A Krystal no le preocuparon las repercusiones que pudiera tener aquello.
«Son blandos como la mierda y se derriten a la mínima», decía de Ashlee y su familia.
Pero aquellas palabras de Ashlee se habían clavado en un lugar tierno e infectado de la psique de Krystal, y por eso había sido como un bálsamo que al día siguiente Fats la hubiera buscado en el instituto para preguntarle, por primera vez, si quería quedar aquel fin de semana. Ella corrió a contarles a Nikki y Leanne que el sábado había quedado con Fats Wall, y sus miradas de sorpresa la complacieron. Y para colmo, él había aparecido cuando había dicho que aparecería (o menos de una hora más tarde de lo acordado), delante de todos sus amigos, y se había marchado con ella. Como si fueran una pareja.
—¿Y qué? ¿Cómo te va? —le preguntó Fats cuando ya habían recorrido cincuenta metros en silencio y dejado atrás el cibercafé.
Sabía que los convencionalismos exigían mantener en todo momento algún tipo de comunicación, aunque al mismo tiempo se preguntara si encontrarían un sitio discreto antes de llegar al parque, que estaba a media hora a pie. Quería follársela cuando estuvieran los dos colocados: tenía curiosidad por comprobar si había mucha diferencia.
—Esta mañana he ido al hospital a ver a mi bisabuela. Ha tenido un infarto —le contó Krystal.
La abuelita Cath no había intentado hablar esa vez, pero Krystal creía que había reparado en su presencia. Tal como había imaginado, su madre se había negado a ir a visitarla, así que ella se había pasado una hora sentada junto a la cama, sola, hasta que llegó la hora de ir al centro comercial.
Fats sentía curiosidad por las minucias de la vida de Krystal, pero sólo en la medida en que ella era un orificio de entrada a la vida cotidiana de los Prados. Los detalles como visitas al hospital no le interesaban.
—Y me han entrevistado para el periódico —añadió Krystal con incontenible y repentino orgullo.
—¿Ah, sí? —se sorprendió Fats—. ¿Por qué?
—Para hablar sobre los Prados. Sobre cómo es criarse allí.
(La periodista la había encontrado por fin en casa, y cuando Terri dio su permiso a regañadientes, se la llevó a una cafetería para hablar. Le preguntó una y otra vez si estudiar en el St. Thomas la había ayudado, si le había cambiado la vida en algún sentido. Parecía un poco impaciente y frustrada por las respuestas de Krystal.
—¿Sacabas buenas notas en el colegio? —insistió, y Krystal se mostró evasiva y a la defensiva—. El señor Fairbrother dijo que había ampliado tus horizontes.
Krystal no sabía muy bien qué quería decir eso de los horizontes. Cuando pensaba en el St. Thomas, recordaba cuánto le gustaba el patio con su enorme castaño, del que todos los años llovían unos frutos enormes y brillantes; antes de ir al St. Thomas, ella nunca había visto castañas. Al principio le gustaba el uniforme, era agradable ir vestida igual que los demás. La había emocionado ver el nombre de su bisabuelo en el monumento a los caídos erigido en el centro de la plaza: «soldado Samuel Weedon». Sólo había otro chico del colegio cuyo apellido figurara en aquel monumento, y se trataba del hijo de un granjero, que a los nueve años ya conducía un tractor y un día había llevado un cordero a clase para hacer una presentación. Krystal no había olvidado la sensación que le produjo el tacto de la lana del cordero. Cuando se lo contó a la abuelita Cath, ella comentó que tiempo atrás en su familia también había habido campesinos.
A Krystal le encantaba el río, verde y suntuoso, adonde a veces iban de excursión. Lo mejor eran las competiciones deportivas y los partidos de béisbol inglés. Siempre la elegían la primera para cualquier deporte de equipo, y entonces le encantaba oír el gruñido de decepción de las contrincantes. A veces se acordaba de las maestras especiales que le habían asignado, sobre todo de la señorita Jameson, que era joven y moderna, de larga melena rubia. Siempre había imaginado que Anne-Marie se parecía un poco a la señorita Jameson.
