J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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—Dame un piti —pidió Krystal—. Me muero de ganas de fumar.

Fats le encendió uno. Nunca la había visto tan nerviosa; la prefería sobrada y desenvuelta.

—No tenemos mucho tiempo —dijo ella, y, con el cigarrillo en los labios, empezó a desvestirse—. Mi madre no tardará en volver.

—Ya, de Bellchapel, ¿no? —dijo Fats, tratando de visualizar a la dura Krystal de siempre.

—Ajá —repuso ella, y se sentó en el colchón para quitarse el pantalón de chándal.

—¿Y si la cierran? —preguntó Fats, quitándose el blazer—. He oído que andan pensando hacerlo.

—Ni idea —contestó Krystal, aunque estaba asustada.

La fuerza de voluntad de su madre, frágil y vulnerable como un pajarito, podía venirse abajo a la mínima.

Ella ya estaba en ropa interior. Fats se estaba quitando los zapatos cuando advirtió algo metido entre la ropa de Krystal: un pequeño joyero de plástico abierto y, en su interior, un reloj que le resultaba familiar.

—¿No es el de mi madre? —preguntó sorprendido.

—¿Cómo? —Krystal fue presa del pánico—. No —mintió—. Era de mi abuelita Cath. ¡No lo…!

Pero Fats ya lo había sacado del joyero.

—Sí, es el suyo —dijo. Reconocía la correa.

—¡Que no, joder!

Krystal estaba aterrada. Casi había olvidado que lo había robado, de dónde había salido. Fats no decía nada, y eso no le gustaba.

El reloj en su mano parecía representar un desafío y un reproche al mismo tiempo. En rápida sucesión, Fats se imaginó largándose de allí, mientras se lo guardaba como si tal cosa en el bolsillo, o devolviéndoselo a Krystal con un encogimiento de hombros.

—Es mío —dijo ella.

Él no quería ser un policía. Quería vivir fuera de la ley. Pero le hizo falta acordarse de que el reloj había sido un regalo de Cuby para devolvérselo a Krystal y seguir desvistiéndose. Sonrojada, ella se quitó el sujetador y las bragas y, desnuda, se deslizó debajo del edredón.

Fats se acercó a ella en calzoncillos, con un condón sin abrir en la mano.

—No necesitamos eso —le dijo ella con la lengua pastosa—. Ahora tomo la píldora.

—¿Ah, sí?

Krystal se movió para hacerle sitio en el colchón. Fats se metió bajo el edredón. Cuando se quitaba los calzoncillos, se preguntó si le habría mentido con lo de la píldora, como con el reloj. Pero hacía tiempo que quería probar a hacerlo sin condón.

—Venga —susurró ella, y le arrebató el preservativo y lo arrojó sobre su blazer, que estaba tirado en el suelo.

Fats la imaginó embarazada de su hijo, las caras de Tessa y Cuby cuando se enteraran. Un hijo suyo en los Prados, de su propia sangre. Sería más de lo que Cuby había conseguido en su vida.

Se encaramó encima de ella; aquello sí que era la vida real.

VIII

A las seis y media de aquella tarde, Howard y Shirley Mollison entraron en el centro parroquial de Pagford. Shirley cargaba con un montón de papeles y Howard llevaba el collar con el escudo azul y blanco de Pagford.

El parquet crujió bajo el colosal peso de Howard cuando se dirigió a la cabecera de las deterioradas mesas, ya colocadas una junto a la otra. Howard le tenía casi tanto cariño a aquella sala como a su propia tienda. Las niñas exploradoras la utilizaban los martes, y los miércoles el Instituto de la Mujer. Había albergado mercadillos benéficos y celebraciones de aniversario, banquetes de boda y velatorios, y olía a todas esas cosas: a ropa vieja y cafeteras, a vestigios de pasteles caseros y ensaladillas, a polvo y cuerpos humanos; pero sobre todo a madera y piedra muy antiguas. De las vigas del techo pendían lámparas de latón batido de gruesos cables negros, y se accedía a la cocina a través de unas ornamentadas puertas de caoba.

