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Alberto Vázquez-Figueroa: Sultana roja

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Alberto Vázquez-Figueroa Sultana roja

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Narrado en primera persona por la protagonista Mercedes Sánchez, nos cuenta la triste vida de su familia: su madre, tres hermanos y ella misma. Su padre murió muy pronto dejándoles sumidos en la más absoluta pobreza. No obstante, un rayo de luz aparece en su vida. Un hombre, Sebastián, enamorado de su madre, que hace que la vida de todos vuelva a brillar. Pero sólo 5 años duró esta dicha: La mala suerte hace que Sebastián muera en un atentado de ETA que iba dirigido a un camión de militares. La vida de Mercedes vuelve a hundirse en la negrura más absoluta, y su corazón, desde este momento, sólo puede albergar odio. Odio y deseos de venganza. Nuevamente en la miseria, es ella quien ahora consigue sacar adelante a la familia pidiendo limosna, cuidando niños e incluso prostituyéndose. Calculadora, decidida, fria…, para llevar a cabo su venganza, no se amilanará ante nada, incluyendo el asesinato. Empieza a relacionarse con pequeñas bandas armadas, narcotraficantes, grupos terroristas de menor calado, hasta que consigue introducirse entre la gente a la que tanto odia, entre los responsables del acto criminal que marcó su vida. Siempre con una idea fija en la cabeza, la venganza será la única razón de la existencia de Merche y por ella renunciará a muchas cosas, incluida la posibilidad de ser llegar feliz, de poder ser una persona normal, de abandonar y descansar.

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Mi madre cantaba. Y Manolín, Rafaelito y yo nos íbamos a la escuela.

Los domingos bajábamos al olivar, a pasar el día entre los árboles, comer, jugar y bañarnos en el arroyo hasta que se secaba a mediados de agosto.

Así día tras día. Año tras año. Cinco!

Me hice mujer y Sebastián me regaló un vestido de flores, me dio un beso en la frente y me recordó que a partir de aquel momento tenia una responsabilidad mayor frente a los míos.

Convertirse en mujer significa algo más que manchar las bragas cada mes — me dijo-. Convertirse en mujer significa convertirse en la depositaria del respeto de aquellos que te quieren. No traiciones jamás ese respeto.

Esa noche, mientras escuchaba los dulces suspiros de mi madre, me juré a mí misma que me mantendría virgen hasta el día en que un hombre como Sebastián se cruzara en mi camino.

Nadie como Sebastián se cruzó jamás en mi camino.

Pero en el suyo sí que se cruzó alguien.

Un día le llamaron del hospital.

Su esposa agonizaba.

Bajó a Córdoba, y el destino, maldito destino! colocó a su paso una bomba destinada a un camión de militares.

La alegría saltó hecha pedazos. La eterna sonrisa se heló en sus labios. Las manos que con tanto amor acariciaban colgaron de los árboles. El corazón que por tantos latía, cesó de latir.

¡Ni enterrarle pudimos! Aquellos ensangrentados despojos ni siquiera encontraron el eterno descanso.¡Los quemaron!

Alguien trajo una mañana un jarroncito verde en el que aseguraron que se escondía todo cuanto quedaba de un hombre sobre el que García Lorca hubiera escrito un precioso poema.

Romancero de Sebastián Miranda, un hombre bueno, lo habría titulado.

Romancero de Sebastián Miranda, un hombre alegre.

Romancero de Sebastián Miranda, un hombre amado.

¿Por qué vuelvo a llorar después de tantos años?

¿Qué derecho tengo a llorar, yo que tantas lágrimas he obligado a derramar en este mundo?

Las lágrimas son el reflejo de los débiles, y se supone que yo soy una terrorista fría y calculadora a quien nada conmueve.

Le quería tanto!

Le debía tanto!

Y todo cuanto quedaba de él no eran más que cenizas.

Mi alma se convirtió a su vez en cenizas.

¿Y qué puede crecer en un campo de cenizas?

El odio.

El odio siempre es malo, pero cuando ese odio anida en corazón de una adolescente en el momento en que está a punto de abrirse a la vida con todas sus maravillosas esperanzas, pasa — de ser un simple sentimiento- a convertirse en una abominable razón de la existencia.

La muerte de Sebastián fue para mí como helada tardía cuando comienza a recogerse la cosecha, y el campesino descubre, desolado, que aquel fruto dulce, jugoso y maduro que tantas alegrías estaba a punto de proporcionar, no sirve ya m s que como alimento de marranos.

Los cerdos devoraron mis m s tempranas ilusiones.

Mis sueños de juventud.

Mis ansias de mujer que empieza a ser mujer.

