J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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Esa noche, cuando se desvestía para meterse en la cama, observó el reflejo de su mujer en el espejo del tocador. Samantha llevaba días sin dar muestras de otra cosa que no fuera sarcasmo cuando él mencionaba las elecciones. Esa noche no le habría venido mal algo de apoyo y consuelo. Además, estaba un poco excitado. Había pasado mucho tiempo. Haciendo memoria, calculó que la última vez había sido la víspera de la muerte de Barry Fairbrother. Samantha estaba un pelín borracha. Últimamente hacía falta alguna copa de más.

—¿Qué tal el trabajo? —le preguntó Miles; por el espejo, la vio desabrocharse el sujetador.

Samantha no contestó de inmediato. Se frotó las profundas marcas que le había dejado el ceñido sujetador bajo las axilas, y luego, sin mirar a Miles, dijo:

—En realidad, hace tiempo que quiero hablarte del tema. —Detestaba tener que decirlo. Llevaba varias semanas tratando de evitarlo—. Roy cree que debería cerrar la tienda. No va bien.

A Miles lo asombraría saber hasta qué punto iba mal. Ella misma se había llevado una desagradable sorpresa cuando el contable le había expuesto la situación con el mayor realismo posible. Samantha no lo sabía y sí lo sabía. Qué extraño que el cerebro pudiera saber lo que el corazón se negaba a aceptar.

—Vaya —dijo Miles—. Pero ¿conservarás la página web?

—Sí. Seguiremos vendiendo por internet.

—Bueno, pues no está tan mal —dijo él para animarla un poco. Esperó un minuto, como muestra de respeto por la muerte de su tienda, y luego añadió—: Supongo que hoy no habrás leído el Gazette , ¿no?

Samantha tendió una mano para coger el camisón de la almohada, y Miles disfrutó de una breve y satisfactoria visión de sus pechos. El sexo lo ayudaría a relajarse, sin duda.

—Es una pena, Sam —dijo. Reptó por la cama hacia ella y, cuando se ponía el camisón, la rodeó con los brazos desde atrás—. Lo de tu tienda. Era preciosa. ¿Cuánto hacía ya que la tenías… diez años?

—Catorce.

Ella sabía qué quería Miles. Estuvo a punto de mandarlo al cuerno e irse a dormir a la habitación de invitados, pero el problema era que entonces habría discusión y mal ambiente, y lo que más deseaba en el mundo era poder escaparse a Londres con Libby al cabo de dos días, vestidas las dos con las camisetas que había comprado, y estar cerca de Jake y los otros músicos durante toda una velada. Esa excursión constituía la síntesis de la felicidad actual de Samantha. Además, el sexo quizá mitigara la irritación de Miles ante el hecho de que ella fuera a perderse la fiesta de cumpleaños de Howard.

Así pues, dejó que la abrazara y besara. Cerró los ojos, se colocó sobre él y se imaginó cabalgando a Jake en una playa desierta de arena blanca, ella con diecinueve años y él con veintiuno. Llegó al orgasmo mientras imaginaba a Miles observándolos con prismáticos, con avidez, desde un patín a pedales.

X

A las nueve de la mañana del día de las elecciones para cubrir la vacante dejada por Barry, Parminder salió de la antigua vicaría y recorrió Church Row hasta la casa de los Wall. Llamó a la puerta con los nudillos y esperó. Por fin, Colin le abrió.

Éste tenía ojeras, los ojos enrojecidos y sombras bajo los pómulos; su piel parecía más fina, y la ropa, demasiado grande. Aún no había vuelto a trabajar. La noticia de que Parminder había revelado a gritos en público información médica confidencial sobre Howard había retrasado su vacilante recuperación; el Colin más robusto de unas noches atrás, que se había sentado en su puf de cuero y fingido tener confianza en la victoria, podría no haber existido nunca.

—¿Va todo bien? —preguntó, y cerró la puerta detrás de Parminder con expresión precavida.

—Sí, bien —repuso ella—. Pensaba que igual te apetecía acompañarme al centro parroquial para votar.