Shirley iba distribuyendo la documentación alrededor de la mesa. Adoraba las reuniones del concejo. Aparte del orgullo y el goce que le producía ver a Howard presidiéndolas, Maureen estaba forzosamente ausente. Como no tenía ningún papel oficial, debía conformarse con las migajas que Shirley se dignaba compartir con ella.

Los demás concejales fueron llegando solos o en parejas. Howard los saludaba con su vozarrón, que reverberaba contra las vigas. Rara vez asistían los dieciséis miembros del concejo; ese día esperaban a doce de ellos.

La mesa estaba llena a medias cuando llegó Aubrey Fawley, caminando, como siempre, como si tuviera un fuerte viento en contra, con un aire de esfuerzo desganado, ligeramente encorvado y con la cabeza gacha.

—¡Aubrey! —exclamó Howard alegremente, y por primera vez se adelantó para recibir a un recién llegado—. ¿Qué tal estás? ¿Cómo está Julia? ¿Has recibido mi invitación?

—Perdona, no sé…

—La de mis sesenta y cinco años. Será aquí, el sábado… El día después de las elecciones.

—Ah, sí, sí. Oye, Howard, hay una joven ahí fuera… Dice que es del Yarvil and District Gazette . Una tal Alison no sé qué…

—Vaya. Qué raro. Acabo de enviarle mi artículo… ya sabes, la respuesta al de Fairbrother. A lo mejor tiene algo que ver con eso… Voy a ver.

Se alejó con sus andares de pato, con cierto recelo. Cuando se acercaba a la puerta, entró Parminder Jawanda; frunciendo el cejo como de costumbre, pasó de largo sin saludarlo, y por una vez Howard no le preguntó «¿Qué tal, Parminder?».

Fuera, en la acera, se encontró con una joven rubia, baja y rechoncha, con un aura de impermeable jovialidad que Howard reconoció como una determinación similar a la suya. Sujetaba una libreta y alzaba la vista hacia las iniciales de los Sweetlove grabadas sobre la puerta de doble hoja.

—Hola, hola —la saludó con respiración un poco entrecortada—. Usted es Alison, ¿no? Soy Howard Mollison. ¿Ha venido hasta aquí para decirme que escribo fatal?

—No, qué va, el artículo nos gusta —le aseguró ella—. Sin embargo, como las cosas se están poniendo interesantes, se me ha ocurrido asistir a la reunión. No le importa, ¿verdad? Tengo entendido que se permite la asistencia de la prensa. He consultado los estatutos.

Mientras hablaba, se iba acercando a la puerta.

—Sí, sí, la prensa puede estar presente —repuso Howard, que la acompañó y se detuvo cortésmente en la puerta para que lo precediera—. A menos que tengamos que abordar algún asunto a puerta cerrada, claro.

—¿Como el de esas acusaciones anónimas en su foro? ¿Esos mensajes del Fantasma de Barry Fairbrother?

—Madre mía —resopló Howard, y le sonrió—. No irá a decirme que eso es una noticia, ¿verdad? ¿Un par de comentarios ridículos en internet?

—¿Han sido sólo un par? Alguien me dijo que tuvieron que quitar varios de la página web.

—No, no. Pues alguien lo ha entendido mal. Por lo que sé, sólo han sido dos o tres. Disparates, aunque desagradables. —E improvisó—: Personalmente, creo que se trataba de algún crío.

—¿Un crío?

—Ya sabe, algún adolescente con ganas de divertirse.

—¿Le parece que un adolescente elegiría como blanco a miembros del concejo? —preguntó ella sin dejar de sonreír—. He oído que una de las víctimas ha perdido su empleo, posiblemente como resultado de las acusaciones que se vertieron en su contra en la página web del concejo.

—Eso no lo sabía —mintió Howard.

Shirley había visto a Ruth en el hospital el día anterior, y ésta le había comentado la noticia.

—He visto en el orden del día —prosiguió Alison cuando los dos entraban en la iluminada sala— que van a hablar sobre Bellchapel. En sus artículos, el señor Fairbrother y usted hacían observaciones convincentes sobre ambas caras de la controversia… Después de publicar el del señor Fairbrother llegaron bastantes cartas al periódico. Al director eso le gustó. Cualquier cosa que motive a la gente a escribir cartas…

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