Y esto explicaba los dientes. Alguien había llegado a estas tierras antes que yo. ¿Cuánto tiempo habría pasado allí ese pobre hombre? ¿O fue una mujer? ¿Semanas? ¿Meses? ¿Años? ¿Cuántas horas desesperadas en la ciudad arbórea en la triste compañía de los suricatas? ¿Cuántos sueños de una vida feliz que se habían visto truncados? ¿Cuántas esperanzas que se habían visto defraudadas? ¿Cuánta conversación acumulada que murió sin articularse? ¿Cuánta soledad? ¿Cuánta desesperanza? ¿Y al fin y al cabo, para qué? ¿Qué quedaba de todo aquello?
Sólo un poco de esmalte, como el cambio suelto en un bolsillo. La persona debió de haber muerto en el árbol. ¿Estuvo enferma? ¿Herida? ¿Deprimida? ¿Cuánto tarda un espíritu roto en matar a un cuerpo que dispone de comida, agua y refugio? Los árboles también eran carnívoros, pero tenían un nivel de acidez mucho más bajo, de forma que uno podía pasar la noche en ellos mientras el resto de la isla bullía. Pero tras la muerte de esa persona, el árbol habría envuelto el cadáver con las ramas poco a poco y lo habría digerido, sorbiéndole los huesos de toda sustancia nutritiva hasta disolverlos por completo. Con el tiempo, no quedarían ni los dientes.
Miré hacia las algas. Sentía cómo me iba invadiendo el resentimiento. La promesa radiante que ofrecían de día fue suplantado en mi corazón por toda la traición que descargaban durante la noche.
– ¡Sólo quedan dientes!-mascullé-. ¡DIENTES!
Antes de que amaneciera, la decisión nefasta ya estaba tomada. Prefería marchar y morir buscando a los de mi propia especie antes que llevar una vida solitaria e incompleta de comodidad física y muerte espiritual en aquella isla asesina. Llené mis depósitos de agua dulce y bebí como un camello. Me pasé el día comiendo algas hasta casi reventar. Maté y despellejé todos los suricatas que cabían en la taquilla y en el suelo del bote. Saqué peces muertos de los estanques. Con el hacha, corté un buen bloque de algas y lo até a una cuerda que amarré al bote salvavidas.
No podía abandonar a Richard Parker. Dejarlo equivaldría a matarlo. No sobreviviría a la primera noche. Solo en el bote salvavidas al anochecer, sabría que se estaría quemando vivo. O que se habría tirado al mar, donde se ahogaría. Esperé a que volviera. Sabía que no iba a llegar tarde.
Cuando se subió a bordo, desatraqué. Durante algunas horas, las corrientes nos mantuvieron cerca de la isla. Los ruidos del mar me molestaban y me había desacostumbrado al balanceo del bote. La noche se hizo eterna.
Por la mañana, la isla había desaparecido. Y la masa de algas también. En cuanto cayó la noche, las algas habían disuelto la cuerda con su ácido.
El mar estaba encrespado, el cielo gris.
Me harté de mi situación. Tenía tan poco sentido como el tiempo. Pero la vida se negó a abandonarme. El resto de mi historia es un episodio largo de pena, dolor y resistencia.
Los altos reclaman los bajos y los bajos reclaman los altos. Te aseguro que si te encontraras en una situación tan desesperada como la mía, tú también elevarías tus pensamientos. Cuanto más bajo estés, más alto querrás volar. Era natural que, tan privado y desesperado como estaba, sometido a tanta congoja, recurriera a Dios.
Cuando llegamos a tierra firme, a México, concretamente, estaba tan debilitado que apenas pude alegrarme. Nos costó mucho atracar. El bote salvavidas estuvo a punto de volcarse en el revolcón. Eché las anclas flotantes, o lo que quedaba de ellas, dejándolas completamente abiertas para que estuviéramos perpendiculares a las olas, y las zafé cada vez que nos subíamos a una cresta. De este modo, echando y zafando las anclas, llegamos hasta la orilla. Fue peligroso, pero nos subimos a una ola justo en el lugar correcto y nos acercó a la playa, evitando los enormes muros de agua que se derrumbaban a nuestro alrededor. Zafé las anclas por última vez, y las olas nos empujaron hasta la playa. El bote se detuvo en la arena con un siseo.
