Su cara, en tamaño reducido y en blanco y negro, le sonreía desde la pantalla del ordenador. Llevaba toda la tarde allí sentado, intentando componer su panfleto electoral, para el que había decidido utilizar la misma fotografía que aparecía en la web de Winterdown: su rostro en primer plano, con una sonrisa un tanto anodina y la frente alta y reluciente. Esa imagen tenía a su favor que ya se había sometido a las miradas públicas, y de momento no le había acarreado el ridículo ni la ruina, lo que constituía una buena señal. Pero bajo el retrato, en el espacio destinado a la información personal, sólo había un par de frases provisionales. Colin llevaba casi dos horas escribiendo palabras para luego borrarlas; en cierto momento había conseguido redactar un párrafo entero, pero lo había eliminado pulsando una y otra vez la tecla de borrado con un nervioso dedo índice.
Cuando la indecisión y la soledad se le hicieron insoportables, se levantó y bajó a la sala. Encontró a Tessa tumbada en el sofá, aparentemente dormida, y el televisor encendido.
—¿Cómo va? —preguntó ella, adormilada, al abrir los ojos.
—Acaba de pasar Mary. Iba por la calle con Gavin Hughes.
—Ah, sí. Antes me ha comentado algo de que iba a casa de Miles y Samantha. Gavin debía de estar allí. Seguramente la habrá acompañado a su casa.
Colin se quedó perplejo. ¿Que Mary había ido a ver a Miles, el hombre que aspiraba a ocupar el lugar de su marido y se oponía a todo aquello por lo que Barry había luchado?
—¿Y qué demonios hacía en casa de los Mollison?
—Ellos la acompañaron al hospital, ya lo sabes —respondió Tessa; se incorporó, soltó un débil gruñido y estiró sus cortas piernas—. Todavía no había hablado con ellos. Quería darles las gracias. ¿Has terminado el panfleto?
—Ya casi estoy. Mira, lo de la información… no sé, ¿qué crees que debo poner? ¿Cargos anteriores? ¿O limitarme a hablar de Winterdown?
—Supongo que basta con que menciones dónde trabajas ahora. Pero ¿por qué no se lo preguntas a Minda? Ella… —soltó un bostezo—, ella ya lo ha hecho.
—Ya. —Se quedó esperando al lado de Tessa, pero ella no le ofreció su ayuda, ni siquiera le pidió que le dejara leer lo que había escrito—. Sí, buena idea —dijo elevando la voz—. Le pediré a Minda que le eche un vistazo.
Tessa gruñía mientras se masajeaba los tobillos y Colin abandonó la sala herido en su orgullo. Era imposible que su mujer comprendiera cómo se encontraba, lo poco que dormía, lo encogido que tenía el estómago.
En realidad, cuando él había aparecido en la sala, Tessa se había hecho la dormida, pues los pasos de Mary y Gavin la habían despertado hacía diez minutos.
No conocía muy bien a Gavin, que era quince años más joven que Colin y ella, aunque lo que había impedido que intimaran más con él era la tendencia de su marido a sentir celos de los otros amigos de Barry.
—Se ha portado muy bien con lo del seguro —le había contado Mary ese mismo día por teléfono—. Llama a la compañía cada día, por lo que veo, e insiste en que no debo preocuparme por los gastos. Dios mío, Tessa, si no me pagan…
—Estoy convencida de que Gavin lo arreglará todo —la había tranquilizado ella.
Sentada en el sofá, sedienta y con los músculos entumecidos, pensó que habría sido buena idea invitar a Mary a su casa, para hacerla salir un poco y asegurarse de que se alimentaba; pero había una barrera insuperable: Mary encontraba difícil a Colin, no se relajaba en su presencia. Esta realidad, incómoda y hasta la fecha oculta, había ido surgiendo poco a poco tras el deceso de Barry, como restos flotantes de un naufragio revelados por el reflujo de la marea. Era evidente que a Mary sólo le interesaba Tessa; rechazaba cualquier ofrecimiento de ayuda por parte de Colin y evitaba hablar demasiado con él por teléfono. Durante años se habían visto a menudo los cuatro y Mary nunca había manifestado su antipatía: seguramente el buen humor de Barry la encubría.
