—Pero a lo mejor no tiene nada que ver con Parminder y los suyos —especuló Samantha—. Puede ser de alguien a quien no conocemos, alguien que quiera ajustar cuentas con Simon Price.
—Ay, Sam —repuso Shirley con una risa cristalina, negando con la cabeza—. Se nota que la política es algo nuevo para ti.
«Vete a la mierda, Shirley.»
—Vale, y entonces, ¿por qué han usado el nombre de Barry Fairbrother? —preguntó Miles, encarándose con su mujer.
—Bueno, está en la web, ¿no? Es su plaza la que está vacante.
—¿Y quién va a andar buscando esa clase de información en la web del concejo? No —añadió él con seriedad—, es alguien de dentro.
Alguien de dentro… Libby le había contado una vez a Samantha que dentro de una gota de agua de charca podía haber miles de especies microscópicas. Samantha se dijo que eran todos absolutamente ridículos, allí sentados ante los platos conmemorativos de Shirley como si estuvieran en la sala del gabinete de Downing Street, como si unos cuantos chismes en la página web de un concejo parroquial constituyeran una campaña organizada, como si todo aquello tuviese la más mínima importancia.
Así pues, con actitud desafiante, Samantha dejó de prestarles atención. Clavó la vista en la ventana y el despejado cielo del anochecer, y pensó en Jake, el chico musculoso del grupo musical favorito de Libby. A la hora del almuerzo, Samantha había salido en busca de unos bocadillos, y volvió con una revista de música en la que venía una entrevista a Jake y su grupo. Había montones de fotos.
—Es para Libby —le dijo a su ayudante en la tienda.
—Hala, vaya tío. No lo echaría de mi cama aunque me la llenara de migas —comentó Carly señalando a Jake, desnudo de cintura para arriba, con la cabeza hacia atrás, revelando aquel cuello grueso y fuerte—. Oh, mira, pero si sólo tiene veintiún años. No soy una asaltacunas.
Carly tenía veintiséis. Samantha no se molestó en calcular cuántos años le llevaba ella a Jake. Se había comido el bocadillo, había leído la entrevista y estudiado las fotos. Jake con las manos apoyadas en una barra sobre la cabeza, los bíceps abultados bajo una camiseta negra; Jake con una camisa blanca abierta, los músculos abdominales grabados a cincel por encima de la cinturilla baja de los vaqueros.
Samantha bebió el vino de Howard y contempló el cielo, de un delicado tono rosáceo más allá del seto de alheña; el tono preciso que tenían sus pezones antes de que el embarazo y la lactancia los volvieran oscuros y distendidos. Se imaginó con diecinueve años, contra los veintiuno de Jake, con la cintura estrecha de nuevo, curvas prietas y un vientre plano y firme, cómodamente embutida en sus shorts blancos de talla 36. Recordaba claramente la sensación de estar sentada en el regazo de un joven con aquellos shorts, con el calor y la aspereza de los vaqueros contra los muslos desnudos y unas grandes manos rodeándole la delgada cintura. Imaginó el aliento de Jake en el cuello; se imaginó volviéndose para mirarlo a los ojos azules, cerca de aquellos pómulos prominentes y la boca firme y perfilada…
—… en el centro parroquial, y encargaremos el catering en Bucknoles —estaba diciendo Howard—. Hemos invitado a todo el mundo: a Aubrey y Julia… a todos. Con un poco de suerte, será una celebración por partida doble, tú en el concejo y yo un año más joven…
Samantha estaba achispada y un poco cachonda. ¿Cuándo iban a cenar? Advirtió que Shirley había salido de la sala, y esperó que fuera para servir algo de comida en la mesa.
Sonó el teléfono junto al codo de Samantha, que dio un respingo. Antes de que nadie pudiera moverse, Shirley había aparecido de nuevo, con un floreado guante de horno en una mano. Levantó el auricular con la otra.
—¿Dos dos cinco nueve? —canturreó con modulación creciente—. Ah… ¡Hola, Ruth, querida!
