J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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—Y quiere que se lleve a cabo una investigación —añadió Maureen—. Bueno, la cosa tenía que acabar así. Era cuestión de tiempo. Lo que me sorprende es que haya tardado tanto. La doctora Jawanda se negó a darle antibióticos al crío de los Hubbard, y acabó hospitalizado con un ataque de asma. ¿Sabes dónde se formó esa mujer, si en la India o…?

Shirley, que escuchaba desde la cocina mientras removía la salsa, se sintió irritada, como le pasaba siempre, por la forma en que Maureen monopolizaba la conversación, o eso al menos le parecía. Resuelta a no volver hasta que Maureen hubiese acabado, se dirigió al estudio a comprobar si alguien se había excusado de asistir a la siguiente reunión del concejo parroquial; en su papel de secretaria, ya estaba redactando el orden del día.

—¡Howard, Miles…! ¡Venid a ver esto!

La voz de Shirley, habitualmente dulce y aflautada, sonó estridente.

Howard salió bamboleante de la sala de estar, seguido por Miles, aún con el traje que había llevado todo el día en la oficina. Los ojos de Maureen, enrojecidos, con párpados caídos y kilos de rímel, se clavaron en el umbral desierto como los de un sabueso; sus ansias de saber qué había encontrado Shirley eran casi palpables. Sus dedos de nudillos descarnados y cubiertos de piel translúcida y moteada, como de leopardo, empezaron a deslizar el crucifijo y la alianza por la cadena que llevaba al cuello. A Samantha, las profundas arrugas que descendían de las comisuras de la boca de Maureen siempre le recordaban a un muñeco de ventrílocuo.

«¿Por qué te pasas la vida aquí? —le preguntó mentalmente Samantha—. Por sola que me sintiera, jamás sería el perrito faldero de Howard y Shirley como tú.»

Samantha sintió una arcada de repugnancia. Tuvo ganas de coger aquella habitación demasiado caldeada y estrujarla hasta que la porcelana, la chimenea de gas y las fotografías con marco dorado de Miles se hicieran pedazos; y entonces, con la marchita y pintarrajeada Maureen chillando en su interior, arrojarla, cual lanzadora de pesos celestial, hacia el sol poniente. La habitación aplastada con la vieja arpía dentro voló en su imaginación por el cielo para hundirse en un océano sin fondo, dejándola a ella sola en la infinita quietud del universo.

Samantha había pasado una tarde terrible. Había tenido otra aterradora conversación con su contable; no recordaba gran cosa del trayecto de vuelta a casa desde Yarvil. Le habría gustado descargarlo todo en Miles pero, después de dejar el maletín y quitarse la corbata, él preguntó:

—Todavía no has empezado a preparar la cena, ¿verdad? —Hizo ademán de olisquear el aire, y contestó a su propia pregunta—: No, no has empezado. Bueno, pues ya va bien, porque mis padres nos han invitado a cenar. —Y antes de que ella protestara, añadió—: No tiene nada que ver con el concejo. Es para hablar de la organización de los sesenta y cinco años de papá.

La rabia fue casi un alivio para Samantha, pues eclipsó su ansiedad y sus temores. Había seguido a Miles hasta el coche regodeándose en su sensación de mujer maltratada. Cuando él le preguntó por fin, en la esquina de Evertree Crescent: «¿Cómo te ha ido el día?», ella contestó: «De puñetera maravilla.»

—Me pregunto qué estará pasando —dijo Maureen, rompiendo el silencio en la sala.

Samantha se encogió de hombros. Típico de Shirley, lo de llamar a los hombres y dejar a las mujeres a la expectativa; Samantha no estaba dispuesta a darle a su suegra la satisfacción de mostrar interés.

Las pisadas elefantinas de Howard hicieron crujir el parquet bajo la alfombra del pasillo. Maureen boqueaba de pura expectación.

—Bueno, bueno, bueno —resolló Howard, entrando pesadamente en la habitación.

—Estaba comprobando la página del concejo —explicó Shirley detrás de él y un poco jadeante—, por si alguien no podía asistir a la próxima reunión…

—Alguien ha colgado acusaciones contra Simon Price —informó Miles a Samantha, adelantándose a sus padres en el papel de locutor.

