—Bueno, vamos a ver —resolló Howard con la cara colorada y sonriente, y dejó el inhalador—. A menos que alguien tenga algo que añadir —una pausa infinitesimal—, pasamos al punto nueve. Bellchapel. Aubrey también tiene algo que decirnos sobre el tema.
«Barry no habría dejado que ocurriera. Él habría peleado. Habría hecho reír a John y conseguido que votara con nosotros. Debería haber escrito sobre sí mismo y no sobre Krystal… Y yo le he fallado.»
—Gracias, Howard —dijo Aubrey, mientras Parminder se hincaba aún más las uñas y la sangre seguía palpitándole en los oídos—. Como ya saben, nos hemos visto obligados a hacer una serie de recortes bastante drásticos a nivel municipal…
«Estaba enamorada de mí, y cuando me veía no podía disimular sus sentimientos…»
—… y uno de los proyectos que tenemos que revisar es el de Bellchapel. Tenía la intención de comentarles el asunto, porque, como todos ustedes saben, el edificio es propiedad del pueblo…
—… y el contrato de arrendamiento está a punto de vencer —añadió Howard—. En efecto.
—Pero no hay ningún interesado en ese viejo edificio, ¿no? —preguntó un contable retirado desde la otra punta de la mesa—. Por lo que he oído, está en muy mal estado.
—Oh, estoy seguro de que encontraremos un nuevo inquilino —contestó Howard con toda tranquilidad—, pero ésa no es la cuestión. La cuestión es si pensamos que la clínica está haciendo un buen…
—Ésa no es la cuestión en absoluto —lo interrumpió Parminder—. El concejo parroquial no tiene competencia para decidir si la clínica lleva a cabo o no una buena labor. Nosotros no financiamos su trabajo. No son responsabilidad nuestra.
—Pero somos propietarios del edificio —apuntó Howard, todavía sonriente y educado—, de manera que me parece natural que consideremos…
—Si vamos a estudiar la información sobre el trabajo que realiza la clínica, me parece importantísimo que tengamos una perspectiva completa de la situación.
—Usted perdone —intervino Shirley desde el otro extremo de la mesa, mirando a Parminder con exagerados parpadeos—, pero ¿podría hacer el favor de no interrumpir al presidente, doctora Jawanda? Es tremendamente difícil tomar notas si la gente no para de hablar a la vez. —Y añadió con una sonrisa—: Ahora he sido yo quien ha interrumpido. ¡Perdón!
—Supongo que el concejo quiere continuar obteniendo ingresos por el edificio —prosiguió Parminder, ignorando a Shirley—. Y, por lo que sé, no tenemos otro arrendatario en perspectiva, de manera que me pregunto por qué habríamos de considerar siquiera rescindir el contrato de la clínica.
—No los curan —intervino Betty—. Sólo les dan más drogas. Por mi parte, estaría encantada de verlos fuera de allí.
—En este momento estamos obligados a tomar algunas decisiones muy difíciles a nivel municipal —dijo Aubrey Fawley—. El gobierno pretende que la administración local lleve a cabo recortes por más de mil millones. No podemos continuar proporcionando servicios como hasta ahora. He aquí la realidad pura y dura.
Parminder detestaba la forma en que se comportaban los demás concejales en presencia de Aubrey, pendientes de cada palabra que pronunciara con su voz profunda, asintiendo levemente con la cabeza al oírlo hablar. Y estaba al corriente de que algunos de ellos la llamaban «la Pelmaza».
—Los estudios demuestran que el consumo de drogas ilegales se incrementa durante las recesiones —apuntó ella.
—La decisión es de ellos y de nadie más —replicó Betty—. Nadie los obliga a tomar drogas.
La anciana miró alrededor en busca de apoyo en la mesa. Shirley le sonrió.
—Estamos teniendo que tomar decisiones difíciles —prosiguió Aubrey.
—De manera que se ha aliado con Howard —lo interrumpió Parminder— y han decidido que pueden darle un empujoncito a la clínica echándola del edificio.