Bajé del bote agarrándome al costado. Temía que si lo soltaba, que ahora que estaba tan cerca de la liberación, me ahogaría en medio metro de agua. Miré hacia la playa para ver cuánta distancia me quedaba. Esa mirada me regaló uno de mis últimos recuerdos de Richard Parker, pues en ese preciso instante, dio un salto y me pasó por encima de la cabeza. Vi cómo su cuerpo tan sumamente vital se desplegaba en el aire encima de mí, un arco iris fugaz y peludo. Cayó al agua con las patas traseras despatarradas y la cola levantada, y con un par de brincos llegó a la playa. Se dirigió hacia la izquierda, las garras haciendo cráteres en la arena húmeda, pero cambió de parecer y dio media vuelta. Pasó directamente delante de mí y se fue hacia la derecha. No me miró. Corrió unos treinta metros por la playa antes de cambiar de rumbo, dirigiéndose hacia la selva. Corría con paso vacilante, sin coordinación. Se cayó varias veces. Cuando llegó a la entrada de la jungla, se detuvo. Estaba seguro de que se volvería. Que miraría hacia mí. Que aplastaría las orejas contra la cabeza. Que gruñiría. Que de algún modo, concluiría nuestra relación. Pero no. No quitó los ojos de la jungla. Entonces Richard Parker, mi compañero en la desgracia, esa bestia espantosa y feroz que me mantuvo vivo, avanzó y desapareció para siempre de mi vida.
Me arrastré hasta la orilla y me desplomé en la arena. Miré a mi alrededor. Estaba completamente solo, huérfano no sólo de mi familia, sino de Richard Parker también, y casi, creí, de Dios. Por supuesto que Dios no me había abandonado. La playa, tan suave e inmensa, era como la mejilla de Dios, y en algún lugar había dos ojos que brillaban de alegría y unos labios que sonreían por tenerme allí.
Unas horas después, un miembro de mi propia especie me encontró. Me dejó durante un rato y volvió con un grupo de gente. Había seis o siete personas. Vinieron hacia mí tapándose la boca y la nariz. Me pregunté qué demonios les pasaba. Me hablaron en un idioma que desconocía. Arrastraron el bote salvavidas hasta la arena y me llevaron de allí. Me quitaron el único pedazo de carne de tortuga que había traído del bote y lo tiraron al agua.
Me eché a llorar como un niño. No porque me abrumara el hecho de haber sobrevivido a mi terrible experiencia, aunque así fuera. Tampoco fue por la presencia de mis hermanos y hermanas, aunque este hecho me conmoviera. Lloraba porque Richard Parker me había dejado de forma tan poco ceremoniosa. ¿Cómo pudo estropear nuestra despedida de aquella manera tan terrible? Soy muy partidario de la cortesía, de la armonía del orden. Si está a nuestro alcance, debemos dar una forma significativa a las cosas. Por ejemplo, ¿te ves capaz de narrar esta historia tan embrollada en cien capítulos, ni uno más, ni uno menos? Mira, es una de las cosas que no soporto de mi apodo, que sea un número que nunca acaba. En la vida, hay que concluir las cosas debidamente. Sólo entonces puedes soltarlas. Si no, te quedas con palabras que deberías haber dicho y que no dijiste, y el corazón se te llena de remordimiento. Ese adiós malogrado me sigue doliendo hasta el día de hoy. No sabes cuánto me arrepiento de no haberlo mirado por última vez en el bote salvavidas, de no haberlo provocado un poco para que me tuviera en mente. Ojalá se me hubiera ocurrido decirle… sí, lo sé, a un tigre, pero da igual. Ojalá le hubiera dicho: «Richard Parker, se ha acabado. Hemos sobrevivido. ¿Es increíble, verdad? Te debo más gratitud de la que pueda expresar. No lo hubiera conseguido sin ti. Así que me gustaría decírtelo formalmente: Richard Parker, gracias. Gracias por salvarme la vida. Ahora vete donde quieras. Durante casi toda tu vida sólo has conocida la libertad restringida de un zoológico. Ahora vas a conocer la restricción libre de la selva. Te deseo lo mejor. Cuidado con el Hombre. Nunca será tu amigo. Pero espero que a mí me recuerdes como amigo. Jamás te olvidaré, de eso puedes estar seguro. Siempre te llevaré en el corazón. ¿Ahora me bufas? Mira, nuestro bote acaba de llegar a la arena. Así que adiós, Richard Parker, adiós. Vete con Dios».
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