—¿Qué clase de acusaciones? —quiso saber ella.

—Lo culpan de aceptar bienes robados —intervino Howard, reclamando para sí el protagonismo— y de estafar a sus jefes en la imprenta.

A Samantha le alegró comprobar que se quedaba impasible. Sólo tenía una idea muy remota de quién era Simon Price.

—Ha firmado con pseudónimo —continuó Howard—, y no con uno de muy buen gusto, la verdad.

—¿Qué es, una grosería? —preguntó Samantha—. ¿La Gran Polla o algo así?

La carcajada de Howard resonó en la habitación. Maureen soltó un afectado chillido de espanto, pero Miles frunció el entrecejo y Shirley echaba fuego por los ojos.

—No es eso exactamente, Sammy —dijo Howard—. No, se hace llamar El Fantasma de Barry Fairbrother.

—Ah —repuso Samantha, y su sonrisa se evaporó.

Eso no le gustaba. Al fin y al cabo, ella iba en la ambulancia cuando le habían puesto todos aquellos tubos y agujas al cuerpo inerte de Barry; lo había visto moribundo con la mascarilla; había visto a Mary aferrada a su mano, había oído sus gemidos y sollozos.

—Oh, no, no tiene ninguna gracia —intervino Maureen, aunque su voz de rana reveló que aquello le encantaba—. Qué desagradable, lo de hablar en nombre de los muertos, faltándoles al respeto de esa manera. No está bien.

—No —admitió Howard. Distraídamente, cruzó la habitación, cogió la botella de vino y volvió junto a Samantha para llenarle la copa vacía—. Pero por lo visto hay alguien a quien no le importa el buen gusto, si se trata de eliminar de la campaña a Simon Price.

—Si piensas lo que creo que estás pensando, papá —intervino Miles—, ¿no habría ido a por mí en lugar de a por Price?

—¿Y cómo sabes que no lo ha hecho ya?

—¿Qué quieres decir? —se apresuró a preguntar Miles.

—Quiero decir —repuso Howard, encantado de ser el blanco de todas las miradas— que hace un par de semanas recibí una carta anónima que hablaba de ti. No decía nada específico, sólo que no le llegabas a la suela del zapato a Fairbrother. Me sorprendería mucho que esa carta no viniera de la misma fuente que el anuncio en la web. En ambos se hace mención de Fairbrother, ¿comprendéis?

Samantha se llevó la copa a los labios con demasiado entusiasmo y un poco de vino se le derramó en dos hilillos hacia la barbilla, exactamente por donde sus propias arrugas de ventrílocuo aparecerían con el tiempo. Se limpió la cara con la manga.

—¿Dónde está esa carta? —quiso saber Miles, tratando de no parecer inquieto.

—La metí en la trituradora. Era anónima, no contaba.

—No queríamos preocuparte, cariño —intervino Shirley, y le dio unas palmaditas en el brazo.

—De todas formas, no tienen nada contra ti —añadió Howard para tranquilizar a su hijo—, o habrían sacado a la luz los trapos sucios, como han hecho con Price.

—La mujer de Simon Price es una chica encantadora —comentó Shirley con ligero pesar—. Si es cierto que él anda metido en chanchullos, seguro que Ruth no sabe nada. Es amiga mía del hospital —añadió, dirigiéndose a Maureen—. Es enfermera.

—No sería la primera esposa que no ve lo que está pasando ante sus narices —dijo Maureen, demostrando que, como si fueran naipes, la sabiduría mundana triunfa sobre la información privilegiada.

—Usar el nombre de Barry Fairbrother me parece el descaro más absoluto —comentó Shirley, fingiendo no haber oído a Maureen—. El que lo ha hecho no ha pensado ni un momento en su viuda, en su familia. Sólo le importan sus prioridades, sacrificaría lo que fuera por ellas.

—Demuestra a qué nos enfrentamos —dijo Howard. Se rascó bajo la barriga, pensativo—. Estratégicamente hablando, es una jugada astuta. Desde el principio supe que Price iba a dividir el voto de los defensores de los Prados. La Pelmaza no tiene un pelo de tonta; también lo ha advertido, y quiere que abandone.

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