J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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Simon apenas se apartó y Andrew tuvo que pasar de lado para salir al porche, sin soltar el papel. Temía que le exigiera vaciar los bolsillos para comprobar si llevaba cigarrillos.

—Bueno, adiós.

Su padre no contestó. Andrew se dirigió al garaje y, una vez allí, sacó la nota, la desdobló y la leyó. Sabía que no estaba siendo racional, que lo que había anotado allí no podía modificarse por arte de magia a causa de la mera proximidad de Simon, pero aun así, quiso asegurarse. Tras comprobar que todo estaba bien, volvió a doblarla y se la metió en el fondo del bolsillo, que se cerraba con un corchete; entonces sacó la bicicleta de carreras del garaje y salió por la cancela hasta el camino. Sabía que su padre lo observaba a través de la puerta de cristal del recibidor, y estaba seguro de que le habría encantado verlo caerse o causarle algún desperfecto a la bicicleta.

Pagford se extendía allá abajo, algo neblinoso al débil sol primaveral; se respiraba un aire frío y penetrante. Andrew supo que había llegado al sitio donde Simon ya no podía verlo desde la casa porque sintió como si le quitaran un peso de los hombros.

Bajó como un rayo por la colina hasta Pagford, sin tocar los frenos, y torció por Church Row. Cuando llegó hacia la mitad de la calle, redujo la velocidad y entró pedaleando con decoro en el sendero de la casa de los Wall, esquivando con cuidado el coche de Cuby.

—Hola, Andy —lo saludó Tessa al abrirle la puerta.

—Hola, señora Wall.

Andrew aceptaba la opinión generalizada de que los padres de Fats eran ridículos. Tessa era regordeta y sin encanto, llevaba un peinado extraño y su forma de vestir daba vergüenza ajena, mientras que Cuby era ansioso hasta un extremo cómico; sin embargo, Andrew sospechaba que, si los Wall hubieran sido sus padres, seguramente no se habría llevado demasiado mal con ellos. Eran tan civilizados, tan cordiales… En su casa nunca tenía la sensación de que el suelo podía ceder en el momento menos pensado y sumergirlo en el caos.

Fats estaba sentado en el primer peldaño de la escalera, poniéndose las zapatillas de deporte. Del bolsillo de la pechera de su chaqueta asomaba un paquete de tabaco de liar.

—Arf.

—Fats.

—¿Quieres dejar la bicicleta de tu padre en el garaje, Andy?

—Sí, gracias, señora Wall.

(Tessa siempre pronunciaba aquel «tu padre» con cierta formalidad. Andrew sabía que ella detestaba a Simon, y ésa era una de las razones por las que a él no le importaba pasar por alto aquella ropa holgada y horrible que llevaba, ni aquel flequillo tan poco favorecedor.

La antipatía de Tessa se remontaba a un horroroso incidente ocurrido años atrás, cuando Fats, a la sazón de seis años, fue a pasar la tarde del sábado a Hilltop House por primera vez. Intentando coger unas raquetas de bádminton guardadas en el garaje, ambos amigos se encaramaron a una caja y, sin querer, tiraron el contenido de un estante desvencijado.

Andrew todavía recordaba el instante en que la lata de creosota se estrelló contra el capó del coche y se abrió; y el terror que sintió y su incapacidad para hacerle entender a su risueño amigo la que se habían buscado.

Simon oyó el ruido e irrumpió en el garaje con su mentón por delante y emitiendo aquel gruñido animal; a continuación, se puso a gritarles y amenazarlos con terribles castigos físicos, con los puños apretados a escasos centímetros de sus caritas, mientras ellos lo miraban con los ojos como platos.

Fats se orinó encima. El chorro resbaló por sus piernas y formó un charquito en el suelo del garaje. Ruth, que había oído los gritos desde la cocina, salió corriendo para intervenir: «No, Simon… Simon, no… Ha sido sin querer.» Fats estaba pálido y temblaba; quería marcharse a su casa, quería a su mamá.

