J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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—Sí, ya las vi. No parecía que nadie tuviera muchas cosas buenas que decir sobre la clínica, ¿no?

Los concejales sentados a la mesa los observaban. Alison Jenkins les devolvió la mirada y siguió sonriendo, imperturbable.

—Deje que le traiga una silla —dijo Howard, y jadeó un poco cuando cogió una de un montón cercano y la dejó para Alison a unos cuatro metros de la mesa.

—Gracias. —Ella la acercó dos metros más.

—Damas y caballeros —anunció Howard—, esta noche contamos con tribuna de prensa. La señorita Alison Jenkins, del Yarvil and District Gazette .

Su presencia pareció despertar el interés de varios concejales, que la miraron satisfechos, pero la mayoría la observó con desconfianza. Howard volvió pesadamente a la cabecera de la mesa, donde Aubrey y Shirley le dirigieron miradas inquisitivas.

—El Fantasma de Barry Fairbrother —les susurró cuando se sentaba con cautela en la silla de plástico (dos reuniones atrás, una había cedido bajo su peso)—. Y Bellchapel. —Y haciendo dar un respingo a Aubrey, añadió a viva voz—: ¡Aquí llega Tony! Adelante, Tony… Les daremos un par de minutos más a Sheila y Henry, ¿les parece?

El murmullo de conversaciones en torno a la mesa era un poco más apagado de lo habitual. Alison Jenkins ya garabateaba en su libreta. Ceñudo, Howard pensó: «Todo esto es culpa del maldito Fairbrother.» Invitar a la prensa había sido cosa suya. Por un brevísimo instante, pensó en Barry y el Fantasma como si fueran el mismo ser, un liante vivo y muerto.

Al igual que Shirley, Parminder había llevado un fajo de papeles, y los tenía en un montón bajo el orden del día, que fingía leer para no tener que hablar con nadie. En realidad, pensaba en la mujer sentada casi directamente detrás de ella. El Yarvil and District Gazette había publicado una nota sobre el colapso de Catherine Weedon y la reclamación de la familia contra la médica de cabecera. No se había citado el nombre de Parminder, pero sin duda la periodista sabía quién era. Quizá incluso le hubiesen llegado ecos del mensaje anónimo sobre ella en la web del concejo.

«Tranquilízate. Te estás volviendo como Colin.»

Howard había empezado a aceptar excusas y solicitar modificaciones del acta de la reunión anterior, pero Parminder apenas lo oía sobre el latido de su propia sangre en los oídos.

—Bien, a menos que alguien tenga algo que objetar —decía Howard—, abordaremos en primer lugar los puntos ocho y nueve, porque el consejero Fawley tiene noticias sobre ambos y no puede quedarse mucho rato…

—Tengo hasta las ocho y media —lo interrumpió Aubrey consultando el reloj.

—De modo que si no hay objeciones… ¿No? Tienes la palabra, Aubrey.

El aludido expuso la cuestión con sencillez aséptica. Pronto iba a haber una nueva revisión del perímetro territorial y, por primera vez, el deseo de poner los Prados bajo la jurisdicción de Yarvil no se limitaba a Pagford. A quienes confiaban en añadir votos contra el gobierno a los de Yarvil les parecía que merecería la pena absorber los costes relativamente pequeños de Pagford, donde los votos se desperdiciaban, y que era un seguro reducto conservador desde la década de 1950. Toda la cuestión podía llevarse a cabo disfrazándola de simplificación y reestructuración: por así decirlo, Yarvil ya proporcionaba prácticamente todos los servicios al barrio.

Aubrey concluyó diciendo que si Pagford tenía deseos de cortar vínculos con los Prados, sería útil que expresara esa voluntad en beneficio de la junta comarcal.

—Y si hubiese un mensaje claro y conciso por parte de ustedes —añadió—, creo que esta vez…

—Nunca ha funcionado —lo interrumpió un granjero, y hubo murmullos de asentimiento.

—Bueno, John, lo cierto es que hasta ahora nunca nos habían invitado a expresar nuestra posición —explicó Howard.

