—Café —dijo Samantha, y se levantó de un brinco.
Mary fue al cuarto de baño.
—¿Por qué no pasamos al salón? —propuso Miles, consciente de que el ambiente se había cargado un poco, pero convencido de que con unas cuantas bromas y su habitual cordialidad conseguiría restaurar la armonía entre todos—. Traed vuestras copas.
Los argumentos de Kay no habían alterado las convicciones de Miles más de lo que una leve brisa podría haber movido una roca; sin embargo, no le tenía antipatía a la chica, sino más bien lástima. Él era el que menos afectado estaba por el constante rellenar de las copas, pero al llegar a la sala reparó en lo llena que tenía la vejiga.
—Ponte un poco de música, Gav; voy a buscar esos bombones.
Pero Gavin no hizo ademán de moverse hacia los montones de CD dispuestos verticalmente en estilizados soportes de metacrilato. Parecía estar esperando a que Kay se metiera con él. Y en efecto, nada más perderse de vista Miles, Kay dijo:
—Bueno, muchas gracias, Gav. Gracias por tu apoyo.
Él había bebido aún con mayor avidez que ella durante toda la cena; había celebrado por su cuenta que, al fin y al cabo, no lo habían acabado sacrificando en el circo de gladiadores particular de Samantha. Miró a Kay a los ojos, envalentonado no sólo por el vino, sino también porque desde hacía una hora Mary lo estaba tratando como si fuera alguien importante, informado y que sabía brindar apoyo.
—Me ha parecido que te las apañabas muy bien tú solita —comentó.
Y ciertamente, lo poco que se había permitido oír de la discusión entre Kay y Miles le había producido una intensa sensación de déjà-vu ; si no hubiera tenido a Mary para distraerse, se habría imaginado de vuelta en aquella famosa noche en ese mismo comedor, cuando Lisa le había dicho a Miles que era la personificación de todo lo malo de la sociedad, él se había reído en su cara y ella había perdido los estribos y no había querido quedarse a tomar el café. Poco después, Lisa le confesó a Gavin que se acostaba con uno de los socios de su bufete y le aconsejó que se hiciera unos análisis para ver si tenía clamidia.
—No conozco a esta gente —se defendió Kay—, y tú no has movido ni un dedo para facilitarme las cosas.
—¿Qué querías que hiciera? —Gavin estaba asombrosamente sereno, protegido tanto por el inminente regreso de Mary y los Mollison como por el Chianti ingerido—. No quería discutir sobre los Prados. Me tienen sin cuidado los Prados. Además —agregó—, es un tema delicado para hablarlo delante de Mary; Barry estaba luchando en el concejo para que los Prados siguieran formando parte de Pagford.
—Y entonces, ¿por qué no me has dicho nada? ¿Por qué no me has dado una pista?
Gavin se rió, exactamente como había hecho Miles. Antes de que ella replicase, volvieron los demás, como unos Reyes Magos cargados de ofrendas: Samantha con una bandeja con tazas, seguida de Mary con la cafetera y Miles con los bombones de Kay. El vistoso lazo dorado de la caja le recordó lo optimista que se sentía respecto a la cena de esa noche cuando los compró. Miró hacia otro lado para esconder su rabia; se moría por gritarle a Gavin y, además, de pronto tenía unas desconcertantes ganas de llorar.
—Lo he pasado muy bien —oyó decir a Mary con una voz quebrada que parecía indicar que ella también estaba al borde del llanto—, pero no me quedaré a tomar café. No quiero volver muy tarde; Declan está un poco… un poco afectado todavía. Muchas gracias, Sam. Gracias, Miles. Me ha encantado… bueno, no sé… salir un rato.
—Te acompaño hasta tu ca… —empezó Miles, pero Gavin lo interrumpió sin sombra de vacilación:
—Tú quédate donde estás, Miles, ya la acompaño yo. Iré contigo hasta el final de la calle, Mary. Allí arriba está muy oscuro. Sólo serán cinco minutos.
Kay casi no podía respirar; todo su ser estaba concentrado en odiar al displicente Miles, a la ordinaria Samantha y a la frágil y abatida Mary, pero sobre todo a Gavin.
—Ah, sí —se oyó decir al ver que todos la miraban como pidiéndole permiso—. Sí, Gav, acompaña a Mary a su casa.
