En el piso de arriba, la música de Gaia se interrumpió de repente. A Gavin, el palpitante silencio le pareció espantoso; deseó que la chica pusiera otro disco, cuanto antes.
—Ni siquiera lo intentas —dijo Kay con abatimiento—. Ni siquiera finges que te importe, Gavin.
Él trató de tomar la salida más fácil.
—Kay, he tenido un día muy largo —dijo—. Perdona si no me apetece oír las minucias de la política local en cuanto entro por…
—No estoy hablando de la política local —lo cortó ella—. Te quedas ahí sentado con pinta de preferir estar en otro sitio, y es… es insultante. ¿Qué quieres, Gavin?
Él vio la cocina de Mary, su dulce rostro.
—Tengo que suplicar para verte —continuó Kay—, y cuando vienes aquí no puedes dejar más claro que no te apetecía venir.
Ella deseaba oírle decir «Eso no es verdad». El punto en que una negativa podría haber contado pasó de largo. Se deslizaban, a velocidad vertiginosa, hacia la crisis que Gavin deseaba tanto como temía.
—Dime qué quieres —insistió ella con cansancio—. Dímelo y ya está.
Ambos sentían que su relación se hacía añicos bajo el peso de todo lo que Gavin se negaba a decir. A fin de que ambos superaran esa incertidumbre, él recurrió a unas palabras que no tenía intención de pronunciar entonces, quizá nunca, pero que, en cierto sentido, parecían excusarlos a los dos.
—Yo no quería que pasara esto —dijo de todo corazón—. De verdad que no era mi intención. Kay, lo siento muchísimo, pero creo que estoy enamorado de Mary Fairbrother.
Por la expresión de ella, vio que no estaba preparada para algo así.
—¿De Mary Fairbrother? —repitió.
—Creo que hace tiempo que lo estoy —explicó Gavin (y sintió cierto placer agridulce al hablar de ello, pese a saber que estaba hiriéndola; no había sido capaz de contárselo a nadie más)—. Nunca había reconocido que… Me refiero a que cuando Barry estaba vivo, jamás habría…
—Pensaba que era tu mejor amigo —susurró Kay.
—Lo era.
—¡Sólo lleva muerto unas semanas!
A Gavin no le gustó oír eso.
—Mira —dijo—, intento ser franco contigo. Trato de ser justo.
—¿Que tratas de ser justo?
Gavin siempre había imaginado que la cosa acabaría en una explosión de furia, pero Kay se limitó a observarlo con lágrimas en los ojos mientras él se ponía el abrigo.
—Lo siento —dijo, y salió de su casa por última vez.
En la acera, experimentó una oleada de euforia, y corrió hacia su coche. Después de todo, aún podría contarle esa misma noche a Mary lo de la compañía de seguros.
Privilegios
7.32La persona que ha realizado una afirmación difamatoria tiene derecho a reclamar su privilegio siempre y cuando demuestre que la hizo sin malicia y en el cumplimiento de un deber público.
Charles Arnold-Baker La administración local , 7.ª edición
Terri Weedon estaba acostumbrada a que la dejaran. El primer gran abandono había sido el de su madre, que, sin siquiera despedirse, un buen día se fue con una maleta mientras ella estaba en el colegio.
Terri se fugó a los catorce años, y pasó por las manos de diversos asistentes sociales y funcionarios de Protección de Menores; algunos eran buenas personas, pero todos se marchaban una vez finalizada su jornada laboral. Cada nueva partida añadía una fina capa a la costra que iba envolviendo el corazón de Terri.
Tenía amigos que estaban bajo tutela, pero a los dieciséis años todos se las arreglaban ya por su cuenta, y la vida los había ido desperdigando. Conoció a Ritchie Adams y tuvo dos hijos con él, unas cositas rosadas, puras y hermosas como nada en el mundo, salidas de sus entrañas; y en el hospital, las dos veces, durante unas horas magníficas, se había sentido renacer.
