– Sobre todo cuando me iba por la tarde -respondió Alice.
– Me lo temía. No tengo tiempo para hacer su búsqueda, y no tengo suficiente personal para encomendarle esa tarea a nadie. La única cosa que puedo proponerle sería instalarla en el aula de estudio y dejarle consultar los registros que están en los archivos. Por supuesto, está prohibido hablar en el aula de estudio, bajo pena de expulsión inmediata.
– Por supuesto -se apresuró a decir Can.
– Era de nuevo a la señorita a quien me dirigía -dijo el superior.
Can bajó la cabeza y contempló el parquet encerado.
– Bueno, sígame, voy a acompañarla. El conserje le llevará los registros de las admisiones en cuanto dé con ellos. Tiene hasta las seis, no pierda el tiempo. Las seis y ni un minuto más, ¿estamos de acuerdo?
– Puede contar con nosotros -respondió Alice.
– Entonces, vamos allá -dijo el superior acercándose a la puerta de su despacho.
Le cedió el paso a Alice y se volvió hacia Can, que no se había movido de la silla.
– ¿Piensa pasarse la tarde en mi despacho o va a ponerse a trabajar? -preguntó en tono afectado.
– No sabía que esta vez se dirigía también a mí -respondió Can.
Las paredes del aula de estudio estaban pintadas de gris hasta media altura y de azul cielo hasta el techo, donde chisporroteaban dos filas de fluorescentes. Los alumnos, castigados en su mayor parte, se rieron nerviosamente al ver a Alice y a Can tomar asiento en los pupitres del fondo del aula. Pero el superior dio un golpe en el suelo con el pie, y la calma volvió de inmediato e incluso se mantuvo después de que el director se fuera. El conserje no tardó en llevarles dos carpetas negras ceñidas por sendas cintas. Le explicó a Can que todo se encontraba ahí -admisiones, expulsiones, informes de final de año- y que cada documento estaba ordenado por curso.
Las páginas estaban divididas por un margen medianero: a la izquierda, los nombres estaban transcritos en caracteres latinos; y, a la derecha, en alfabeto otomano. Can siguió con el dedo cada línea y estudió los registros página tras página. Cuando el reloj de pared dio las cinco y media, volvió a cerrar el segundo volumen y miró a Alice desolado.
Cogieron cada uno una carpeta bajo el brazo y se las devolvieron al conserje. Al franquear la verja de Saint-Joseph, Alice se volvió y se despidió con un gesto del superior, quien los espiaba desde la ventana de su despacho.
– ¿Cómo sabía que nos observaba? -preguntó Can al bajar la calle.
– Tenía uno igual en mi colegio de Londres.
– Mañana lo lograremos, estoy seguro -dijo Can.
– En tal caso, lo sabremos mañana.
Can la acompañó al hotel.
*
Daldry había reservado una mesa en Markiz, pero, al llegar a la puerta del restaurante, Alice titubeó. No tenía ganas de una cena formal. La noche era agradable, y sugirió un paseo a orillas del Bósforo en lugar de quedarse durante horas sentados en un local ruidoso y lleno de humo. Si les entraba hambre, ya encontrarían un sitio donde parar más tarde. Daldry aceptó, no tenía apetito.
En la margen, algunos paseantes habían seguido su ejemplo; tres pescadores tentaban su suerte lanzando las cañas a las aguas oscuras, un vendedor de periódicos liquidaba las noticias de la mañana, y un limpiabotas se esforzaba en hacer brillar el calzado de un soldado.
– Parece preocupado -dijo Alice al mirar la colina de Üsküdar, al otro lado del Bósforo.
– Me preocupa una idea, nada serio. ¿Cómo han ido sus indagaciones?
Alice le habló de las visitas sin éxito que había hecho esa tarde.