Oyó cerrarse la puerta de la calle. Gavin se había ido.
Miles le sirvió café. Ella vio brotar el chorro de líquido negro y caliente, y fue repentina y dolorosamente consciente de lo que había arriesgado al poner su vida a disposición de aquel hombre que se alejaba en la oscuridad con otra mujer.
Colin Wall vio pasar a Gavin y Mary por debajo de la ventana de su estudio. Reconoció de inmediato la silueta de ella, pero tuvo que entornar los ojos para identificar al hombre larguirucho que iba a su lado, antes de que salieran del área de luz de la farola. Sin levantarse del todo de la silla de trabajo, se quedó boquiabierto mirando las dos figuras, que acabaron desapareciendo en la oscuridad.
Se sintió escandalizado, pues había dado por hecho que Mary se había recluido en una especie de purdah ; que sólo recibía a mujeres en el santuario de su casa, entre ellas a Tessa, que todavía iba a verla de vez en cuando. Jamás se le había ocurrido que Mary pudiera salir por ahí de noche, y menos con un hombre. Se sintió traicionado, como si Mary estuviera poniéndole los cuernos a cierto nivel espiritual.
¿Había permitido Mary que Gavin viera el cadáver de Barry? ¿Pasaba Gavin las tardes sentado en la butaca favorita de Barry junto al fuego? ¿Eran Gavin y Mary…? ¿Serían…? Al fin y al cabo, esas cosas ocurrían todos los días. Quizá… quizá incluso antes de la muerte de Barry.
Colin vivía perpetuamente horrorizado por la lamentable condición moral de sus semejantes. En lugar de esperar a que la verdad perforara como una bala sus delirantes e inocentes ideas, procuraba protegerse de los sobresaltos a base de imaginar siempre lo peor: espeluznantes visiones de depravación y traición. Para Colin, la vida era una larga preparación contra el dolor y el desengaño, y todos, salvo su mujer, eran enemigos hasta que se demostrara lo contrario.
Estuvo tentado de bajar a contarle a Tessa lo que acababa de ver, ya que tal vez ella pudiera ofrecerle una explicación inocente del paseo nocturno de Mary, y asegurarle que la viuda de su mejor amigo siempre había sido fiel a su marido y seguía siéndolo. Pero contuvo ese impulso porque estaba enfadado con Tessa.
¿Por qué demostraba ella tan poco interés por su próxima candidatura al concejo? ¿No se daba cuenta de que lo dominaba la ansiedad desde que había enviado sus formularios? Si bien había previsto sentirse así, eso no disminuía el dolor, al igual que las consecuencias de que a uno lo atropellara un tren no serían menos devastadoras por haberlo visto acercarse por la vía; sencillamente, Colin sufría dos veces: cuando se anticipaba y cuando sucedía lo anticipado.
Sus nuevas fantasías, dignas de la peor pesadilla, giraban alrededor de los Mollison y de cómo seguramente lo atacarían. Refutaciones, explicaciones y atenuantes pasaban continuamente por su cabeza. Se veía ya asediado, defendiendo su reputación. El punto de paranoia siempre presente en las relaciones de Colin con el mundo se estaba agudizando y, entretanto, Tessa fingía ser ajena a todo eso y no hacía nada por ayudarlo a aliviar esa presión espantosa y apabullante.
Sabía que su mujer no creía conveniente que se presentara. Quizá también la aterraba pensar que Howard Mollison pudiera abrir de un tajo la abultada tripa del pasado de ella y Colin y derramar sus repugnantes secretos para que todos los buitres de Pagford se dieran un festín.
Colin ya había hecho algunas llamadas a las personas con cuyo apoyo había contado Barry. Lo había sorprendido y animado que ninguna de ellas hubiera cuestionado su trayectoria ni lo hubiera interrogado sobre temas candentes. Todos sin excepción habían expresado lo mucho que sentían la pérdida de Barry y lo mal que les caía Howard Mollison, o «ese fantoche de mierda», como lo había descrito uno de los votantes más espontáneos. «Quiere enchufar a su hijo como sea. Cuando se enteró de la muerte de Barry casi no podía disimular la sonrisa.» Colin, que había recopilado una lista de puntos clave para una argumentación pro-Prados, no había necesitado consultarla ni una vez. De momento, su principal baza como candidato parecía ser su amistad con Barry, y el hecho de no apellidarse Mollison.
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