—Inyección SQL. Está todo en internet. Tienen una protección de mierda.
Fats se mostró entusiasmado y muy impresionado; Andrew, entre complacido y asustado por la reacción de su amigo.
—Esto tiene que quedar entre…
—¡Déjame escribir uno sobre Cuby!
—¡No!
Andrew apartó el ratón rápidamente para evitar que Fats se lo arrebatara. Aquel horrible acto de deslealtad filial había surgido del primigenio caldo de rabia, frustración y miedo que se removía en su interior desde que tenía uso de razón, pero lo único que se le ocurrió decir para transmitirle eso a Fats fue:
—No lo hago sólo para divertirme.
Leyó el mensaje de cabo a rabo por tercera vez y entonces le añadió un título. Notaba la excitación de Fats a su lado, como si estuvieran viendo otra sesión de porno. El deseo de impresionar un poco más a su amigo se apoderó de Andrew.
—Mira —dijo, y cambió el nombre de usuario de Barry por «El Fantasma de Barry Fairbrother».
Fats soltó una carcajada. A Andrew le temblaban los dedos sobre el ratón. Lo deslizó hacia un lado. Nunca sabría si habría llegado hasta el final si Fats no hubiera estado mirando. Con un solo clic, apareció un nuevo tema en la parte superior del foro del Concejo Parroquial de Pagford: Simon Price, no apto para presentarse al concejo.
Fuera, en la acera, se quedaron mirándose, muertos de risa y un poco sobrecogidos por lo que acababa de pasar. Entonces Andrew le pidió las cerillas a Fats, prendió fuego al trozo de papel en que había escrito el borrador del mensaje y vio cómo se desintegraba en frágiles copos negros que descendieron flotando hasta la sucia acera y desaparecieron bajo los pies de los transeúntes.
Andrew dejó Yarvil a las tres y media para asegurarse de llegar a Hilltop House antes de las cinco. Fats fue con él hasta la parada del autobús, pero de pronto, como si acabara de ocurrírsele, le dijo a Andrew que se quedaría un rato más en la ciudad.
Fats había quedado con Krystal en el centro comercial, aunque se habían dado cierto margen con la hora. Mientras iba dando un paseo hacia las tiendas, pensaba en lo que había hecho Andrew en el cibercafé y trataba de desenmarañar sus propias reacciones.
Desde luego, estaba impresionado; es más, se sentía un poco eclipsado. Andrew había planeado concienzudamente aquello, no se lo había contado a nadie y lo había llevado a cabo con eficacia: todo eso era digno de admiración. No obstante, sentía cierto despecho porque Andrew hubiera tramado su plan sin decirle ni una palabra, y eso lo indujo a preguntarse si no debería condenar el carácter clandestino del ataque de Andrew contra su padre. ¿No era un método excesivamente hipócrita y sofisticado? ¿No habría sido más auténtico amenazar abiertamente a Simon o pegarle un puñetazo?
Sí, Simon era un mierda, pero sin duda un mierda auténtico: hacía lo que quería y cuando quería, sin someterse a las restricciones sociales ni a la moral convencional. Fats se preguntó si sus simpatías no deberían estar con Simon, a quien le gustaba distraer con un humor vulgar y grosero limitado a personas que se ponían en ridículo o sufrían accidentes cómicos. Muchas veces, Fats se decía que prefería a Simon, con su temperamento volátil y sus imprevisibles broncas —un contrincante digno, un adversario comprometido—, antes que a Cuby.
Por otra parte, Fats no se había olvidado de la lata de creosota, de la cara y los puños amenazantes de Simon, de aquel gruñido brutal, de la orina caliente resbalándole por las piernas; ni —quizá lo más vergonzoso— de su sincero y desesperado anhelo de que llegara Tessa y se lo llevara a un lugar seguro. Fats todavía no era tan invulnerable como para no mostrarse comprensivo con el deseo de venganza de Andrew.