—Yo… no me parece apropiado —contestó él débilmente—. Lo siento.

—Sé cómo te sientes, Colin —dijo Parminder con una vocecita tensa—. Pero si no votas, significará que ellos habrán ganado. No pienso dejarlos ganar. Pienso ir hasta allí y votarte, y quiero que vengas conmigo.

Parminder había dejado su trabajo temporalmente. Los Mollison se habían quejado a todos los organismos profesionales que encontraron, y el doctor Crawford le había aconsejado que cogiera una excedencia. Para su enorme sorpresa, se sentía extrañamente liberada.

Pero Colin negaba con la cabeza. A ella le pareció ver lágrimas en sus ojos.

—No puedo, Minda.

—¡Sí puedes! ¡Ya lo creo, Colin! ¡Tienes que plantarles cara! ¡Piensa en Barry!

—No puedo… lo siento… yo…

Soltó un grito ahogado y se echó a llorar. Parminder lo había visto llorar otras veces, en su consulta; el peso del temor que arrastraba consigo desde siempre lo hacía sollozar de desesperación.

—Vamos —dijo, sin sentir la más mínima incomodidad, y lo cogió del brazo para guiarlo hasta la cocina, donde le tendió el rollo de papel y dejó que sollozara hasta que le dio hipo. Luego preguntó—: ¿Dónde está Tessa?

—En el trabajo —boqueó él, y se enjugó las lágrimas.

Sobre la mesa de la cocina había una invitación a la fiesta del sexagésimo quinto cumpleaños de Howard Mollison; alguien la había roto limpiamente en dos.

—Yo también recibí una, antes de que le gritara. Escúchame, Colin, si votamos…

—No puedo —susurró él.

—… les demostraremos que no nos han vencido.

—Pero es que sí lo han hecho.

Parminder se echó a reír. Después de contemplarla boquiabierto unos instantes, él la imitó con grotescas carcajadas, como ladridos de un mastín.

—Bueno, nos han echado de nuestro trabajo —dijo la doctora—, y ninguno de los dos tiene ganas de salir de casa, pero, aparte de eso, creo que estamos en perfecta forma.

Él se quitó las gafas y se frotó los ojos, sonriendo.

—Vamos, Colin. Quiero votarte. Esto no ha acabado todavía. Cuando estallé y le dije a Howard Mollison que no era mejor que un yonqui, delante de todo el concejo y de aquella periodista…

Colin se echó a reír otra vez, y ella se alegró; no lo oía reír tanto desde Nochevieja, y entonces había sido Barry el causante.

—… se olvidaron de votar para sacar la clínica de toxicómanos de Bellchapel. O sea que, por favor, coge tu abrigo. Iremos juntos dando un paseo hasta allí.

Los bufidos y risitas de Colin se extinguieron. Se miró las grandes manos, una sobre otra como si se las estuviese lavando.

—Colin, aún no ha terminado. Tu papel es importante. A la gente no le gustan los Mollison. Si entras en el concejo, estaremos en una posición mucho más fuerte para luchar. Por favor, Colin.

—De acuerdo —repuso él al cabo de unos instantes, sorprendido ante su propia audacia.

Recorrieron el breve trayecto con el aire fresco y limpio, cada uno con su tarjeta del censo en la mano. En el centro parroquial no había otros votantes. Ambos marcaron con una cruz, con un lápiz grueso, la casilla en la papeleta junto al nombre de Colin, y se fueron con la sensación de haber salido impunes de algo.

Miles Mollison no votó hasta mediodía. Cuando salía, se detuvo ante la puerta del despacho de su socio.

—Me voy a votar, Gav —anunció.

Gavin le señaló el teléfono que sujetaba contra la oreja; esperaba para hablar con la compañía de seguros de Mary.

—Ah, vale. —Miles se volvió hacia la secretaria—. Me voy a votar, Shona.

Recordarles a ambos que necesitaba su apoyo no hacía ningún daño. Bajó con agilidad las escaleras y se dirigió a La Tetera de Cobre, donde, en una pequeña charla poscoital, había quedado en encontrarse con su mujer para ir juntos al centro parroquial.

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