– No es un trabajo para la aviación -declaró Shears-. Un puente de madera no es fácil de destruir desde el aire. Las bombas, cuando alcanzan su objetivo, derriban dos o tres tramos del puente, mientras que los demás permanecen intactos. Los japoneses harían una reparación improvisada, y ya han demostrado ser unos maestros en ese arte. Nosotros podemos no sólo hacer estallar los pilares a ras del agua, sino también activar la explosión al paso de un tren. De esa manera, provocaremos el desplome de todo el convoy en el río, causando daños irreparables y dejando inutilizable hasta la última viga. Lo he visto ya una vez en mi carrera. El tráfico fue interrumpido durante varias semanas, y eso que el ataque se produjo en un país civilizado, donde el enemigo tenía la posibilidad de desplazar tornos elevadores. Aquí les aseguro que tendrán que desviar el trazado y reconstruir el puente en su totalidad… sin contar la pérdida de un tren y de su cargamento. ¡Un espectáculo infernal! Ya lo puedo ver ante mis ojos.
Los tres contemplaron ese admirable espectáculo. El gran golpe contaba ahora con un sólido armazón sobre el que la imaginación podía colocar sus adornos. Una sucesión de imágenes, alternativamente oscuras y coloridas, poblaban los sueños de Joyce. Las primeras hacían referencia a la preparación en la sombra; las segundas lo abocaban a un cuadro de una brillantez tal que era capaz de discernir los más ínfimos detalles con una extraordinaria precisión: el tren precipitándose sobre un abismo, en el fondo del cual refulgía el río Kwai entre dos masas compactas de selva. Su mano agarrada fuertemente a una palanca, sus ojos mirando fijamente un punto concreto en el medio del puente, el espacio entre la locomotora y ese punto disminuyendo rápidamente. Tenía que apretar en el momento justo, sólo quedaban varios pies, ahora sólo un pie… su mano empujaba sin vacilación alguna en el instante preciso. En el puente fantasma construido en su imaginación, ya había buscado y encontrado un punto de referencia en la mitad del largo…
– Sir -declaró un día con inquietud-, ojalá que la aviación no llegue antes que nosotros.
– Ya he enviado un mensaje solicitando que no intervengan aquí -respondió Shears-. Espero que nos dejen tranquilos.
Durante este período de espera, acumularon una abundante información sobre el puente, que los partisanos espiaban por encargo suyo desde una montaña cercana. No se habían aproximado aún por temor a que se detectara la presencia de un hombre blanco en la región. Los agentes más capacitados se lo habían descrito, una y otra vez, e incluso dibujado sobre la arena. Desde su retiro habían seguido todas las etapas de la construcción, asombrados por el orden y la inusual meticulosidad que parecían dirigir todos los movimientos y que se desprendían de todos los informes. Estaban acostumbrados a dirimir la verdad subyacente en los rumores. Desde un comienzo habían podido detectar en las reseñas de los tailandeses un sentimiento cercano a la admiración. Éstos no eran capaces de apreciar la experta ciencia del capitán Reeves, ni la organización creada a iniciativa del coronel Nicholson, pero se daban perfecta cuenta de que no se trataba de un andamiaje sin pies ni cabeza, al estilo habitual japonés. Los pueblos primitivos distinguen inconscientemente el arte y la ciencia.
– Dios les bendiga -exclamaba Shears en ocasiones, impaciente-. Si es cierto lo que nos dicen nuestros agentes, lo que están construyendo es un nuevo puente «George Washington». Quieren dar celos a nuestros amigos los yanquis.
Ese insólito tamaño, ese lujo incluso, intrigaban e inquietaban a Shears. Los tailandeses afirmaban que el puente disponía de un amplio carril, junto a la vía, con espacio para dos camiones, uno en cada dirección. Una obra de tal magnitud debía de ser objeto, sin duda, de una vigilancia especial. Por otra parte, quizá tuviera una importancia estratégica mayor de la que había imaginado, por lo cual el golpe sería tanto más acertado.
Los indígenas se referían también con frecuencia a los prisioneros. Los habían visto, semidesnudos bajo el tórrido sol, trabajando sin respiro bajo la supervisión de los guardias. Los tres olvidaban entonces su empresa, por un momento, para dedicar unos pensamientos a sus desgraciados compatriotas. Conocían bien los métodos de los nipones, y no les costaba trabajo imaginar a qué extremo habrían llevado su crueldad para la realización de una obra de esas características.
