ahorrado el trabajo de volaros la cabeza… ¡Parece mentira que existan tipos como vosotros! Sois incluso peores que ese desdichado al que he tenido que matar…
»Él, por lo menos, tenía la justificación de su enfermedad… ¡pero vosotros! Todo esto representaba, para las familias a las que robasteis, el esfuerzo de muchos años de trabajo… y estas joyas fueron ofrecidas, sin duda, en momentos llenos de ternura…
»Pero nada de esto os pasó por la cabeza, marranos, cuando os decidisteis a robar… ¡Maldita sea la madre que os parió!
Terminó de recogerlo todo, echando después sobre los restos de los hombres una mirada cargada de desprecio.
– ¡Puercos!
Luego se alejó, apretando el paso, pensando satisfecho que había aprovechado la noche, y que muy pronto, los pocos hombres que quedaban podrían dirigirse definitivamente hacia las playas.
Los hombres
«Finalmente, quedaron ellos. Todavía vagaban por la Tierra las Bestias. Triunfadoras, sabían que su reino empezaba…
Pero ellos seguían viviendo. Estaban asustados, temerosos, como si se percatasen de la horrible máquina que habían puesto en marcha, un mecanismo mortífero que es fácil hacer funcionar; pero que sólo se para cuando Dios lo quiere.
Eran seres pequeños, cargados de miedo, acuciados por mil angustias distintas, atados a una vida breve cuya esencia no podían comprender.
Desdichados, débiles, frágiles, tenían, no obstante, el ardiente deseo de forjar un futuro limpio para sus hijos, para los hijos del mundo entero. A veces, dejándose llevar por una vana ilusión, pronunciaban grandes palabras, emborrachándose con ellas, tan satisfechos de sí mismos como el pintor que, ante el lienzo virgen, ve ya la obra concluida.
Hablaban de Libertad, de Democracia, de Un Mundo Mejor. Como si tales cosas fueran posibles. Sin embargo, se les podía perdonar, en cierto modo, aquella estúpida manera de decir disparates: porque eran hombres.»
La mutilación sufrida por Blow sumió a Kirk, a su llegada al puesto de mando del comandante Norton, en una tristeza sincera.
Mientras se dirigía al despacho del teniente Crammer, donde se encontraba también el teniente Foster, su jefe de sección, Richard juró por lo bajo, caminando al lado de John, a quien se había encontrado en la calle.
– Estaba tan desesperado que quería que lo matásemos… -dijo Wilkie.
– Y no es para menos. ¡Vaya mala suerte! Cuando casi estábamos en la playa.
John torció el gesto.
– Todavía no la he visto con mis ojos, esa puñetera playa. ¡Desde que estamos dirigiéndonos a ella!
– Ahora va de verdad, John. Nada hacemos aquí, ya que he tenido la suerte, como te he contado, de solucionar lo que nos detenía aquí.
– Me hubiese gustado estar contigo cuando descubriste a ese hijo de perra. Y la enfermera… ¿qué tal estaba?
Richard no pudo contener una sonrisa.
– Eres tremendo, John. En cuanto hablan de una mujer, ya estás poniéndote negro.
– No me has dicho si era guapa…
A Kirk no le molestó que el soldado le tutease. Después de todo, habían ocurrido demasiadas cosas en muy poco tiempo para no dejar que los hombres se sintiesen más unidos al único suboficial vivo que quedaba.
Pero lo que le mosqueó fue la insistencia del Tommy.
– Deja en paz a esa muchacha, Wilkie. Y espérame aquí. Voy a hablar con el teniente…
John se encogió de hombros, siguiendo con la mirada a Kirk. Una sonrisa se pintó en sus labios.
«A ése ya le han cazado -se dijo-. Y no le ha sentado mal del todo. ¡Hasta me ha permitido que le llame de tú! ¡Ay! -suspiró luego-. Yo no sé lo que tienen las mujeres para cambiar a un tipo y darle la vuelta como un guante…»
Mientras, después de haberse presentado a los oficiales, Richard les hizo una detallada exposición de su aventura nocturna. Los dos hombres le escucharon, sin interrumpirle una sola vez, en silencio.
Crammer, cuando el suboficial hubo terminado su relato, suspiró:
– ¡Ha hecho usted un magnífico trabajo, sargento!
– Gracias, mi teniente.
– Me habría gustado tenerle aquí, desde el principio. Se necesitaban hombres como usted para esa clase de trabajo que es, digámoslo, un tanto policíaco.
Y volviéndose hacia George, añadió:
– Ya pueden dirigirse a la playa, amigo mío. Voy a darles el pase y la orden de embarque. Deje que consulte los libros…
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