Marc Levy - La química secreta de los encuentros
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Mi querido Daldry, ha anochecido hace mucho en Estambul, es mi última noche en este hotel, voy a disfrutar antes de dormir del lujo de mi habitación. Cada noche, al pasar delante de la que ocupaba usted, le decía buenas noches; continuaré haciéndolo desde mi ventana, que da al Bósforo, cuando esté instalada en Üsküdar.
Le indico la dirección al dorso de esta carta, espero impacientemente la que me enviará a cambio, y espero que en ella esté la lista que le obligo a escribir.
Cuídese.
Un beso de amiga,
ALICE
Alice:
Dado que estoy a sus órdenes…
En lo concerniente al tranvía:
Interior contrachapado de madera, listones del suelo gastados, una puerta de cristal de color índigo que separa al conductor de los viajeros, la manivela de hierro del cochero, dos lámparas macilentas, una pintura vieja de color crema desconchada en múltiples sitios.
En lo concerniente al puente Gálata:
Un piso cubierto de adoquines torcidos, donde se abren los raíles de dos líneas de tranvía cuyo paralelismo está lejos de ser perfecto; unas aceras irregulares, parapetos de piedra, dos pretiles negros de hierro forjado, manchados de óxido y que presentan huellas de corrosión en los puntos de inserción del metal en la piedra; cinco pescadores acodados, entre los cuales hay un niño que estaría mejor en el colegio que pescando entre semana; un vendedor de sandías de pie detrás de su carreta, que está cubierta con una tela de rayas rojas y blancas; un vendedor de periódicos con un saco de tela de yute en bandolera, una gorra torcida sobre la cabeza y que masca tabaco (que escupirá un poco más tarde); un vendedor de colgantes que mira el Bósforo preguntándose si no sería más sencillo tirar su mercancía y luego tirarse él; un carterista, o al menos un tipo que ronda con aspecto patibulario; en la acera de enfrente, un hombre de negocios vestido con un traje azul oscuro que no ha debido de hacerlos buenos desde hace mucho tiempo, como se ve en su cara de preocupación; dos mujeres que caminan codo con codo, probablemente dos hermanas, dada su semejanza; a tres metros detrás de ellas, un pobre imbécil que no parece hacerse ilusiones; un poco más lejos, un marinero que baja la escalera hacia la margen.
Y, ya que le hablo de la margen, se ven dos pontones flotantes, donde están amarrados unos barcos coloridos, unos con los cascos rayados de rojo índigo, otro de amarillo narciso. Un embarcadero donde esperan cinco hombres, tres mujeres y dos chiquillos.
La perspectiva de la calle que sigue hacia los altos permite discernir, si se presta la suficiente atención, el escaparate de una florista; a continuación, el de una papelería, un estanco, una frutería, una tienda de ultramarinos, una tienda de café; más allá, la callejuela tuerce y mis ojos no ven más.
Le ahorro las variaciones de colores en el cielo que me guardo para mí, las descubrirá en el lienzo. En cuanto al Bósforo, lo contemplamos lo bastante juntos como para que imagine los reflejos de la luz que aparecen en los remolinos de agua, en la popa de los vapores.
A lo lejos, la colina de Üsküdar y sus casas colgantes, en las que pondré mucha más atención en los detalles, ahora que me entero de que va a vivir allí; los conos de los minaretes; los centenares de buques, chalupas, yolas y cúteres que surcan la bahía… Todo esto está un poco desordenado, se lo concedo, pero espero haber aprobado holgadamente mi examen final.
Le enviaré, pues, esta carta a la nueva dirección que me ha indicado, esperando que le llegue a ese barrio que no he tenido el privilegio de visitar.
Su afectísimo,
DALDRY
P. D.: No se sienta obligada a transmitirle mis saludos a Can, ni a su tía, por cierto. Lo olvidaba, ha llovido lunes, martes y jueves, estuvo templado el miércoles, pero soleado el viernes…
Daldry:
Ya están aquí los últimos días de marzo. La semana anterior no pude escribirle. Entre los días pasados en el taller del artesano de Cihangir y las noches en el restaurante de Üsküdar, no es raro que me duerma en cuanto me tumbo en la cama al volver a mi estudio. Ahora trabajo en el restaurante todos los días de la semana. Estaría orgulloso de mí, he obtenido una gran habilidad en el manejo de bandejas y platos, he conseguido llevar hasta tres en cada brazo sin demasiado estropicio… Mamá Can, que es el nombre que le da aquí todo el mundo a la tía de nuestro guía, es encantadora conmigo. Si me comiese todo lo que me ofrece, volvería a Londres gorda como un tonel.
