J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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—Me gustan los caballos —le había dicho a la abuelita.

Antes de que su madre se fuera, habían hecho una visita a la feria agrícola con el colegio. Toda la clase contempló un gigantesco percherón negro completamente enjaezado, pero Terri fue la única que se atrevió a acariciarlo. El olor la embriagó y se abrazó a la pata del animal, una columna que reposaba sobre un enorme casco cubierto de pelo blanco, sintiendo la carne viva bajo el pelaje, mientras la profesora exclamaba: «¡Cuidado, Terri, cuidado!», y el anciano que estaba con el caballo le sonreía y decía que no pasaba nada, que Samson no le haría daño a una niñita preciosa como ella.

El caballo de cerámica era de otro color: amarillo, con la crin y la cola negras.

—Te lo puedes quedar —le había dicho la abuelita, y Terri fue presa del éxtasis más absoluto.

Pero la mañana del cuarto día apareció su padre.

—Te vienes a casa conmigo —dijo, y su expresión la aterró—. No vas a quedarte con esta vieja chivata de los cojones. Ni en broma, zorra.

La abuelita Cath estaba tan asustada como Terri.

—Mikey, no… —gimoteaba una y otra vez.

Varios vecinos espiaban desde sus ventanas. La abuelita agarraba a Terri de un brazo y su padre del otro.

—¡Te vienes a casa conmigo!

Su padre le puso un ojo morado a la abuelita. Se llevó a rastras a Terri y la metió en el coche. Cuando llegaron a casa, golpeó y pateó cada centímetro de su cuerpo que pudo alcanzar.)

—¡¿Has visto a Obbo?! —le gritó Terri a la vecina de éste desde una distancia de cincuenta metros—. ¿Ha vuelto?

—No sé —respondió la mujer dándose la vuelta.

(Cuando Michael no pegaba a Terri, le hacía las otras cosas, esas cosas de las que ella no podía hablar. La abuelita Cath no volvió nunca más. Terri se escapó a los trece años, pero no a casa de la abuelita, no quería que su padre la encontrara. La atraparon de todas formas, y pasó a manos de Protección de Menores.)

Terri aporreó la puerta de Obbo y esperó. Volvió a llamar, pero nadie acudió. Se dejó caer en el peldaño de la puerta, temblando, y se echó a llorar.

Dos chicas del Winterdown que habían faltado a clase la miraron al pasar.

—¡Ésa es la madre de Krystal Weedon! —dijo una bien alto.

—¡¿La fulana?! —exclamó la otra a voz en cuello.

Terri no tuvo fuerzas para insultarlas, porque estaba llorando a moco tendido. Soltando bufidos y risitas, las chicas siguieron su camino.

—¡Puta! —le gritó una de ellas desde el final de la calle.

III

Gavin podría haberle dicho a Mary que pasara por su despacho para hablar del más reciente intercambio de cartas con la compañía de seguros, pero prefirió ir a verla a su casa. No había fijado ninguna cita a partir de media tarde, por si ella le ofrecía quedarse a cenar; era una cocinera estupenda.

El contacto regular con Mary había acabado por disipar la instintiva tendencia de Gavin a rehuir la tristeza del duelo que ella sobrellevaba. Mary siempre le había gustado, pero Barry la eclipsaba cuando estaban juntos. Lo cierto es que a ella nunca pareció sentarle mal el papel protagonista de su marido; por el contrario, se habría dicho que estaba encantada de ser una bonita figura decorativa, contenta de reírle los chistes, contenta, simplemente, de estar con él.

Gavin dudaba que Kay se sintiese satisfecha desempeñando un papel secundario. Cuando subía por Church Row rascando las marchas, se dijo que Kay consideraría una ofensa la menor sugerencia de que cambiara su conducta o se reservara sus opiniones por el bien del placer, la felicidad y la autoestima de su pareja.

Tenía la sensación de que nunca había sido tan poco feliz en una relación. Incluso en la última época de su deteriorado noviazgo con Lisa, hubo treguas temporales, risas, repentinos y conmovedores recordatorios de tiempos mejores. En cambio, la situación con Kay se parecía a una guerra. A veces, él olvidaba que supuestamente se profesaban afecto. ¿Le gustaba siquiera a Kay?

