J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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—Bueno, no te pierdes nada —contestó Gaia—. ¿Cuántos de ésos te fumas al día?

—No los cuento —dijo Andrew, alegrándose de su interés—. ¿Quieres uno?

—No. No me gusta el tabaco.

Él se preguntó si tampoco le gustaría besar a los chicos que fumaban. Niamh Fairbrother no se había quejado cuando la había besado con lengua en la discoteca del salón de actos.

—¿Marco no fuma? —quiso saber Sukhvinder.

—No; siempre está entrenando —contestó Gaia.

Para entonces, Andrew casi había llegado a acostumbrarse a la existencia de Marco de Luca. Tenía ciertas ventajas que Gaia estuviera protegida, por así decirlo, por una lealtad fuera de Pagford. El impacto de las fotografías de los dos juntos en el Facebook de Gaia se había mitigado de tanto mirarlas. Y no creía que se hiciera meras ilusiones al pensar que los mensajes que ella y Marco se dejaban mutuamente eran cada vez menos frecuentes y menos amistosos. Claro que no podía saber qué estaba sucediendo entre ellos por teléfono o correo electrónico, pero estaba seguro de que, cuando se mencionaba a Marco, Gaia parecía un poco abatida.

—Oh, ahí está —dijo ella.

No era el apuesto Marco quien había aparecido ante su vista, sino Fats Wall, que charlaba con Dane Tully delante del quiosco.

Sukhvinder frenó en seco, pero Gaia la agarró del brazo.

—Puedes caminar por donde te dé la gana —le recordó, tirando de ella suavemente, y entornó sus ojos verdes cuando se acercaron a donde estaban fumando Fats y Dane.

—Qué tal, Arf —dijo Fats cuando los vio.

—Fats —respondió Andrew. Y tratando de evitar problemas, en especial que Fats se metiera con Sukhvinder delante de Gaia, añadió—: ¿Recibiste mi mensaje?

—¿Qué mensaje? Ah, sí… lo de Simoncete. O sea que te vas, ¿no?

Lo dijo con una desdeñosa indiferencia que Andrew sólo pudo atribuir a la presencia de Dane Tully.

—Sí, es posible.

—¿Adónde te vas? —quiso saber Gaia.

—A mi padre le han ofrecido un empleo en Reading.

—¡Anda, si mi padre vive allí! —exclamó ella con cara de sorpresa—. Cuando vaya a su casa podemos salir por ahí. El festival es alucinante. Bueno, ¿quieres un bocadillo, Suks?

Andrew se quedó tan estupefacto que, para cuando consiguió reaccionar, ella ya había entrado en el quiosco. Por unos instantes, la sucia parada de autobús, el quiosco y hasta Dane Tully, con sus tatuajes y su andrajoso atuendo de camiseta y pantalón de chándal, parecieron irradiar un resplandor celestial.

—Bueno, tengo cosas que hacer —dijo Fats.

Dane soltó una risita y Fats se alejó con paso rápido antes de que Andrew pudiera responder u ofrecerse a acompañarlo.

Fats sabía que Andrew se sentiría desconcertado y dolido por su fría actitud, y se alegraba. No se preguntó por qué se alegraba, o por qué, desde hacía unos días, el deseo de causar dolor era su principal impulso. Últimamente había llegado a la conclusión de que cuestionarse sus propios motivos era poco auténtico; se trataba de un refinamiento de su filosofía personal que la volvía más fácil de seguir.

Cuando entraba en los Prados, Fats pensó en lo sucedido en su casa la noche anterior, cuando su madre había subido a su habitación por primera vez desde que Cuby le había pegado.

(—Ese mensaje sobre tu padre en la web del concejo parroquial… Tengo que preguntártelo, Stuart, y ojalá… Stuart, ¿lo escribiste tú?

A su madre le había llevado unos días encontrar el valor necesario para acusarlo, y él estaba preparado.

—No —contestó.

Quizá habría sido más auténtico admitir que sí, pero prefirió no hacerlo, y no veía por qué tenía que justificar su actitud.

—¿No fuiste tú? —insistió ella sin cambiar el tono ni la expresión.

—No —repitió él.

—Porque resulta que muy poca gente sabe lo que papá… lo que le preocupa.

