Claudia Piñeiro - Betibú

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Cuando parece que la tranquilidad ha vuelto a reinar en el country La Maravillosa, Pedro Chazarreta aparece degollado, sentado en su sillón favorito, con una botella de whisky vacía a un costado y un cuchillo ensangrentado en la mano. Todo hace suponer que se trata de un suicidio. Pero pronto aparecen las dudas. ¿Acaso algún justiciero habrá querido vengar la muerte de la mujer del empresario, asesinada tres años antes en esa misma casa? ¿Será ésta la última muerte?
El Tribuno, uno de los diarios más importantes del país, deja de lado por unos días su enfrentamiento con el gobierno para cubrir a fondo la noticia. Al escenario del crimen, envía a Nurit Iscar, una escritora retirada, y a un periodista joven e inexperto. Y aunque el antiguo jefe de la sección Policiales, Jaime Brena, ha sido desplazado por sacar los pies del plato, decide involucrarse en el caso y ayudar a su reemplazante y a Nurit, a quien admira en secreto.

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No contesta el llamado, sabe que Lorenzo Rinaldi volverá a llamar, en un rato, en un par de horas. Sabe que Rinaldi no se conforma fácilmente si no tiene lo que quiere. Y sabe también que no le quedará, a ella, Nurit Iscar o Betibú, más que atenderlo.

CAPÍTULO 05

Nurit y Lorenzo Rinaldi se conocieron en el año 2005 en un programa de televisión en el que coincidieron como invitados. Ella acababa de publicar Morir de a ratos, su tercera novela, que una vez más ascendía a los rankings de libros más vendidos no bien llegaba a las librerías. Él venía de recibir un premio en España por su trayectoria periodística, y en esos días aparecía como novedad editorial su libro de no ficción ¿Quién manda? Poder real de los medios en la Argentina del siglo XXI. El primer encuentro no fue en el set de grabación sino en la sala de maquillaje. Cuando Nurit entró él ya estaba sentado en una butaca alta -parecida a las que usan los peluqueros de hombres- con una capa de plástico puesta sobre los hombros para que los cosméticos no le mancharan el traje. A ella la ubicaron en el sillón de al lado. No bien se sentó, Nurit le advirtió al maquillador que le gustaba verse sencilla, natural. Tapame las arrugas, eso sí, pero que no se note, pidió. Rinaldi se sonrió a su lado. ¿Qué arrugas?, preguntó y ella, que sintió que se ruborizaba incluso unos segundos antes de que el color rojo dominara su cara, se excusó señalando sus mejillas: tengo rosácea. Ah, dijo él, y se sonrió otra vez. Luego quedaron en silencio mientras los maquilladores hacían su trabajo, pero dos o tres veces cruzaron la mirada a través del espejo. Antes de irse Rinaldi se acercó, esta vez mirándola abiertamente, pero no le habló a ella sino al maquillador: Lindos rulos, ¿no? Preciosos, contestó el hombre que sacudió el pelo negro de Nurit para que esos lindos rulos se armaran mejor. Ella se sintió incómoda. Se preguntó si la incomodidad sería por sentirse observada, o por recibir un piropo, o por la entrevista, o por el maquillaje, o por la rosácea. Con cada reportaje, como con cada vuelo en avión, en lugar de estar más tranquila sentía más cercana la posibilidad de estrellarse. Y era indefectible que antes y durante la entrevista -igual que cuando se ajustaba el cinturón en el momento de despegar- se preguntara: por qué estoy acá. Pero ahí estaba, otra vez. Para distraerse se puso a contar los cepillos de distintos tamaños que el maquillador había desplegado sobre la mesada: catorce; y luego contó los colores de la paleta de sombras: sesenta y cuatro. Apoyame la cabeza en el respaldo y mirame para abajo, mamita, le dijo el maquillador porque Nurit no lograba dejar de pestañear mientras él intentaba ponerle el rímel. ¿No viste qué bien que se portó tu compañero, que ya está listo?, señaló el hombre mientras Lorenzo Rinaldi se sacaba la capa. Nos vemos en el estudio, le dijo Rinaldi a Nurit y salió. De alguna manera, el hecho de que ya no hubiera testigos la alivió y el maquillador pudo terminar con su trabajo decentemente. ¿Quién es?, le preguntó ella mientras el hombre daba por concluido el maquillaje esparciéndole un poco de polvo volátil en los pómulos. Lorenzo Rinaldi, el director del diario El Tribuno, ¿no lo conocés? Sí, claro, de nombre y de leerlo, sí, pero no le conocía la cara, contestó Nurit. Uno de los hombres más inteligentes del país, siguió el maquillador, y uno de los más jodidos, concluyó. Y Nurit muchas veces después de aquel día se preguntó por qué le dio tanta importancia a la inteligencia de Lorenzo Rinaldi y descartó la segunda parte de la frase del maquillador que la habría protegido de unas cuantas noches en vela y de llantos descontrolados.