—¿No deberíamos aclarar primero cuál es nuestra posición antes de declararla públicamente? —intervino Parminder con voz gélida.

—Muy bien —repuso Howard con tono inexpresivo—. ¿Querría empezar usted misma, doctora Jawanda?

—No sé cuántos de ustedes leyeron el artículo de Barry en el Gazette —dijo Parminder. Todas las caras estaban vueltas hacia ella, así que trató de no pensar en el mensaje anónimo ni en la periodista que tenía sentada detrás—. Me pareció que dejaba muy claros los argumentos para que los Prados sigan formando parte de Pagford.

Parminder vio a Shirley, quien escribía afanosamente, esbozar una sonrisita mirando el bolígrafo.

—¿Señalándonos las ventajas que supone tener a gente como Krystal Weedon? —preguntó una anciana llamada Betty desde el otro extremo de la mesa.

Parminder siempre la había detestado.

—Recordándonos que los habitantes de los Prados también forman parte de nuestra comunidad —contestó ella.

—Ellos siempre se han considerado de Yarvil —dijo el granjero.

—Me acuerdo de cuando Krystal Weedon empujó a un niño al río durante una excursión —comentó Betty.

—No, no fue ella —repuso Parminder con brusquedad—. Mi hija estaba allí, fueron dos chicos que estaban peleándose… En cualquier caso…

—Pues yo oí decir que había sido Krystal Weedon —insistió Betty.

—¡Pues oyó mal! —gritó Parminder con tono cortante.

Todos se quedaron estupefactos, incluida ella misma. El eco de sus palabras reverberó en las antiguas paredes. Apenas era capaz de tragar saliva; se quedó cabizbaja, mirando fijamente el orden del día, y oyó la voz de John desde una gran distancia.

—Barry habría hecho mejor en hablar de sí mismo, no de esa chica. Sacó mucho provecho de ir al St. Thomas.

—El problema —intervino otra mujer— es que por cada Barry te encuentras con un montón de gamberros.

—Esa gente es de Yarvil y punto —opinó un concejal—; pertenecen a Yarvil.

—Eso no es cierto —repuso Parminder en voz baja, pero todos guardaron silencio para escucharla, a la espera de que volviese a gritar—. No es cierto. Miren a los Weedon. En eso se centraba precisamente el artículo de Barry. Eran una familia de Pagford que llevaba muchísimos años aquí, pero…

—¡Se mudaron a Yarvil! —exclamó Betty.

—Aquí no había viviendas disponibles —explicó Parminder, tratando de contener la rabia—, ninguno de ustedes quería una nueva urbanización en las afueras del pueblo.

—Perdone, pero usted no estaba aquí —repuso Betty, sonrojada, apartando ostentosamente la vista de Parminder—. Usted no conoce la historia.

Todos se pusieron a hablar a la vez: la reunión se había disgregado en grupitos que intercambiaban opiniones entre sí, y Parminder no podía formar parte de ninguno. Notaba un nudo en la garganta y no se atrevía a mirar a nadie a los ojos.

—¿Les parece que hagamos una votación a mano alzada? —exclamó Howard desde el extremo de la mesa, y volvió a hacerse el silencio—. Bien. ¿A favor de decirle a la Junta Comarcal de Yarvil que Pagford estará encantado de que vuelva a trazarse el límite territorial y los Prados queden fuera de nuestra jurisdicción?

Parminder apretó los puños en el regazo y las uñas se le hincaron en las palmas. En torno a ella hubo un rumor de mangas.

—¡Excelente! —exclamó Howard, y el júbilo en su voz rebotó contra las vigas con eco triunfal—. Bueno, redactaré algo con Tony y Helen, lo distribuiremos para que todos lo vean, y lo mandaremos. ¡Excelente!

Un par de concejales aplaudieron. A Parminder se le nubló la vista y parpadeó con fuerza. El orden del día se emborronaba y volvía a aclararse ante sus ojos. El silencio se prolongó tanto que finalmente levantó la mirada: Howard, presa de la excitación, había tenido que recurrir al inhalador, y casi todos los concejales lo observaban con interés.

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