—Se me ocurren mejores maneras de gastar el dinero que en un hatajo de delincuentes —comentó el contable.
—Si por mí fuese, les quitaría todas las prestaciones —remachó Betty.
—Me han invitado a esta reunión para ilustrarlos sobre lo que está pasando en el Ayuntamiento de Yarvil —dijo Aubrey con perfecta calma—. Para nada más, doctora Jawanda.
—Helen —dijo Howard en voz bien alta para darle la palabra a otra concejala que levantaba la mano y trataba de hacerse oír desde hacía rato.
Parminder no escuchó lo que dijo la mujer en cuestión. Había olvidado el fajo de papeles que tenía bajo el orden del día, a los que Kay Bawden había dedicado tanto tiempo: las estadísticas, los historiales de casos exitosos, la explicación de los beneficios de la metadona en comparación con la heroína; estudios que ilustraban los costes, financieros y sociales, de la adicción a la heroína. Todo lo que la rodeaba se había vuelto ligeramente líquido, irreal; sabía que estaba a punto de estallar como nunca, y no había posibilidad de lamentarlo, ni de impedirlo, ni de hacer otra cosa que presenciar cómo ocurría; ya era tarde, demasiado tarde…
—… cultura de la ayuda social —iba diciendo Aubrey Fawley—. Son gente que, literalmente, no ha trabajado un solo día en su vida.
—Y reconozcámoslo —intervino Howard—, se trata de un problema con una solución bien simple: sólo tienen que dejar de tomar drogas. —Se volvió hacia Parminder con una sonrisa conciliadora—. A lo que experimentan entonces lo llaman «el mono», ¿verdad, doctora Jawanda?
—O sea que usted cree que deberían hacerse responsables de su adicción y cambiar de conducta, ¿no? —repuso Parminder.
—Pues sí, dicho en pocas palabras.
—Antes de que le cuesten más dinero al Estado.
—Exactam…
—¡¿Y usted?! —exclamó Parminder cuando la engulló el silencioso estallido—. ¿Sabe cuántos miles de libras le ha costado usted, Howard Mollison, a la salud pública por culpa de su incapacidad para dejar de atiborrarse?
Una mancha burdeos empezó a irradiarse del cuello de Howard hacia sus mejillas.
—¿Sabe cuánto cuestan sus bypass, y sus medicamentos, y su larga estancia en el hospital? ¿Y las visitas al médico que necesita para el asma y la hipertensión y esa fea erupción que le ha salido, todo ello provocado por su negativa a perder peso?
Con los gritos de Parminder, otros concejales empezaron a protestar defendiendo a Howard. Shirley se había puesto en pie. Parminder seguía gritando, y al mismo tiempo reunía a manotazos los papeles, que se le habían desparramado al gesticular.
—¿Y qué pasa con el derecho del paciente a la confidencialidad del médico? —exclamó Shirley—. ¡Esto es un atropello! ¡Un escándalo!
Parminder ya se iba con paso raudo, y al cruzar el umbral, por encima de sus propios sollozos de furia oyó a Betty exigir su expulsión inmediata del concejo. Casi echó a correr para alejarse del centro parroquial; acababa de hacer algo de proporciones catastróficas, y sólo deseaba que la oscuridad se la tragara para siempre.
El Yarvil and District Gazette se mostró cauteloso a la hora de informar sobre la reunión del concejo parroquial de Pagford más enconada que se recordaba. Pero no sirvió de nada. El expurgado artículo, y la suma de vívidas descripciones de primera mano ofrecidas por los asistentes, dieron pie a una avalancha de cotilleos. Para empeorar las cosas, un artículo en portada describía con detalle los ataques anónimos en internet con el nombre del fallecido Barry Fairbrother, ataques que, en palabras de Alison Jenkins, «han provocado un grado de especulación e indignación considerable. Véase el artículo completo en la página 4». Si bien no se facilitaban los nombres de los acusados ni los detalles de sus supuestas fechorías, ver las expresiones «graves imputaciones» y «actividad criminal» en letras impresas inquietó aún más a Howard que los mensajes originales en la web.
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