El programa transcurrió como transcurren la mayoría de los programas culturales: buenas intenciones en un decorado de bajo presupuesto con dos sillones y un escritorio, y cada bloque dedicado a un invitado. El primero lo ocupó un dramaturgo que volvía de un festival de teatro en Berlín, donde había llevado una versión de la Eva Perón de Copi, que había recibido grandes elogios. Nurit llegó al set cuando ese bloque terminaba y mientras abría la puerta la mirada de los técnicos y asistentes se clavó en ella como diciendo: Si hacés ruido, te matamos. Rinaldi, atento a su teléfono celular en modo silencioso, ni siquiera miró, y ella se sentó en una silla ubicada justo detrás de él como si viajaran en un colectivo. Olía a perfume, él, Rinaldi, o a loción para después de afeitarse, buena, cara, seguramente francesa, pensó Nurit. Luego del primer corte fue el turno de él. Su presencia en ese lugar ocupaba todo el espacio, su seguridad parecía tan natural que podía confundirse quién conducía el programa y quién era el invitado. Nurit lo observaba desde su silla en las sombras del estudio, rodeada de cables y de trastos -maderas, tabiques, un juego de cubiertos, un huevo frito y un bife de utilería- que pertenecían a escenografías descartadas de programas que probablemente ya no estaban al aire. Rinaldi habló de su premio, de periodismo, de su nuevo libro y de política, pero en ese momento no estaba tan enfrentado con el Presidente como lo estuvo años después, por lo que la entrevista resultó cordial y sin la exaltación que se le nota hoy a Rinaldi cuando habla de “el señor Presidente”, y lo nombra con ese tono raspado de bronca que ella tan bien le conoce. Nurit se sintió atraída por sus manos, anchas, duras, que movía en el aire cuando se entusiasmaba con alguna parte del relato. Y las canas, que empezaban a aparecerle sobre las orejas. Y la voz, gruesa, firme, pero pausada. Pensó en su marido, no recuerda qué pensó, pero se le apareció su marido en medio de la voz de Rinaldi, de sus manos y del recuerdo de su perfume. Un asistente le pidió permiso para pasarle por debajo de la ropa el cable del micrófono y eso la distrajo. En el momento en que Nurit volvió a mirar hacia adelante la entrevista había terminado y Lorenzo Rinaldi saludaba a la conductora, mientras sostenía las manos de la mujer entre las suyas y la miraba directamente a los ojos. Si la mujer no fuera casi diez años mayor que él, Nurit habría creído que Rinaldi intentaba seducirla. Cuando más adelante lo conoció supo que él mira así con frecuencia, que Lorenzo Rinaldi es alguien que intenta seducir a quien se le ponga enfrente, sea hombre, mujer, joven, viejo, alto, bajo, gordo, flaco. Cuando Rinaldi pasó junto a Nurit, ella se abatató, se enganchó con un cable que atravesaba el pasillo y tuvo que agarrarse del brazo de él para no caerse. Cuidado, Betty Boop, le dijo Lorenzo Rinaldi con una sonrisa. ¿Cómo?, preguntó ella. ¿Nunca te dijeron que te parecés a Betty Boop?, le preguntó. Y en lugar de contestar, Nurit Iscar se quedó pensando si lo que acababa de oír era o no otro piropo. No sé si usás portaligas, lo digo por los rulos negros y por la figura, sobre todo por los rulos, aclaró mirándola a los ojos y ella casi como un gesto automático se los tocó, como si hubiera querido verificar que allí estaban. La próxima vez pediles que te pinten los labios más rojos y vas a ser la auténtica Betty Boop, dijo marcando en el aire el contorno de los labios de ella, y luego tomó del bolsillo interno del saco una tarjeta personal y se la entregó. Por cualquier cosa que necesites, le dijo. Nurit le pidió un minuto para sacar su propia tarjeta de la cartera, pero el movimiento no fue tan simple como el que había hecho Rinaldi para sacar la suya del bolsillo. Si había un lugar en la vida de Nurit donde el desorden reinaba era en su cartera: tickets del supermercado, tres paquetes de pañuelos de papel empezados más algunos pañuelos sueltos, tampones -porque aunque su menstruación había empezado a ser irregular desde que cumplió cuarenta y ocho años, no terminaba de abandonarla-, dos lápices labiales, tres lapiceras de las que sólo funcionaba una, las llaves del departamento, un cepillo de dientes, una pinza de depilar, un alicate, la factura de la luz que vencía la semana siguiente, un libro, su agenda, el celular, un par de medias de seda por si se corrían las que llevaba puestas. Por un momento pensó que Rinaldi podría haber visto los tampones o las medias de seda y se ruborizó otra vez, pero en esta oportunidad sabía que no necesitaba