Tessa tenía que afrontar las nuevas circunstancias con extrema delicadeza. Había conseguido persuadir a Colin de que Mary se sentía más a gusto en compañía de otras mujeres. En el funeral no había estado suficientemente atenta y, cuando salían todos de St. Michael, Colin le había tendido una emboscada a Mary y había intentado explicarle, entre incontrolables sollozos, que pensaba presentarse para ocupar la plaza de Barry en el concejo y así continuar la obra de su amigo, para asegurarse de que se imponía póstumamente. Tessa había distinguido sorpresa e indignación en la cara de Mary y se había llevado a su marido de allí.
Desde ese día, Colin había declarado un par de veces su propósito de ir a ver a Mary y enseñarle todo el material relacionado con las elecciones, para preguntarle si Barry lo habría aprobado; incluso había mencionado su intención de pedirle consejo sobre cómo habría enfocado Barry el proceso de la campaña electoral. Al final, Tessa le había dicho, con firmeza, que no debía dar la lata a Mary con el concejo parroquial. Eso lo molestó, pero Tessa consideró que era preferible que se enfadara con ella a que agravara la aflicción de Mary, o que la incitara a rechazarlo, como había ocurrido cuando manifestó su deseo de despedirse del cadáver de Barry.
—¡Los Mollison! ¡Precisamente! —dijo Colin cuando volvió a la sala con una taza de té. No le había ofrecido una a Tessa; su egoísmo se revelaba a menudo en esos detalles, vivía demasiado enfrascado en sus propias preocupaciones para fijarse en los demás—. ¡Como si no hubiera nadie más con quien cenar! Pero ¡si ellos se oponían a todo lo que representaba Barry!
—No te pongas melodramático, Col. Además, Mary nunca se interesó por los Prados tanto como Barry.
Pero el concepto del amor de Colin implicaba una fidelidad ilimitada y una tolerancia infinita: Mary había perdido irreparablemente su estima.
—¿Y tú adónde vas? —preguntó Simon, plantándose en medio del pequeño recibidor.
La puerta de la calle estaba abierta y el intenso sol de la mañana del sábado entraba por el porche acristalado a espaldas de Simon, lleno de zapatos y abrigos, reduciéndolo a una silueta. Su sombra, ondulada, se extendía por la escalera justo hasta el peldaño en que se encontraba Andrew.
—A la ciudad. Con Fats.
—¿Has terminado todos los deberes?
—Sí. —Era mentira, pero Simon no se molestaría en comprobarlo.
—¿Ruth? ¡Ruth!
Ruth se asomó por la puerta de la cocina, con el delantal puesto, las mejillas coloradas y las manos manchadas de harina.
—¿Qué?
—¿Necesitamos algo de la ciudad?
—¿Cómo? No, creo que no.
—¿Coges mi bicicleta? —le preguntó Simon a Andrew.
—Sí, pensaba…
—¿Vas a dejarla en casa de Fats?
—Sí.
—¿A qué hora queremos que vuelva? —preguntó Simon mirando a su mujer.
—Ay, no lo sé, Simon —contestó ella, impaciente.
Su marido le resultaba más irritante aún cuando, incluso de buen humor, empezaba a dar órdenes sólo por gusto. Andrew y Fats iban a menudo juntos a la ciudad, y se daba por supuesto que Andrew volvería antes del anochecer.
—Entonces, a las cinco en punto —impuso arbitrariamente—. Si te retrasas, te quedas sin salir.
—Vale —dijo Andrew.
Tenía la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta y, en el puño, un papel doblado que sujetaba con ansia, como si se tratara de una granada activada. El miedo a perder ese papel, donde había anotado meticulosamente cifras, letras y símbolos, así como varias frases con tachaduras, corregidas una y otra vez, lo había atormentado toda una semana. Lo llevaba siempre encima, y dormía con él metido en la funda de la almohada.
Читать дальше