—A ver, dime.
—Has ganado. Cómodamente. Has conseguido casi el doble de votos que Wall.
Miles miró hacia la puerta de la cocina y sonrió.
—Vale —dijo tan inexpresivamente como pudo—. Me alegro.
—Espera. Mamá quiere decirte algo.
—Felicidades, querido —lo felicitó Shirley con regocijo—. Es una noticia absolutamente maravillosa. Sabía que lo conseguirías.
—Gracias, mamá.
Esas dos palabras fueron suficientes para Samantha, pero había decidido no mostrarse sarcástica ni desdeñosa. Tenía su camiseta del grupo musical en la maleta; había ido a la peluquería y se había comprado unos zapatos de tacón. Sólo deseaba irse de una vez.
—Concejal Mollison, ¿eh? —dijo cuando Miles colgó el teléfono.
—Pues sí —repuso él con cierta cautela.
—Felicidades. Así, lo de esta noche será una celebración por todo lo alto. Qué pena perdérmela —mintió, inspirada por la emoción de su inminente escapada.
Conmovido, Miles se inclinó hacia ella y le dio un apretón en la mano.
Libby apareció en la cocina hecha un mar de lágrimas y sosteniendo el móvil.
—¿Qué pasa? —preguntó Samantha, asustada.
—¿Puedes llamar a la mamá de Harriet? ¡Por favor!
—¿Por qué?
—¡Por favor!
—Pero ¿por qué, Libby?
—Pues porque quiere hablar contigo. —Se frotó los ojos y la nariz con el dorso de la mano—. Harriet y yo hemos discutido. ¿Puedes llamarla, por favor?
Samantha se llevó el teléfono a la sala. Sólo tenía una vaga idea de quién era esa mujer. Desde que las niñas iban al internado, apenas tenía contacto con los padres de sus amigas.
—Lamento muchísimo todo esto —dijo la madre de Harriet—. Le he dicho a Harriet que hablaría con usted, pues quiero convencerla de que no se trata de que Libby no quiera que ella vaya… Ya sabe lo buenas amigas que son, y no soporto verlas así…
Samantha miró la hora. Tenían que salir al cabo de diez minutos a más tardar.
—A Harriet se le ha metido en la cabeza que a Libby le sobra una entrada, pero que no quiere que vaya con ella. Ya le he dicho que eso no es verdad, que esa entrada es para usted porque no quiere que Libby vaya sola, ¿verdad?
—Por supuesto —dijo Samantha—. Sola no puede ir.
—Lo sabía —dijo la otra mujer con un extraño deje de triunfo—. Y le aseguro que entiendo su actitud protectora. Ni siquiera se me ocurriría proponerle esto si no creyera que iba a ahorrarle muchas molestias. Pero es que las niñas son tan buenas amigas, y Harriet está como loca con ese grupo, y creo, por lo que acaba de decirle Libby a Harriet por teléfono, que Libby se muere de ganas de que mi hija vaya también. Entiendo perfectamente que usted quiera vigilar a su hija, pero el caso es que mi hermana va a llevar a sus dos hijas al concierto, de modo que habría un adulto con ellas. Yo podría llevar a Libby y Harriet en coche esta tarde, nos encontraríamos con las demás fuera del estadio y luego todas podríamos pasar la noche en casa de mi hermana. Le aseguro que o mi hermana o yo estaremos con Libby en todo momento.
—Pues… se lo agradezco mucho. Pero mi amiga nos espera… —dijo Samantha con un extraño zumbido en los oídos.
—No se preocupe. Si usted quiere visitar a su amiga de todas formas… Lo único que digo es que no hay necesidad de que usted vaya al concierto, ¿no?, ya que habrá otro adulto con las niñas. Y Harriet está desesperada, absolutamente desesperada. Yo no pensaba inmiscuirme, pero creo que esto puede afectar a la amistad entre las niñas… —Y con un tono menos efusivo, añadió—: Le pagaríamos la entrada, por supuesto.
No había escapatoria, no había dónde esconderse.