excusarse: en ese lugar del estudio y con la base que le habían puesto, nadie podía notarlo. Por los parlantes, el director dijo de mala manera: ¿Qué pasa que no hacen subir a Nurit Iscar al set, muchachos? Nurit levantó la vista al oírse nombrada y se dio cuenta de que mientras ella seguía revolviendo la cartera no sólo estaba allí Lorenzo Rinaldi esperando por su tarjeta, sino también dos asistentes, un productor y hasta la conductora que se había acercado a ver qué pasaba. No te preocupes, dijo Lorenzo, en el diario tenemos tus datos. Rinaldi la saludó y se fue; el asistente la acompañó al sillón que le correspondía, ella se sentó. La conductora la saludó con la misma sonrisa con la que despidió a Rinaldi. Qué linda estás, le dijo, bajaste de peso, ¿no? No sé, dijo Nurit, a lo mejor. Sí, sí, estás linda, dijo la mujer y acomodó unos libros que estaban sobre el escritorio para que la cámara los pudiera tomar. Parecía que todo estaba por empezar, pero la conductora hizo una seña al cameraman y se quedó mirando a Nurit como si pasara algo. Los labios, ¿sabés?, te los pintaron demasiado, están muy brillosos, y después tanto brillo no da bien en la pantalla, le dijo. Un papel tisú, por favor, gritó como si le hablara a alguien que estaba en el techo y luego le preguntó a Nurit: ¿Me dejás que te saque un poquito? Sí, claro, si a vos te parece, dijo ella y apretó entre sus labios el papel tisú que la mujer le acercaba a la boca. Ahora sí, dijo la conductora. Luego la mujer se acomodó el saco del traje tirando de abajo, se aireó un poco el pelo con los dedos, miró su imagen en un monitor para controlar que estuviera todo bien, y por fin agregó: Me alcanzan un segundo mi rouge y un espejo por favor. Y eso hizo el asistente de inmediato, alcanzarle lo que su jefa le pedía, entonces ella retocó sus labios hasta quedar tan pintada como lo estaba Nurit antes de que le hiciera apretar el papel tisú. ¿Estás lista?, le preguntó la conductora en cuanto terminó su retoque. Y sin esperar a que Nurit contestara, arrancó con el programa: Estamos en este último bloque con la escritora Nurit Iscar, que acaba de publicar su nueva novela: Morir de a ratos, una novela que devoré y que ustedes también van a devorar. Nurit quedó colgada del verbo “devorar”, ¿qué quiere decir que alguien devora un libro? ¿Que lo mastica?, ¿que se lo traga?, ¿que lo digiere y luego lo expulsa? Se acordó del cuento de Fontanarrosa, Una velada literaria, donde los protagonistas, dos estudiosos de la literatura, asan al horno con papas distintos libros clásicos que después comen. Se imaginó a la conductora de labios brillosos con Morir de a ratos entre los dientes, desgarrando la tapa y las primeras páginas de un mordisco y se perdió por completo la breve biografía de ella que mostraron en pantalla. La conductora lanzó su primera pregunta y Nurit ya no pudo pensarla devorando su novela. ¿Te molesta ser un best seller?, dijo. No necesitó pensar la respuesta, una vez más y casi automáticamente inició la serie de frases hechas con las que acostumbra responder a esa pregunta -también una frase hecha- que ya le hicieron demasiadas veces: que por lo pronto ella no es un best seller sino que lo son algunos de los libros que escribió; que no, que no le molesta, que Saramago, Cortázar, Piglia, Murakami y Bolaño también publicaron libros que resultaron best sellers y representan literaturas y lectores muy distintos; que siempre es un halago que el lector te elija; que en la escritura nadie piensa en esos términos, o al menos no ella, que ésos son conceptos de mercado ajenos a la escritura misma; etc., etc., etc. Pero sobre el final de su respuesta, de alguna manera, sintió que, una vez más, pedía disculpas por serlo, y porque sus libros se leen muy rápido, y porque gente que no suele leer lee sus novelas. Y, a instancias de la conductora, tuvo que tomarse un tiempo para pensar si un libro que se lee rápido es o no mejor que uno que lleva muchas horas de lectura, como si cualquier libro que se lee rápido fuera comparable con cualquier libro de lectura lenta. A lo que terminó respondiendo: La verdad que no sé. Sólo mintió frente a la pregunta ¿Te molesta lo que dice de vos alguna crítica especializada? No, no me molesta. Recién sobre el final de la entrevista, cuando levantó la mano derecha para acompañar con el gesto una frase que no terminaba de redondear, fue que se dio cuenta de que todavía tenía la tarjeta de Lorenzo Rinaldi en la mano. Y otra vez Nurit Iscar se acordó de su marido.

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