Me he percatado de que en su última carta no habla en absoluto de sus obras. No es el socio el que se preocupa, sino el amigo el que es curioso. ¿Cómo lo lleva? ¿Ha conseguido recrear esa ilusión a polvo o desea que le envíe un paquetito con un poco?
Mi viejo Austin ha muerto. Es mucho menos triste que el fallecimiento del señor Zemirli, pero lo conocía desde hacía más tiempo que a él y, al dejarlo en el garaje, no le oculto que tenía el corazón en un puño. Lo positivo del asunto es que voy a poder despilfarrar un poco más de esa herencia, ya que ha renunciado a ayudarme a ello, y que iré la semana que viene a comprarme un automóvil completamente nuevo. Espero (si es que vuelve algún día) tener el placer de dejárselo conducir. Como parece que su estancia se prolonga, he decidido pagarle el alquiler a nuestro casero común. Sea tan amable, por una vez, de no llevarme la contraria; es completamente normal que lo pague yo, puesto que soy el único que utiliza su piso.
Espero que su paseo por la isla de los Príncipes le haya procurado todos los placeres que esperaba. A propósito de salidas dominicales, este fin de semana me dejo llevar por su amiga Carol al cine. Es una idea muy original esta que ha tenido, ya que yo no voy nunca.
No puedo darle el título de la película que veremos, pues es una sorpresa. Le contaré lo sucedido en una próxima carta.
Le envío mis mejores deseos, desde su apartamento, que dejo para volver a mi casa a dormir.
Hasta pronto, querida Alice. Echo de menos nuestras cenas de Estambul, y sus relatos sobre el restaurante de mamá Can y de su marido cocinero me han dado apetito.
DALDRY
P. D.: Estoy encantado de que se le dé tan bien el turco. Sin embargo, si Can es su único maestro en la materia, le recomiendo vivamente que compruebe en un buen diccionario las traducciones que le propone.
No es más que una sugerencia, por supuesto…
Daldry:
Vuelvo en este mismo momento del restaurante y le escribo en una noche en la que ya no lograré conciliar el sueño. Hoy me ha pasado algo muy perturbador.
Como cada mañana, Can ha venido a buscarme. Bajábamos de los altos de Üsküdar en dirección al Bósforo. En el transcurso de la noche anterior, había ardido un konak, y la fachada de la antigua casa se había desplomado en medio de la calle que tomamos normalmente, así que hemos tenido que bordear el siniestro. Al estar las calles vecinas llenas de escombros, hemos dado una gran vuelta.
¿No le dije en una de mis cartas que bastaba con un olor para recobrar la memoria de un lugar desaparecido? Al bordear una verja de hierro, por donde trepaba un rosal, me he detenido; un perfume me era extrañamente familiar, una mezcla de tilo y rosas silvestres. Hemos empujado la verja y hemos descubierto al final de un callejón sin salida una casa olvidada del tiempo, olvidada de todo.
Hemos avanzado por el patio, un anciano cuidaba con esmero la vegetación que renacía con la primavera. He reconocido de inmediato los aromas de las rosas, el olor de la grava, de las paredes calizas, de un banco de piedra bajo el follaje de un tilo y ese lugar ha resurgido de mi memoria. He vuelto a ver ese patio cuando estaba poblado de niños, he reconocido la puerta azul en lo alto de los escalones de la escalinata, esas imágenes olvidadas se me han aparecido como el transcurso de un sueño.
El anciano se nos ha aproximado y me ha preguntado qué buscábamos. Lo he interrogado a fin de saber si había habido un colegio en ese lugar.
«Sí -me ha confiado, emocionado-, un colegio minúsculo, pero se ha convertido desde hace mucho tiempo en la morada de un único habitante que hace las veces de jardinero.»
Ese anciano me ha informado de que, a principios de siglo, él era un joven maestro; el colegio pertenecía a su padre, que era el director. Cerrado en 1923, con la revolución, no volvió a abrir nunca sus puertas.
Se ha puesto las gafas, se me ha acercado mucho y me ha mirado con tal intensidad que me he sentido casi incómoda. Ha dejado su rastrillo y me ha dicho:
«Te reconozco, eres la pequeña Anusheh.»