Todas las mañanas, Can viene a buscarme a la puerta de casa, y caminamos hasta el embarcadero. El paseo dura quince minutos largos, pero es agradable, salvo cuando sopla viento del norte. Estas últimas semanas ha hecho mucho más frío que cuando usted estuvo aquí.
Cruzar el Bósforo es siempre una maravilla. Cada vez me divierto pensando que me voy a trabajar a Europa y que volveré por la tarde a dormir a Asia. Apenas desembarcamos cogemos el autobús, y, cuando llegamos un poco tarde, lo que pasa de vez en cuando por mi culpa, tenemos que subir a un dolmus y me gasto en propinas todo lo que gané el día anterior. Es más caro que un billete de autobús, pero mucho menos que una carrera en taxi.
Una vez en Cihangir, todavía tenemos que subir sus escarpadas callejuelas. Como tengo unos horarios muy regulares, me cruzo a menudo con un zapatero ambulante en el momento en el que sale de su casa; lleva en la cintura un gran cofre de madera que parece pesar casi tanto como él. Nos saludamos y baja la ladera cantando mientras yo subo. Está también, algunas viviendas más allá, esa mujer que, desde el umbral de la puerta, mira cómo se van sus dos hijos con las carteras a la espalda; los sigue con la mirada hasta que desaparecen en la esquina de la calle. Cuando paso cerca de ella, me sonríe, y siento en su mirada una inquietud que no cesará hasta que acabe el día, cuando su prole haya vuelto al nido.
He congeniado con un tendero que me regala todas las mañanas, vaya a saber por qué, una fruta que tengo que elegir de entre las que hay en su puesto. Me dice que tengo la piel demasiado blanca y que sus frutas son buenas para la salud. Creo que le caigo bien, y es recíproco. A mediodía, cuando el artesano perfumista se va con su mujer, llevo a Can a esa tienda y nos compramos algo de comer. Nos sentamos ambos en medio de un precioso cementerio de barrio, en un banco de piedra a la sombra de una gran higuera, y nos entretenemos reinventando las vidas pasadas de los que duermen allí. Luego vuelvo al taller, el artesano me ha instalado un órgano improvisado. Por mi parte, he podido comprar todo el material que necesitaba. Avanzo en mis investigaciones. Actualmente trabajo en recrear la ilusión del polvo. No se burle de mí, el polvo es omnipresente en todos mis recuerdos, y aquí tiene olores a tierra, a tapias viejas, a caminos pedregosos, a sal, a barro en el que se mezclan la podredumbre de las maderas muertas. El artesano me enseña algunos de sus hallazgos. Se ha creado una verdadera complicidad entre nosotros. Y luego, cuando llega la tarde, Can y yo nos volvemos por el mismo camino. Cogemos de nuevo el autobús; la espera del vapor en el muelle a menudo se hace larga, sobre todo cuando hace frío, pero me confundo entre la muchedumbre de estambulitas y, cada día que pasa, tengo la creciente impresión de formar parte de ella; no sé por qué eso me embriaga tanto, pero así es. Vivo al ritmo de la ciudad, y le estoy cogiendo el gusto. Si he convencido a mamá Can para que ahora me deje ir todas las tardes es porque eso me hace feliz. Me gusta zigzaguear entre los clientes, oír gritar al cocinero porque sus platos están listos y no voy lo bastante rápido para llevármelos, me gustan las sonrisas cómplices de los pinches cada vez que mamá Can da una palmada para hacer callar a su marido, que chilla demasiado fuerte. En cuanto cierra el restaurante, el tío de Can da su último grito de la noche para llamarnos a la cocina. Cuando estamos todos sentados alrededor de la gran mesa de madera, tiende en ella un mantel y nos sirve una cena que le maravillaría. Éstos son los pequeños momentos de la vida que llevo aquí, y me hacen más feliz de lo que lo he sido nunca.
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