Una semana más tarde, justo una semana! y tras cinco años de empañar nuestra felicidad con su interminable agonía, la esposa de Sebastián pasó a mejor vida — y en este triste caso sí que la frase resulta ciertamente apropiada- lo cual trajo aparejado que casi de inmediato sus parientes se precipitaran sobre nosotros como los buitres sobre una mula muerta.

Nos quitaron la casa, la vaca y hasta los perros, pero lo peor de todo fue que nos quitaron de igual modo la dignidad.

Nos trataron peor que a quinquis o leprosos.

Lo único que pudimos llevarnos fue una muda de ropa y el jarroncito con las cenizas de Sebastián.

¿Alguien tiene una idea de lo que significa encontrarse en una destartalada estación de tren, con una madre alelada, dos hermanos hambrientos y un jarrón de cenizas, a media tarde de un bochornoso verano andaluz?

Ni maleta teníamos!

Lo más parecido a una maleta era mi madre, que se dejaba llevar y traer sin pronunciar palabra, y se quedaba allí donde la dejábamos con la única ventaja de saber que nadie iba a robárnosla.

Yo acababa de cumplir, si no recuerdo mal, dieciséis años.

Manolín tendría por aquel tiempo doce.

Rafaelito nueve… Mi madre, mil.

Me vi en la obligación de convertirme, contra mi voluntad, en cabeza de familia.

Dejé a mi madre en un banco de la estación, y me fui con los niños a pedir limosna por las calles.

Así como suena… Limosna.

Yo era ya toda una mujer para mi edad, muy alta, con largas piernas y grandes pechos que destacaban bajo el vestido de flores que me había regalado Sebastián, por lo que cuando alargaba la mano solicitando unas monedas los hombres me miraban de arriba abajo sin acabar de creérselo.

— Pídeme lo que quieras, niña! — me decían-.

Todo, menos limosna.

Pero lo único que yo necesitaba en esos momentos eran unas monedas con las que dar de comer a mi familia y pagar cuatro pasajes hasta Sevilla.

Tres días tardé en conseguir ese dinero.

Tres días de dormir en los bancos de la estación gracias a que el encargado era un buen hombre acostumbrado a la miseria de un pueblo nacido y criado en la miseria, y por las noches nos encerraba allí, pese a que las ordenanzas lo prohibían.

Sevilla!

Una vez vi una película en la que se cantaba algo así como que la lluvia en Sevilla es una maravilla.

El hijo de la gran puta que escribió esa canción no tiene ni la menor idea de lo que significa vagar por las calles de Sevilla calada hasta los huesos aunque se trate de finales de agosto.

Yo tenía por aquel entonces una figura demasiado provocativa, ya lo he dicho, y con un vestidito empapado que me marcaba el culo y casi podría asegurar que el coño, no era el mejor ejemplo de mendigo al que dejen entrar en un bar a solicitar humildemente unas monedas.

Por suerte, ¿fue suerte? a las pocas semanas entré a servir en casa de un torero ya retirado y metido a ganadero.

Suena a típico, torero y en Sevilla, pero así ocurrió y así debo contarlo. Me había apostado en la puerta de un restaurante — La Albahaca creo que se llamaba- en plena plaza de Santa Cruz, y en esos momentos salió la pareja m s postinera que hubiera visto nunca.

Me miraron y leí el asombro en sus ojos.

— ¿Por qué pides limosna? — inquirió ella, y sin aguardar respuesta me ofreció trabajo cuidando a sus hijos. Siempre he tenido muy buena mano con los niños, no en vano me vi obligada a criar a tres, y aquel par de mocosos eran, debo reconocerlo, un encanto de críos.

Durante un par de meses, todo se me antojó perfecto.

Encontré una linda habitación para mi madre y mis hermanos y me pagaban lo suficiente como para poder sacarlos adelante.

El señor, algo brusco porque era un pobre campuruso sin educación que había tenido que abrirse paso a cornadas, me trataba con respeto y una tímida admiración que jamás llegó a ofenderme. Su mujer, doña Adela, de familia de tronío jerezana, hablaba cuatro idiomas, lo cual, a mí, por aquel tiempo, me dejaba alelada.

Era culta, fina, simpática y a sus fabulosas fiestas acudían ministros, e incluso obispos y cardenales. Yo ayudaba a servir la mesa y me encantaba.

Una tarde en que el señor y los niños se habían ido a pasar el día en la finca, doña Adela me pidió que me probara alguno de sus vestidos pues no sabía cuál elegir para su fiesta de cumpleaños.

Tendida en la cama, me miró largamente y de pronto musitó:

— Con semejante cuerpo todos resultan perfectos.

Luego me tomó de la mano, me tumbó a su lado y comenzó a acariciarme dulcemente.

Fuimos amantes durante muchísimo tiempo. Demasiado.

Mirándolo bien, la palabra amante no es en este caso la más apropiada.

Doña Adela era mi amante. Yo la dejaba hacer.

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