Mary se echó a llorar otra vez. Gavin tuvo ganas de volver a abrazarla, pero temió hacerlo, especialmente en aquella habitación donde la presencia de Barry era tan palpable. Se conformó con asirle la fina muñeca y conducirla por el pasillo hasta la cocina.
—Necesitas una copa —le dijo con aquel tono imperioso que le resultaba tan raro—. A la porra el café. ¿Dónde están las bebidas de verdad?
Pero se acordó antes de que Mary contestara: había visto a Barry sacar las botellas del armario muchas veces. Le preparó entonces un gin-tonic corto, que era lo único que le había visto tomar antes de cenar.
—Gav, son las cuatro de la tarde.
—¿Y qué más da? —repuso él con su nueva voz—. Vamos, tómatelo.
Una risa un poco trastornada interrumpió los sollozos de Mary; aceptó el vaso y bebió un sorbo. Gavin cogió el rollo de papel de cocina para secarle la cara y los ojos.
—Qué bueno eres, Gav. ¿Tú no quieres nada? ¿Un café o… o una cerveza? —preguntó ella, riendo débilmente otra vez.
Él mismo sacó un botellín de la nevera, se quitó el abrigo y se sentó frente a Mary, a la isla del centro de la cocina. Al cabo de un rato, cuando se hubo tomado casi toda la copa, Mary volvió a ser la de siempre, serena y comedida.
—¿Quién crees tú que habrá sido? —preguntó.
—Algún cabronazo —repuso Gavin.
—Ahora están todos peleándose por su plaza en el concejo. Y discutiendo sobre los Prados, como de costumbre. Y él sigue ahí, metiendo baza. El Fantasma de Barry Fairbrother. A lo mejor es él realmente quien está colgando esos mensajes.
Gavin no supo si lo decía en broma y decidió esbozar una leve sonrisa que podía borrar con facilidad.
—¿Sabes una cosa? —siguió Mary—. Me encantaría pensar que, esté donde esté, se preocupa por nosotros, por mí y por los chicos. Pero lo dudo. Apuesto a que quien más le preocupa es Krystal Weedon. ¿Sabes qué me diría si estuviera aquí?
Mary apuró la copa. Gavin no creía habérsela preparado muy fuerte de ginebra, pero vio que tenía las mejillas muy sonrosadas.
—No —contestó con cautela.
—Me diría que yo tengo apoyo —dijo Mary, y Gavin, para su asombro, captó ira en aquella voz que siempre le había parecido tan dulce—. Sí, probablemente diría: «Tú tienes a toda la familia, a nuestros amigos y a los chicos para ofrecerte consuelo, pero Krystal… —su tono se volvía más estridente—, Krystal no tiene a nadie que la cuide.» ¿Sabes a qué dedicó el día de nuestro aniversario de boda?
—No —repitió Gavin.
—A escribir un artículo sobre Krystal para el periódico. Sobre Krystal y los Prados. Los puñeteros Prados. Ojalá no vuelvan a mencionármelos nunca, ya irá siendo hora. Quiero otra ginebra. Debería beber más a menudo.
Gavin cogió su vaso y volvió al armario de las bebidas, perplejo. Siempre había considerado absolutamente perfecto el matrimonio de Barry. Nunca se le había pasado por la cabeza que Mary pudiese no apoyar al cien por cien cada empresa y cruzada en que se embarcaba su eternamente ocupado marido.
—Entrenamientos de remo por las tardes, salidas los fines de semana para llevarlas a las regatas —continuó Mary sobre el tintineo de los cubitos que Gavin le ponía en el vaso—, y se pasaba muchas noches al ordenador, tratando de conseguir gente que lo apoyara con lo de los Prados, añadiendo cosas al orden del día para las reuniones del concejo. Y todos decían siempre: «Qué maravilloso es Barry, qué bien lo hace todo, siempre se ofrece voluntario; qué comprometido está con la comunidad.» —Tomó un buen trago del segundo gin-tonic—. Sí, maravilloso. Absolutamente maravilloso. Hasta que eso lo mató. Todo el día de nuestro aniversario de boda estuvo tratando de cumplir con la entrega de ese estúpido artículo. Ni siquiera lo han publicado todavía.