También había retenido pizcas de conocimiento con vívidos detalles. Los volcanes: los provocaban los desplazamientos de placas; en clase habían construido maquetas rellenas de bicarbonato de sosa y detergente, y las habían hecho entrar en erupción sobre unas bandejas de plástico. Eso le había encantado. También sabía algo sobre los vikingos: tenían esos barcos alargados y cascos con cuernos, aunque había olvidado cuándo llegaron a Britania y por qué.
Sin embargo, entre sus recuerdos del St. Thomas también figuraban los comentarios mascullados por las niñas de su clase; a un par de ellas les había pegado. Cuando los servicios sociales la dejaron volver con su madre, el uniforme se le quedó tan corto y apretado y lo llevaba tan sucio que el colegio envió varias cartas, y por su culpa la abuelita Cath y Terri tuvieron una fuerte pelea. Las otras niñas del colegio no la querían en sus grupos, salvo cuando se trataba de formar los equipos de béisbol inglés. Todavía recordaba el día en que Lexie Mollison repartió a todas las alumnas de la clase un sobrecito rosa que contenía una invitación para una fiesta, y cómo pasó por delante de ella mirándola por encima del hombro, o ése era el recuerdo que conservaba.
Solamente un par de niños la habían invitado a sus fiestas. Se preguntaba si Fats y su madre recordarían que una vez había ido a una fiesta de cumpleaños en su casa. Habían invitado a toda la clase, y la abuelita Cath le había comprado un vestido nuevo. Por eso sabía que el vasto jardín trasero de Fats tenía un estanque, un columpio y un manzano. Habían comido gelatina y organizado carreras de sacos. Tessa había regañado a Krystal porque ésta, desesperada por ganar una medalla de plástico, empujaba a los otros niños para apartarlos del camino. Uno de ellos acabó sangrando por la nariz.
—Pero el St. Thomas te gustaba, ¿no? —le preguntó la periodista al final.
—Sí —contestó ella, sabiendo que no había transmitido lo que el señor Fairbrother quería que transmitiera, y lamentó que él no estuviera allí para ayudarla—. Sí, me gustaba.)
—¿Cómo es que querían que les hablaras de los Prados? —preguntó Fats.
—Fue idea del señor Fairbrother.
Tras una pausa de varios minutos, Fats preguntó:
—¿Tú fumas?
—¿Qué, hierba? Sí, a veces he fumado con Dane.
—Pues he traído.
—Se la compras a Skye Kirby, ¿no?
A Fats le pareció detectar un deje de diversión en su voz; porque Skye era la opción más fácil y segura, la persona a la que recurrían los chicos de clase media. Le gustó el tono de burla de Krystal.
—¿Y tú dónde la compras? —preguntó.
—Ni idea, era de Dane.
—¿A Obbo, quizá? —insistió Fats.
—Ese puto mamón…
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
Pero Krystal no tenía palabras para explicar qué pasaba con Obbo; y aunque las hubiera tenido, no habría querido hablar de él. Obbo le ponía los pelos de punta; a veces iba a su casa y se pinchaba con Terri; otras veces se la follaba, y Krystal se lo cruzaba en la escalera, y él le sonreía con sus gafas de culo de botella mientras se abrochaba la sucia bragueta. A menudo, Obbo le ofrecía trabajillos a Terri, como esconder aquellos ordenadores, u ofrecer a desconocidos un sitio donde pernoctar, o prestar servicios cuya naturaleza Krystal desconocía, pero que obligaban a su madre a ausentarse durante horas. Hacía poco había tenido una pesadilla en la que tumbaban a su madre sobre una especie de bastidor, le separaban brazos y piernas y la ataban; Terri era casi toda ella un enorme agujero, una especie de gallina desplumada, gigantesca y desnuda; y en el sueño, Obbo entraba y salía de su cavernoso interior, y toqueteaba cosas allí dentro, mientras la cabecita de Terri ponía cara de miedo y aflicción. Krystal se había despertado mareada, furiosa y asqueada.
Читать дальше