Howard, Miles y Maureen se pusieron rígidos y prestaron atención. Shirley se volvió para lanzarle una mirada penetrante a su marido, como si transmitiera con los ojos la voz de Ruth a la mente de Howard.
—Sí —dijo Shirley con voz aflautada—. Sí…
Sentada junto al teléfono, Samantha oía la voz de la otra mujer, pero no distinguía las palabras.
—Oh, ¿de verdad?
Maureen volvía a boquear; parecía un pajarillo antiquísimo, o quizá un pterodáctilo que ansiaba noticias regurgitadas.
—Sí, querida, ya entiendo… Oh, no debería haber problema… No, no; se lo explicaré a Howard. No, no supone ningún problema.
Los ojillos castaños de Shirley no se habían apartado un instante de los grandes y saltones ojos azules de Howard.
—Ruth, querida —dijo—. Ruth, no quiero preocuparte, pero ¿has visto hoy la web del concejo? Bueno… no es muy agradable, pero creo que tendrías que saber que… que alguien ha colgado una cosa muy fea sobre Simon… Bueno, será mejor que lo leas tú misma, no quisiera… Muy bien, querida. Muy bien. Nos vemos el miércoles, espero. Sí. Adiós.
Shirley colgó.
—No lo sabía —declaró Miles.
Shirley negó con la cabeza, confirmándolo.
—¿Para qué llamaba?
—Por su hijo —le dijo a Howard—. Tu nuevo chico para todo. Tiene alergia a los cacahuetes.
—Muy conveniente en una tienda de comida —opinó Howard.
—Quería saber si podrías guardarle en la nevera una jeringuilla de adrenalina, sólo por si acaso.
Maureen resopló.
—Estos chicos de hoy en día… Todos tienen alergias.
La mano sin guante de Shirley no había soltado el auricular. Su subconsciente esperaba captar temblores en la línea procedentes de Hilltop House.
Ruth estaba sola en la iluminada sala, de pie y aferrando todavía el auricular que acababa de colgar.
Hilltop House era pequeña y compacta. Era una casa antigua y no costaba saber dónde se encontraba exactamente cada uno de los miembros de la familia Price; las voces, pisadas y puertas que se abrían y cerraban se oían muy bien. Ruth sabía que su marido seguía en la ducha, porque oía sisear y traquetear la caldera bajo la escalera. Había esperado a que Simon abriera el agua para telefonear a Shirley, pues le preocupaba que él pudiera pensar que pedir aquel pequeño favor, lo de la EpiPen inyectable, era confraternizar con el enemigo.
El ordenador familiar estaba instalado en un rincón de la sala, donde Simon podía tenerlo vigilado y asegurarse de que nadie disparara el importe de la factura. Ruth soltó el teléfono y se abalanzó sobre el teclado.
La web del concejo parroquial tardaba lo suyo en cargarse. Con mano temblorosa, Ruth se ajustó las gafas de lectura en la nariz mientras examinaba las distintas páginas. Por fin encontró el tablón de anuncios. El nombre de su marido le saltó a la vista en espantoso negro sobre blanco: Simon Price, no apto para presentarse al concejo.
Abrió el texto entero con un doble clic sobre el título, y lo leyó. De pronto, todo empezó a darle vueltas.
—Dios mío —musitó.
La caldera había dejado de sonar. Simon estaría poniéndose el pijama que había calentado en el radiador. Ya había corrido las cortinas de la salita y encendido las lámparas de pie y la estufa de leña para bajar a tenderse en el sofá y ver las noticias.
Ruth no tendría más remedio que decírselo. No podía dejar que él lo descubriera por sí mismo, además de que no creía poder guardárselo para sí. Estaba asustada y se sentía culpable, aunque no sabía por qué.
Lo oyó bajar la escalera, hasta que apareció en la puerta con el pijama de franela azul.
—Simon —susurró Ruth.
—¿Qué pasa? —repuso él, instantáneamente irritado.
Supo que algo iba mal, que su fantástico plan de sofá, estufa y noticias estaba a punto de irse al traste.
Читать дальше