Y entonces se llevaron a sus hijos, y jamás volvió a verlos.
Banger la había abandonado. La abuelita Cath la había abandonado. Casi todos se iban, muy pocos se quedaban. Ya debería estar acostumbrada.
El día que volvió Mattie, su asistente social de siempre, Terri le preguntó:
—¿Dónde está la otra?
—¿Kay? Sólo cubría mi baja por enfermedad. Bueno, ¿dónde tenemos a Liam? Perdón. Es Robbie, ¿no?
A Terri no le caía bien Mattie. Para empezar, no tenía hijos, así que ¿cómo podía alguien que no tenía hijos decirte cómo criar a los tuyos? ¿Cómo iba a entenderlo? Y tampoco era que Kay le cayera bien, pero le suscitaba un sentimiento extraño, el mismo que en su momento le había suscitado la abuelita Cath antes de que la llamara «zorra» y le dijera que no quería volver a verla. Con Kay, aunque llevara carpetas como las demás, y aunque hubiera iniciado la revisión del caso, sentía que quería que las cosas salieran bien porque le importaba ella, no sólo los formularios. Sí, daba esa impresión. Pero se había ido, «y seguro que ya ni se acuerda de nosotros», pensó resentida.
El viernes por la tarde, Mattie le dijo que era casi seguro que cerrarían Bellchapel.
—Es una decisión política —explicó enérgicamente—. Quieren ahorrar dinero, pero el Ayuntamiento de Yarvil no es partidario de los tratamientos con metadona. Además, Pagford quiere que se marchen del edificio. Ha salido en el periódico local, no sé si lo habrás visto.
A veces le hablaba así, con un tono desenfadado de «a fin de cuentas estamos en el mismo barco» que chirriaba, porque iba acompañado de preguntas como si se había acordado de darle de comer a su hijo. Pero esa vez fue lo que dijo, más que cómo lo dijo, lo que molestó a Terri.
—¿Que la van a cerrar? —preguntó.
—Eso parece —contestó Mattie como si nada—, pero a ti eso no te afectará mucho. Bueno, es evidente que…
Terri había empezado tres veces el programa de Bellchapel. El polvoriento interior de la iglesia transformada en clínica, con sus mamparas divisorias, sus folletos informativos y su lavabo con luces fluorescentes azules (para que no pudieran encontrarse las venas e inyectarse), se había convertido en un sitio familiar, casi agradable. Últimamente notaba que los empleados de la clínica se dirigían a ella de otra manera. Al principio todos daban por hecho que volvería a fracasar, pero habían empezado a hablarle como le hablaba Kay: como si supieran que dentro de aquel pellejo quemado y plagado de cicatrices vivía una persona de verdad.
—… es evidente que te afectará, pero la metadona puede suministrártela tu médico de cabecera. —Hojeó la abultada carpeta que contenía el historial de Terri—. Te corresponde la doctora Jawanda, del consultorio de Pagford, ¿verdad? Pagford… ¿Por qué vas al consultorio tan lejos?
—Porque le pegué a una enfermera de Cantermill —contestó Terri casi sin pensar.
Cuando Mattie se fue, Terri permaneció un buen rato sentada en la sucia silla de la sala de estar, mordiéndose las uñas hasta que le sangraron.
Nada más llegar Krystal a casa, después de recoger a Robbie en la guardería, Terri le contó que iban a cerrar Bellchapel.
—Todavía no lo han decidido —precisó su hija con autoridad.
—¿Cómo coño lo sabes? La van a cerrar, y ahora dicen que tendré que ir a Pagford a ver a esa zorra que mató a la abuelita Cath. Pues va a ir su puta madre.
—Tienes que ir.
Krystal llevaba días así: mangoneando a su madre, comportándose como si ella fuera la adulta.
—¡No tengo que hacer una puta mierda! —repuso Terri con furia—. Puta descarada —añadió, por si no había quedado claro.
—Si vuelves a chutarte —le advirtió Krystal con la cara encendida—, se llevarán a Robbie.
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