Cuando llegó Tessa, Fats corrió hacia ella con los pantalones empapados, sollozando. Fue la única vez en su vida que Andrew vio a su padre quedarse sin saber qué decir, echarse atrás. Tessa se las ingenió para transmitir una rabia intensa sin levantar la voz, sin amenazar, sin golpear. Extendió un cheque y se lo puso a Simon en la mano, mientras Ruth repetía: «No, por favor, no hace falta, no hace falta.» Simon la siguió hasta el coche tratando de quitarle importancia a lo ocurrido, pero Tessa lo miró con desprecio mientras ponía a Fats, aún sollozante, en el asiento del pasajero, y luego cerró la puerta del conductor en la cara todavía sonriente de Simon. Andrew se fijó en la expresión de sus padres: además de llevarse a Fats, Tessa se llevaba consigo, colina abajo, un secreto que solía permanecer oculto en la casa de la cima de la colina.)

Ahora, Fats intentaba complacer a Simon. Cuando subía a Hilltop House, se tomaba la molestia de hacerlo reír; y a cambio, Simon lo recibía bien, disfrutaba con sus chistes más groseros, le pedía que le contara sus últimas travesuras. Sin embargo, a solas con Andrew, se mostraba completamente de acuerdo en que Simon era un hijoputa de 24 quilates categoría A.

—Yo creo que es tortillera —dijo Fats cuando pasaron por delante de la antigua vicaría, oscura bajo la sombra del pino escocés y con la fachada recubierta de hiedra.

—¿Quién, tu madre? —preguntó Andrew, que iba ensimismado en sus pensamientos y no le hacía mucho caso.

—Pero ¿qué dices, tío? —saltó Fats, profundamente ofendido—. ¡No, imbécil! ¡Sukhvinder Jawanda!

—Ah, sí. Ya.

Andrew rió, y Fats también, aunque un momento más tarde.

El autobús de Yarvil iba muy lleno; Andrew y Fats tuvieron que sentarse uno al lado del otro y no ocupando dos asientos dobles, como les gustaba. Al pasar por el final de Hope Street, Andrew echó un vistazo a la calle, pero estaba desierta. No se había encontrado a Gaia fuera del instituto desde la tarde en que ambos habían conseguido el empleo en La Tetera de Cobre. La cafetería abriría el fin de semana siguiente; Andrew se ponía eufórico cada vez que lo pensaba.

—Simoncete ya ha puesto en marcha la campaña electoral, ¿no? —preguntó Fats mientras liaba un cigarrillo. Tenía una de sus largas piernas cruzada en el pasillo, y la gente pasaba por encima en lugar de pedirle que se moviera—. Cuby ya está cagado, y eso que sólo ha empezado a redactar el panfleto.

—Sí, anda muy ocupado —dijo Andrew, y soportó sin pestañear una oleada de pánico en la boca del estómago.

Pensó en sus padres sentados a la mesa de la cocina, como habían hecho todas las noches de la semana anterior; en la caja de panfletos estúpidos que Simon había encargado en la imprenta; en la lista de puntos clave que Ruth lo había ayudado a recopilar y que él utilizaba en sus llamadas telefónicas, cada noche, a todas las personas que conocía en el distrito electoral. Simon hacía todo eso como si le costara un esfuerzo tremendo. En casa se mostraba muy nervioso, y mostraba una creciente agresividad hacia sus hijos, como si llevara sobre los hombros una pesada carga que ellos hubieran eludido. En las comidas, el único tema de conversación eran las elecciones, y ambos adultos especulaban sobre las fuerzas contrarias a Simon. Se tomaban muy a pecho que hubiera otros aspirantes a la plaza de Barry Fairbrother, y se imaginaban a Colin Wall y Miles Mollison pasándose todo el día conspirando, mirando hacia Hilltop House, concentrados en derrotar al hombre que vivía allí.

Andrew volvió a palparse el bolsillo donde llevaba el papel doblado. No le había contado a Fats lo que pensaba hacer: temía que lo divulgara. No sabía cómo hacerle entender a su amigo que era necesario guardar un secreto absoluto, cómo recordarle que aquel psicópata capaz de hacer que un crío se orinara encima estaba vivito y coleando en su propia casa.

—A Cuby no le preocupa mucho Simoncete —dijo Fats—. Cree que su gran competidor es Miles Mollison.

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