– ¿Se acuerda de nuestra excursión a Brighton? -dijo Daldry encendiéndose un cigarrillo-. En el camino de vuelta, ni usted ni yo queríamos concederle el más mínimo crédito a esa mujer que había predicho su futuro y le había hablado de un pasado más misterioso todavía. Aunque no me lo dijera, supongo que por educación, se preguntaba por qué habíamos recorrido esos kilómetros inútiles, por qué la tarde de Nochebuena habíamos desafiado a la nieve y al frío en un automóvil con mala calefacción, arriesgando nuestra vida por carreteras heladas. Sin embargo, qué de carreteras y de kilómetros hemos recorrido desde entonces. ¿Y cuántos acontecimientos que le parecían imposibles se han producido? Tengo ganas de continuar creyendo en ello, Alice, tengo ganas de pensar que nuestros esfuerzos no son en vano. La hermosa Estambul le ha revelado tantos secretos que no sospechaba… ¿Quién sabe? Dentro de unas semanas quizá conozca a ese hombre que hará de usted la mujer más feliz del mundo. Sobre este asunto, tengo que hablarle de algo de lo que me siento un poco culpable…
– Pero si soy feliz, Daldry. He hecho, gracias a usted, un viaje increíble. Me agotaba en mi mesa de trabajo, andaba escasa de ideas y, gracias a usted, hoy estoy llena de ellas. Me da igual saber si esa profecía absurda se cumplirá. Para ser sincera, la encuentro en parte detestable, por no decir vulgar. Me da una imagen de mí misma que no me gusta, la de una mujer sola que persigue una quimera. Y, además, al hombre que transformará mi vida ya lo he encontrado.
– Ah, ¿sí? ¿Y quién es? -preguntó Daldry.
– El perfumista de Cihangir. Me ha permitido imaginar nuevos proyectos. Me equivocaba en su casa el otro día, no son sólo los perfumes de interior lo que busco, sino perfumes de lugares, los que nos recordarán instantes que nos han marcado, momentos únicos e irrepetibles. ¿Sabía que la memoria olfativa es la única que no se deshace? Los rostros de aquellos a los que más amamos se desvanecen con el tiempo, las voces se borran, pero los olores nunca se olvidan. Usted, que es goloso, rememore el aroma de un plato de su infancia y verá cómo todo, cada detalle, reaparece.
»El año pasado, un hombre que había apreciado una de mis creaciones en una perfumería de Kensington y había conseguido mi dirección se presentó en mi casa. Llegó con un cofre pequeño de hierro, lo abrió y me mostró su contenido: una vieja cuerdecilla trenzada, un juguete de madera, un soldadito de plomo de uniforme desconchado, una canica, una banderita gastada. Toda su infancia se encontraba en esa caja de metal. Le pregunté qué relación podía tener eso conmigo. Me confesó entonces que al descubrir mi perfume le había pasado algo extraño. Al volver a su casa, había sentido la necesidad urgente de ir a rebuscar en su desván para recuperar esos tesoros hasta entonces completamente olvidados. Había llevado el cofre para que yo lo oliera, y me pidió reproducir el olor antes de que se borrara para siempre. Le respondí tontamente que era imposible. Sin embargo, después de su partida anoté en una hoja de papel todo lo que había olido en esa caja (el metal oxidado en el interior de la tapa, el cáñamo de la cuerdecilla, el plomo del soldado, el óleo de la pintura antigua que había servido para colorearlo, el roble que habían tallado para fabricar el juguete, la seda polvorienta de una banderita, una canica de ágata) y guardé esa hoja, sin saber qué hacer. Pero hoy lo sé. Sé cómo hacer ese trabajo, multiplicando las observaciones, como lo hace usted en sus cruces, haciendo lo imposible por recomponer un perfume con docenas de materias.
»A usted lo mueven las formas y los colores, y a mí las palabras y los olores. Iré a visitar a ese perfumista de Cihangir, le pediré permiso para pasar tiempo a su lado, para aprender la forma en la que trabaja. Intercambiaremos conocimientos, nuestras experiencias. Quisiera poder recrear momentos desparecidos, traer de regreso el recuerdo dormido de ciertos lugares. Sé que mis explicaciones le parecen confusas, pero, si tuviese que quedarse aquí y echase de menos Londres, ¿imagina lo que significaría poder recuperar el olor de una lluvia que le es familiar? Nuestras calles tienen su propio olor. Tanto la mañana como la tarde, cada estación, cada día, cada minuto que cuenta en nuestras vidas tiene su olor particular.
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