Al principio creía que no estaba en sus cabales, pero he recordado que ambos habíamos pensado lo mismo de ese pobre señor Zemirli, así que, deshaciéndome de mis prejuicios, le he respondido que se engañaba, que me llamaba Alice.
Ha pretendido acordarse muy bien de mí. «Esa mirada de niñita perdida, nunca la he podido olvidar», ha dicho, y nos ha invitado a tomarnos un té en su casa. Apenas nos hemos instalado en su salón, me ha cogido de la mano y ha suspirado: «Mi pobre Anusheh, me entristece tanto lo de tus padres.»
¿Cómo podía saber que mis padres habían perecido en los bombardeos de Londres? He visto crecer su confusión cuando le he hecho la pregunta.
«¿Tus padres lograron huir a Inglaterra? Qué dices, Anusheh, es imposible.»
Sus palabras no tenían ningún sentido, pero ha continuado:
«Mi padre conoció bien al tuyo. Aquella barbarie de los jóvenes locos de la época, ¡qué tragedia! Nunca supimos lo que le pasó a tu madre. ¿Sabes? No eras la única en estar en peligro. Nos obligaron a cerrar para que lo olvidásemos todo.»
No comprendía nada de su relato y todavía no comprendo lo que ese hombre me contaba, Daldry, pero su voz, tan sincera, me perdía.
«Eras una niña estudiosa, inteligente, aunque nunca hablabas. Imposible oír el más mínimo sonido de tu garganta. Eso desesperaba a tu mamá. Casi no se puede creer lo que te pareces a ella. Al verte hace un momento en el callejón, al principio creí verla a ella, pero era imposible, por supuesto, fue hace mucho tiempo. A veces te acompañaba, por la mañana, tan contenta de que pudieses estudiar aquí. Mi padre era el único que te había aceptado en un colegio, los otros se negaban por culpa de tu obstinación a permanecer en silencio.»
He acosado a ese hombre a preguntas; ¿por qué insinuaba que mi madre había conocido un destino distinto al de mi padre cuando los había visto desaparecer juntos bajo las bombas?
Me ha mirado desconsolado y me ha dicho:
«¿Sabes? Tu niñera siguió viviendo mucho tiempo en los altos de Üsküdar, me la encontraba a veces al ir al mercado, pero hace tiempo que no me la cruzo. Ahora quizá esté muerta.»
Le he preguntado de qué niñera hablaba.
«¿Tampoco te acuerdas de la señora Yilmaz? ¿Con lo que ella te quería… Le debes mucho.»
Esa incapacidad para recobrar la memoria de esos años pasados en Estambul me ha hecho rabiar, y esa frustración ha ido empeorando desde que he oído las palabras nebulosas de ese anciano maestro de colegio que me llama por otro nombre que no es el mío.
Nos ha hecho visitar su casa y me ha enseñado el aula donde estudiaba. Se ha convertido en un saloncito de lectura. Ha querido saber qué hacía ahora, si estaba casada, si tenía hijos. Le he hablado de mi oficio y apenas se ha sorprendido de que haya elegido este camino. Y ha añadido:
«La mayoría de los niños, cuando se les confía un objeto, se lo lleva a la boca para probarlo; tú lo olías, era tu forma, muy particular, de aceptarlo o de rechazarlo.»
Y luego nos ha acompañado hasta la verja del final del callejón, y al rozar el gran tilo que vierte su sombra sobre la mitad del patio he percibido de nuevo esos aromas y he comprendido definitivamente que no era la primera vez que me encontraba allí.
Can me dice que seguramente había frecuentado ese colegio, que el anciano maestro no conserva toda su memoria y me confunde con otra niña, que mezcla sus recuerdos al igual que yo mis perfumes. Me dice que, después de haberme acordado de ciertas cosas, otros recuerdos volverán a surgir quizá, que hay que ser paciente y confiar en el destino. Si ese konak no se hubiese quemado, nunca habríamos pasado delante de la verja de ese antiguo colegio. Aunque sé que no tiene otra intención que calmarme, Can no se equivoca del todo.
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