– Si al menos supieran lo poco que nos queda, sir -dijo Joyce un día-, y que el puente nunca será utilizado, tendrían la moral indudablemente más alta.
– Tal vez -repuso Shears-, pero no quiero, bajo ningún concepto, que nos pongamos en contacto con ellos. Es imposible, Joyce. Nuestra profesión exige un máximo secreto, incluso en relación a los amigos. Su imaginación se pondría en marcha, tratarían de ayudarnos y, muy al contrario, pondrían todo en peligro al intentar sabotear a su manera el puente. Provocarían la alarma entre los nipones y se expondrían inútilmente a terribles represalias. Tenemos que mantenerlos al margen del golpe. Los japoneses no deben sospechar en ningún momento su posible complicidad.
Un día, ante las noticias de los singulares prodigios que cotidianamente les llegaban del río Kwai, Shears, incrédulo, tomó bruscamente una decisión.
– Uno de nosotros debe ir a ver. La obra está tocando a su fin y no podemos fiarnos más tiempo de las informaciones de esta buena gente, que me parecen ilusorias. Irá usted, Joyce. Le servirá de excelente entrenamiento. Quiero saber qué aspecto tiene verdaderamente ese puente, ¿comprende? Sus dimensiones exactas, el número de pilares… Tráigame cifras. La forma de atacarlo, la manera en que está vigilado, cuáles son las posibilidades de acción. Haga todo lo que pueda, sin exponerse demasiado. Es fundamental que no le descubran, no lo olvide, pero, ¡por el amor de Dios, tráigame datos precisos sobre ese maldito puente!
– Lo he visto con los prismáticos, como le estoy viendo ahora a usted, sir.
– Empiece por el principio -insistió Shears, pese a su impaciencia-. ¿Cómo fue el trayecto?
Joyce salió una tarde en compañía de dos indígenas con experiencia de expediciones nocturnas silenciosas, acostumbrados como estaban a pasar de contrabando fardos de opio y cigarrillos de Birmania a Tailandia. Afirmaban que sus senderos eran seguros, pero el secreto de la presencia de un europeo en las inmediaciones de la vía férrea era de tal importancia que Joyce había insistido en disfrazarse de campesino tailandés, tiñéndose la piel con un preparado oscuro elaborado en Calcuta para ese tipo de circunstancias.
No tardó en convencerse de que sus guías no habían mentido. Los verdaderos enemigos en esa selva eran los mosquitos y, sobre todo, las sanguijuelas, que se enganchaban a sus piernas desnudas y luego se le subían por el cuerpo. Joyce podía sentir su pegajoso contacto cada vez que se tocaba la piel con la mano. Había hecho todo lo posible por superar la repugnancia que le provocaban y olvidarse de ellas. Prácticamente lo había logrado. En cualquier caso, era imposible librarse de ellas por la noche. Se había prohibido a sí mismo encender un cigarrillo para achicharrarlas, puesto que debía dedicar toda su atención a mantenerse en contacto con los tailandeses.
– ¿Fue dura la marcha? -preguntó Shears.
– Bastante, sir. Como ya le he dicho, me vi obligado a agarrarme al hombro de un guía. Y los «senderos» de esta buena gente son realmente curiosos…
Durante tres noches, le habían hecho escalar colinas y bajar por barrancos. Siguieron el lecho rocoso de arroyos obstruidos en diversos lugares por restos de vegetación podrida, de un olor nauseabundo. Cada vez que chocaba con esos restos, recogía un nuevo y animado surtido de sanguijuelas. Sus guías sentían predilección por esos caminos, donde estaban seguros de no perderse. La marcha duraba hasta el alba. Con las primeras luces del día, se internaban en la espesura e ingerían rápidamente el arroz cocido y los trozos de carne asada que habían llevado para el viaje. Los dos tailandeses se acurrucaban junto a un árbol, y el resto del día lo dedicaban a succionar su chirriante pipa de agua, de la que nunca se separaban. Ésa era su manera de descansar durante la jornada, tras el esfuerzo realizado por la noche. A veces dormitaban entre calada y calada, sin cambiar de posición.
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