Gavin no podía dejar de mirarla. La rabia y el alcohol habían devuelto el color a su rostro. Estaba sentada muy erguida, no encorvada y acobardada como la veía últimamente.
—Fue eso lo que lo mató —declaró entonces, y su voz reverberó un poco en la cocina—. Se lo dio todo a todos. Excepto a mí.
Desde el funeral de Barry, Gavin había pensado varias veces, con una profunda sensación de ineptitud, en el insignificante vacío que él dejaría atrás en su comunidad, en comparación con su amigo, el día que muriese. Mirando a Mary, se preguntó si no sería mejor dejar un enorme hueco en el corazón de una persona. ¿No había comprendido Barry cómo se sentía Mary? ¿No había comprendido la suerte que tenía?
La puerta de entrada se abrió con estrépito, y Gavin oyó entrar a los cuatro chicos: voces, pisadas y trajín de zapatos y mochilas.
—Hola, Gav —saludó Fergus, el mayor, y besó a su madre en la coronilla—. Mamá, ¿estás bebiendo a estas horas?
—Es culpa mía —intervino Gavin—. Asumo toda la responsabilidad.
Qué buenos chicos eran los Fairbrother. A Gavin le gustaba cómo le hablaban a su madre, cómo la abrazaban; la forma en que charlaban unos con otros y con él. Eran abiertos, educados y simpáticos. Pensó en Gaia, en sus maliciosos comentarios, en sus silencios como cortantes trozos de cristal, en los bufidos que le soltaba.
—Gav, ni siquiera hemos hablado del seguro —dijo Mary, mientras los chicos iban de aquí para allá en la cocina, buscando bebidas y algún tentempié.
—No importa —respondió él sin pensar, y se apresuró a corregirse—. ¿Vamos a la sala de estar o…?
—Sí, vamos.
Mary se tambaleó un poco al bajar del taburete, y él volvió a asirla del brazo.
—¿Te quedas a cenar, Gav? —quiso saber Fergus.
—Quédate si quieres —dijo Mary.
Él sintió que lo invadía una oleada de calidez.
—Me encantaría —contestó—. Gracias.
—Qué pena —dijo Howard Mollison meciéndose ligeramente sobre las puntas de los pies, de cara a la repisa de la chimenea—. Una pena, desde luego.
Maureen acababa de contarle con pelos y señales la muerte de Catherine Weedon; se había enterado de todo esa tarde a través de su amiga Karen, la recepcionista, incluida la queja presentada por la nieta de la fallecida. Una expresión de satisfecho reproche le arrugaba la cara; Samantha, que estaba de muy mal humor, pensó que parecía un cacahuete. Miles se limitaba a soltar las convencionales exclamaciones de sorpresa y lástima, pero Shirley miraba el techo con expresión impasible; detestaba que Maureen tuviera el papel protagonista con una noticia que debería haber oído ella primero.
—Mi madre conocía a la familia desde hacía mucho —le contó Howard a Samantha, que ya lo sabía—. Eran vecinas en Hope Street. Cath era buena persona, a su manera. La casa estaba siempre impecable, y trabajó hasta pasados los sesenta. Oh, sí, Cath Weedon era trabajadora como la que más, con independencia de cómo haya acabado el resto de la familia. —Howard disfrutaba reconociendo méritos cuando tocaba—. El marido se quedó en paro cuando cerraron la fundición. No, la pobre Cath no lo tuvo siempre fácil, claro que no.
A Samantha le estaba costando mucho mostrar interés, pero por suerte Maureen interrumpió a Howard.
—¡Y el periódico la ha tomado con la doctora Jawanda! —gritó—. Imaginaos cómo debe de sentirse, ahora que los del Yarvil Gazette se han enterado. La familia está armando un escándalo. Bueno, se comprende, si la pobre difunta pasó tres días sola en aquella casa. ¿Conoces a esa mujer, Howard? ¿Cuál de ellas es Danielle Fowler?
Shirley se levantó y salió de la habitación, con el delantal puesto. Samantha tomó otro trago de vino, sonriendo.
—A ver, pensemos —dijo Howard. Presumía de conocer a casi todo el mundo en Pagford, pero las últimas generaciones de Weedon pertenecían más a Yarvil—. No puede ser una hija, porque Cath tuvo cuatro varones. Será una nieta, supongo.
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