La peor pelea hasta la fecha la habían tenido por teléfono la mañana siguiente a la cena en casa de Miles y Samantha. Ella había acabado colgándole. Él había pasado veinticuatro horas pensando que su relación había terminado y, aunque era lo que quería, había sentido más temor que alivio. En sus fantasías, Kay desaparecía simplemente de vuelta a Londres, pero la realidad era que se había amarrado a Pagford con un empleo y una hija en Winterdown. El pueblo era pequeño, y Gavin se enfrentaba a la perspectiva de toparse con ella en todas partes. Quizá Kay estaba envenenando ya el pozo de los cotilleos en su contra; la imaginaba repitiéndole a Samantha las cosas que le había dicho a él por teléfono, o contándoselas a aquella vieja entrometida de la tienda de delicatessen que le ponía los pelos de punta.

«He desarraigado a mi hija, he dejado mi trabajo y me he trasladado aquí por ti, y me tratas como a una fulana a la que no tienes que pagar.»

La gente juzgaría que se había portado mal con ella. Bueno, quizá sí se había portado mal. Seguro que hubo algún punto crucial en el que habría podido echarse atrás, pero no lo había visto.

Pasó el fin de semana entero dándole vueltas a cómo le sentaría que lo consideraran el malo de la película. Nunca había representado ese papel. Cuando Lisa lo dejó, todos se habían mostrado atentos y comprensivos con él, en especial los Fairbrother. Fue presa de la culpa y el miedo hasta que, el domingo por la noche, se derrumbó y llamó a Kay para disculparse. Ahora volvía a estar donde no quería, y odiaba a Kay por ello.

Aparcó el coche en el sendero de entrada de los Fairbrother, como había hecho tan a menudo en vida de Barry, y al caminar hacia la puerta advirtió que habían cortado el césped desde su última visita. Cuando llamó al timbre, Mary le abrió casi al instante.

—Hola, ¿qué tal…? Mary, ¿qué pasa?

Ella, con los ojos enrojecidos y las mejillas surcadas de lágrimas, tragó saliva un par de veces negando con la cabeza. Y entonces, sin saber del todo cómo, Gavin se encontró estrechándola entre sus brazos en el umbral.

—¿Mary? ¿Ha ocurrido algo?

Notó que asentía con la cabeza. Muy consciente de lo expuestos que estaban, de la calle a sus espaldas, la hizo entrar con suavidad. La notaba menuda y frágil en sus brazos; ella lo aferraba con los dedos y apretaba la cara contra su abrigo. Gavin intentó dejar el maletín con suavidad, pero el ruido que provocó al dar contra el suelo la hizo apartarse de él, llevándose las manos a la cara, jadeante.

—Lo siento… lo siento… Oh, Dios mío, Gav…

—¿Qué ha pasado? —La voz de Gavin sonó diferente: convincente e imperiosa, como la de Miles cuando había alguna crisis en el trabajo.

—Alguien ha puesto… no sé cómo… alguien ha puesto el nombre de Barry…

Le indicó que pasara al estudio de la casa, abarrotado, desordenado y acogedor, con los antiguos trofeos de remo de Barry en las estanterías y una gran fotografía enmarcada de ocho chicas adolescentes con los puños en alto y medallas al cuello. Mary señaló la pantalla del ordenador con un dedo tembloroso. Sin quitarse el abrigo, Gavin se dejó caer en la silla y miró fijamente el foro de la página web del concejo parroquial de Pagford.

—Esta mañana es… estaba en la tienda de delicatessen y Maureen Lowe me ha dicho que mucha gente ha colgado mensajes de condolencia en la página… Así que iba a en… enviar un mensaje de a… agradecimiento. Y… mira…

Gavin lo vio mientras ella hablaba. Simon Price, no apto para presentarse al concejo,colgado por El Fantasma de Barry Fairbrother.

—Madre mía —soltó asqueado.

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