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Alberto Vázquez-Figueroa: Sultana roja

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Alberto Vázquez-Figueroa Sultana roja

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Narrado en primera persona por la protagonista Mercedes Sánchez, nos cuenta la triste vida de su familia: su madre, tres hermanos y ella misma. Su padre murió muy pronto dejándoles sumidos en la más absoluta pobreza. No obstante, un rayo de luz aparece en su vida. Un hombre, Sebastián, enamorado de su madre, que hace que la vida de todos vuelva a brillar. Pero sólo 5 años duró esta dicha: La mala suerte hace que Sebastián muera en un atentado de ETA que iba dirigido a un camión de militares. La vida de Mercedes vuelve a hundirse en la negrura más absoluta, y su corazón, desde este momento, sólo puede albergar odio. Odio y deseos de venganza. Nuevamente en la miseria, es ella quien ahora consigue sacar adelante a la familia pidiendo limosna, cuidando niños e incluso prostituyéndose. Calculadora, decidida, fria…, para llevar a cabo su venganza, no se amilanará ante nada, incluyendo el asesinato. Empieza a relacionarse con pequeñas bandas armadas, narcotraficantes, grupos terroristas de menor calado, hasta que consigue introducirse entre la gente a la que tanto odia, entre los responsables del acto criminal que marcó su vida. Siempre con una idea fija en la cabeza, la venganza será la única razón de la existencia de Merche y por ella renunciará a muchas cosas, incluida la posibilidad de ser llegar feliz, de poder ser una persona normal, de abandonar y descansar.

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Mis primeros años debieron ser los normales en una niña nacida de padres aceituneros, supongo que ni mejor ni peor, pero lo que sí sé es que al poco de nacer mi hermano pequeño, Rafael, murió mi padre, con lo que nos quedamos en la más pura miseria.

Mi madre hacía cuanto podía por sacarnos adelante, trabajando en el olivar y en las casas de los señoritos de sol a sol, pero eran cuatro las bocas que tenía que alimentar, cuatro los cuerpecitos que tenía que vestir y ocho los piececitos que tenía que calzar, y pese a que se dejaba la piel y la juventud en el intento, la mayor parte de las veces no conseguía ni alimentarnos, ni vestirnos, ni mucho menos calzarnos.

A tal punto llegaba nuestra necesidad, que algunas noches mi madre se escabullía en silencio cuando creía que dormíamos, y el día que decidí seguirla fue para descubrir que se encaminaba a La Jota de Corazones, uno de esos clubes de carretera en los que suelen detenerse los camioneros.

Yo no tendría entonces más de ocho años, pero en el pueblo era cosa sabida a qué se dedicaban las mujeres que frecuentaban aquel antro.

¿Qué podía hacer?

Cuando tienes hambre y tres hermanos a los que cuidar la procedencia del dinero poco importa, siempre que alcance para pagar el alquiler y lo poco que podíamos llevarnos cada día a la boca.

No obstante mi madre se moría de vergьenza y pese a que no la hubiera oído salir o regresar yo sabía muy bien cuándo había pasado una noche en La Jota de Corazones puesto que al día siguiente ni siquiera se atrevía a mirarnos a la cara, y evitaba a toda costa tomar a Rafaelito en brazos.

Se sentía sucia. Sucia y despreciable.

Fueron años difíciles. Muy, muy difíciles!

Amargos. Muy, muy amargos!

Años de silenciosas lágrimas en los que me empeñaba en no demostrar que pasaba llorando las horas que mi madre estaba fuera, sobre todo cuando alguno de los pequeños se despertaba y preguntaba por ella.

Una de esas noches, Currito enfermó.

Comenzó a delirar, agitándose en la cama y cuando acudí a su lado descubrí que ardía en fiebre.

— Supe que se moría!

De veras lo supe!

Respiraba entrecortadamente, se lamentaba entre sueños, y a cada minuto que pasaba la fiebre iba en aumento.