—Ya —dijo Samantha—. Claro. Es que a mí me apetecía ir con ella…
—Ellas prefieren ir solas —decidió la madre de Harriet con vehemencia—. Así usted no tendrá que agacharse para esconderse en medio de tanto quinceañero, ¡ja, ja! A mi hermana no le importa, la pobre no llega al metro sesenta de estatura.
Para gran desilusión de Gavin, todo parecía indicar que al final tendría que asistir a la fiesta de cumpleaños de Howard Mollison. Si Mary, clienta del bufete y viuda de su mejor amigo, le hubiera pedido que se quedara a cenar, habría considerado más que justificado escaquearse, pero ella no se lo había pedido. Habían ido a visitarla unos parientes, y cuando Gavin se presentó en su casa, le pareció que se agobiaba un poco.
«No quiere que lo sepan», se dijo, mientras ella lo acompañaba hasta la puerta, y atribuyó esa actitud a su timidez.
Así que volvió a The Smithy; por el camino iba recordando su conversación con Kay.
—Creía que era tu mejor amigo. ¡Sólo hace unas semanas que murió!
—Sí, y yo me he ocupado de ella —replicaba él—, porque eso es lo que él habría querido. Ninguno de los dos esperaba que pasara esto. Pero Barry está muerto. Ahora ya no puede dolerle.
A solas en The Smithy, buscó un traje limpio para ir a la fiesta, porque en la invitación se especificaba «traje oscuro», y trató de imaginarse cómo disfrutarían los corrillos de Pagford con el cotilleo de su relación con Mary.
«¿Y qué? —pensó, asombrado de su propia valentía—. ¿Acaso tiene que pasar sola el resto de su vida? Estas cosas ocurren. Lo único que he hecho ha sido cuidarla.»
Y pese a su reticencia a asistir a una fiesta que sin duda resultaría aburrida y agotadora, sintió que una pequeña burbuja de emoción y felicidad le levantaba el ánimo.
En Hilltop House, Andrew Price se arreglaba el pelo con el secador de su madre. Nunca había tenido tantas ganas de ir a una discoteca o una fiesta como de ir a la recepción de esa noche. Howard los había contratado a los tres para servir la comida y las bebidas en el centro parroquial, y a él le había alquilado un uniforme para la ocasión: camisa blanca, pantalones negros y pajarita. Trabajaría al lado de Gaia, y no como chico de almacén, sino como camarero.
Pero su nerviosismo no se debía sólo a eso. Gaia había cortado con el legendario Marco de Luca. Esa tarde, Andrew la había encontrado llorando en el patio trasero de La Tetera de Cobre cuando había salido a fumar un cigarrillo.
—Él se lo pierde —le había dicho, tratando de disimular el júbilo que sentía.
Y ella, sorbiendo por la nariz, había respondido:
—Gracias, Andy.
—Menudo mariquita estás hecho —le dijo Simon cuando Andrew apagó por fin el secador.
Llevaba unos minutos en el rellano, a oscuras, esperando para decir aquello, observando por la rendija de la puerta entreabierta cómo su hijo se acicalaba ante el espejo.
Andrew se sobresaltó y luego rió. Su buen humor desconcertó a Simon.
—Vaya pinta —insistió al salir Andrew del cuarto de baño con la camisa y la pajarita—. Con ese lacito pareces un gilipollas integral.
«Y tú estás en el paro gracias a mí, mamón.»
Los sentimientos de Andrew respecto a lo que le había hecho a su padre cambiaban según el momento. A veces lo abrumaba un sentimiento de culpa que lo contaminaba todo, pero luego desaparecía y se regodeaba con su triunfo. Esa noche, su secreta satisfacción avivaba la emoción que ardía bajo su fina camisa blanca y aportaba un hormigueo adicional a la piel de gallina provocada por el frío que lo azotó al bajar por la colina en la bicicleta de Simon. Se sentía ilusionado, lleno de esperanza. Gaia estaba libre y vulnerable. Y su padre vivía en Reading.
Cuando llegó con la bicicleta ante la puerta del centro parroquial, Shirley Mollison, con su vestido de cóctel, estaba atando a la verja unos enormes globos de helio con forma de cincos y seises.
—Hola, Andrew —saludó emocionada—. Aparta la bicicleta de la entrada, por favor.
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