—Bueno, pues no fui yo.

—El mensaje se colgó la misma noche en que papá y tú discutisteis, y cuando él te pegó…

—Ya te lo he dicho: no fui yo.

—Sabes que está enfermo, Stuart.

—Ya, no paras de decírmelo.

—¡No paro de decírtelo porque es verdad! No puede evitarlo… Tiene una enfermedad mental grave que le provoca una angustia y un sufrimiento indecibles.

El móvil de Fats emitió un pitido. Bajó la mirada y vio un SMS de Andrew. Lo leyó, y fue como si le diesen un puñetazo en el estómago: Arf se marchaba para siempre.

—Te estoy hablando, Stuart…

—Ya lo sé… ¿Qué?

—Todos esos mensajes, sobre Simon Price, Parminder, papá… son todos de gente que tú conoces. Si estás detrás de todo esto…

—Ya te he dicho que no.

—… estarás causando un daño incalculable. Un daño muy grave, horroroso, Stuart, a las vidas de otras personas.

Pero él trataba de imaginar una vida sin Andrew. Se conocían desde los cuatro años.

—No he sido yo —insistió.)

«Un daño muy grave, horroroso, a las vidas de otras personas.»

«Ellos mismos se han buscado esas vidas», se dijo con desdén cuando doblaba la esquina de Foley Road. Las víctimas del Fantasma estaban enfangadas en hipocresía y mentiras, y no les gustaba verse expuestas. Eran unas chinches estúpidas que huían de la luz. No sabían nada sobre la vida real.

Más allá se veía una casa con un neumático viejo tirado en la hierba del jardín. Supuso que se trataba de la de Krystal, y cuando vio el número comprobó que así era. Nunca había estado allí. Un par de semanas antes no habría accedido a encontrarse con ella en su casa a la hora de comer, pero las cosas cambiaban. Él había cambiado.

Decían que su madre era una prostituta. Sin duda era una yonqui. Krystal le había dicho que no habría nadie en casa porque su madre estaría en la clínica Bellchapel recibiendo su dosis de metadona. Fats recorrió el sendero del jardín sin aflojar el paso, pero con una inquietud inesperada.

Krystal estaba vigilando su llegada desde la ventana de su habitación. Había cerrado todas las puertas del piso de abajo para que Fats sólo viera el pasillo; todos los trastos desparramados en él los había metido en la sala y la cocina. La alfombra estaba sucia y quemada en algunos sitios, y el papel de la pared manchado, pero eso no podía arreglarlo. No quedaba ni gota del desinfectante con aroma a pino, pero había encontrado un poco de lejía y rociado la cocina y el baño, las fuentes de los peores olores de la casa.

Cuando Fats llamó, corrió escaleras abajo. No tenían mucho tiempo; probablemente Terri volvería con Robbie a la una. Era poco tiempo para fabricar un bebé.

—Hola —dijo al abrir la puerta.

—¿Qué tal? —saludó Fats, y exhaló humo por la nariz.

Él no sabía qué se iba a encontrar. Su primera impresión del interior de la casa fue una caja mugrienta y vacía. No había muebles. Las puertas cerradas a su izquierda y al fondo le parecieron extrañamente siniestras.

—¿Estamos solos? —preguntó al cruzar el umbral.

—Sí —repuso Krystal—. Podemos subir a mi habitación.

Ella le mostró el camino. Cuanto más se adentraban en la casa, peor olía, una mezcla de lejía y suciedad. Fats intentó que no le importara. En el rellano, todas las puertas estaban cerradas excepto una, por la que Krystal entró.

Fats no quería dejarse impresionar, pero en aquella habitación no había nada a excepción de un colchón, cubierto con una sábana y un edredón sin funda, y un pequeño montón de ropa en un rincón. En la pared había unas cuantas fotos recortadas de la prensa amarilla y pegadas con celo: una mezcla de estrellas del rock y famosos.

Krystal había hecho aquel collage el día anterior, a imitación del que tenía Nikki en la pared de su habitación. Sabiendo que Fats iría a su casa, había pretendido que el dormitorio resultara más acogedor. Había corrido las finas cortinas, que conferían un tono azulado a la luz.

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