De modo que volvió al punto de partida: Andrew había hecho algo audaz, ingenioso y de consecuencias potencialmente explosivas. Experimentó otra débil punzada de disgusto por no haber sido él el padre de la idea. Estaba intentando librarse de su dependencia de las palabras, un rasgo adquirido tan burgués, pero era difícil renunciar a un deporte que se le daba muy bien, y mientras caminaba por las relucientes baldosas de la entrada del centro comercial, sin darse cuenta se puso a dar vueltas a frases que destrozarían las presuntuosas aspiraciones de Cuby y lo dejarían desnudo ante un público que se burlaría de él.
Distinguió a Krystal entre un grupo de chicos de los Prados, apiñados alrededor de los bancos de en medio del paseo que discurría entre las tiendas. Nikki, Leanne y Dane Tully estaban entre ellos. Fats no vaciló ni mudó lo más mínimo la expresión, sino que siguió caminando al mismo ritmo, con las manos en los bolsillos, hasta colocarse ante aquella batería de miradas críticas y curiosas que lo examinaron de la cabeza a los pies.
—Qué hay, Fatboy —dijo Leanne.
—Qué hay —respondió Fats.
Leanne le murmuró algo a Nikki, que soltó una carcajada. Krystal, con las mejillas coloradas, mascaba chicle enérgicamente, se apartaba el pelo haciendo danzar sus pendientes y se subía los pantalones de chándal.
—¿Todo bien? —le dijo Fats a ella en particular.
—Bien.
—¿Sabe tu madre que has salido, Fats? —preguntó Nikki.
—Claro, me ha traído ella —dijo él con calma ante un silencio expectante—. Me espera en el coche; dice que puedo echar un polvo rápido antes de que volvamos a casa para cenar.
Todos se echaron a reír excepto Krystal, que gritó «¡Vete a la mierda, bocazas!», aunque parecía complacida.
—¿Fumas tabaco de liar? —preguntó Dane Tully con los ojos fijos en la pechera de Fats. Tenía una gran costra negra en el labio.
—Ajá —contestó Fats.
—Mi tío también —dijo Dane—. Se ha machacado los pulmones. —Se tocó distraído la costra.
—¿Adónde vais a ir? —preguntó Leanne, mirando con los ojos entornados a Fats y luego a Krystal.
—Ni idea —contestó ella, mascando chicle y mirando de reojo a Fats.
Sin aclarar la cuestión, él apuntó con el pulgar hacia la salida del centro comercial.
—Hasta luego —les dijo Krystal en voz alta a los demás.
A modo de despedida, Fats hizo un gesto vago con la mano y echó a andar, y la chica lo siguió y se colocó a su lado. Fats oyó más risas a sus espaldas, pero no le importó. Sabía que se había desenvuelto bien.
—¿Adónde vamos? —preguntó Krystal.
—Ni idea. ¿Tú adónde sueles ir?
Ella se encogió de hombros sin dejar de andar ni de masticar. Salieron del centro comercial y enfilaron la calle principal. Estaban a cierta distancia del parque, adonde ya habían ido una vez en busca de intimidad.
—¿Es verdad que te ha acompañado tu madre? —preguntó Krystal.
—Claro que no, joder. He venido en autobús.
Krystal aceptó la réplica sin rencor y desvió la mirada hacia los escaparates de las tiendas, donde se vio reflejada al lado de Fats. Desgarbado y diferente, era toda una celebridad en el instituto. Incluso Dane lo encontraba gracioso.
«Sólo te utiliza, imbécil —le había espetado Ashlee Mellor hacía tres días, en la esquina de Foley Road—. Porque eres una puta, igual que tu madre.»
Ashlee había formado parte del grupo de Krystal hasta que las dos se pelearon por un chico. Era de todos sabido que Ashlee no estaba bien de la cabeza: propensa a los arrebatos de ira y las lágrimas, cuando aparecía por Winterdown dividía el tiempo entre las clases de refuerzo y las sesiones de orientación. Por si hacían falta más pruebas de su incapacidad para pensar en las consecuencias de sus actos, había desafiado a Krystal en su propio territorio, donde ésta tenía respaldo y ella no. Nikki, Jemma y Leanne habían ayudado a acorralar y sujetar a Ashlee, y Krystal la había golpeado y abofeteado sin piedad, hasta que se manchó los nudillos con la sangre que le brotaba de la boca.
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