Le puse unos paños fríos en la frente, pero no dieron resultado.

Yo temblaba.

Al fin eché a correr en mitad de la noche, a punto estuve de que un camión se me llevara por delante, pero me precipité en el interior de aquel lugar inmundo llamando a gritos a mi madre.

Recuerdo aquel instante con mayor nitidez que cuanto aconteció la otra noche, cuando le pegué fuego al teatro.

El incendio, con toda su aparatosidad, apenas tiene nada que ver con las miradas de rechazo de media docena de viejas putas y clientes borrachos.

Mi madre salió envuelta en una sucia sábana y pude leer en sus ojos el horror más profundo que niña alguna haya podido leer en los ojos de su madre.

¡Qué vergьenza sentía!

¡Qué asco de sí misma!

¡Curro se muere!

¡Se muere, madre! ¡Se muere!

Un hombre en calzoncillos emergió hecho una furia del cuartucho y la aferró por el brazo tratando de llevársela a la cama.

Le rompió una botella en la cabeza y corrió, descalza, carretera abajo.

Demasiado tarde.

Curro se nos murió en los brazos con el canto del gallo.

Mi madre envejeció diez años.

No volvió a salir por las noches, vagaba como un fantasma por los campos, y trabajaba dieciséis horas diarias sin descansar ni un solo día en todo el año.

Nadie la saludaba.

Nadie quería saber nada de nosotros y las mujeres se oponían a que sus hijos jugaran con los hijos de Rocío la Puta.

Ser paria entre los tuyos es mil veces peor que ser paria entre los extraños.

Lo sé por experiencia.

¡Maldita experiencia!

Mi vida no ha sido más que una pura experiencia. Cada una más amarga que la otra. Cada vez más terrible.

Pero en aquel momento, cuando el mundo se derrumbaba, o sería mejor decir que se deshacía como el hielo al sol, apareció Sebastián. Sebastián era la vida entre los muertos; la luz en las tinieblas; la paz en mitad de una batalla; la alegría que derrota sin esfuerzo a la tristeza; el ser humano entre los hombres; el padre de todos los huérfanos del mundo y la última esperanza de todos los desesperados del planeta.

Era alto, fuerte, trabajador, animoso, divertido y tan rebosante de bondad que su sola presencia tenía la virtud de alejar las penas como el viento aleja a los mosquitos en los atardeceres de verano.

Amó a mi madre como jamás mujer alguna se sintió amada.

Y nos quiso a nosotros con mayor intensidad de lo que hubiera podido querer a sus propios hijos porque siempre decía que a los hijos te los manda Dios, pero que a nosotros nos había elegido él mismo.

¡Qué tiempo tan feliz!

¡Qué cambio!

Nos sacó de aquel poblacho odioso y aquel cuartucho miserable y nos llevó a vivir al campo, con patos y gallinas; con dos enormes perros y una vaca a la que me encargaba de ordeñar cada mañana.

Aún tengo metido en el cerebro el olor de aquel establo.

Ningún perfume, ni el más caro que me haya podido regalar jamás el más rendido enamorado, se puede comparar con la tibia dulzura de aquel aroma inimitable.

Lucero se llamaba la vaca.

Yo la ordeñaba, ya lo he dicho.

Luego Rafael la sacaba a pastar al prado.

Manolín jugaba a torearla y ella le dejaba hacer hasta que le aburría tanto agite de capote y se lo quitaba de encima con un golpe de rabo.

Echaba de menos a Curro, pero su recuerdo se iba perdiendo en mi memoria poco a poco, quizá porque en el fondo su recuerdo se encontraba unido a los m s tristes recuerdos.

Mi madre resurgió de sus cenizas. Amaba a Sebastián tanto como ella a él, lo cual es ya decir suficiente. Cantaba, y resulta difícil explicar lo que significa oír a tu madre cantar, si con anterioridad no la has oído más que llorar noche tras noche.

Tenía una hermosa voz, llena de sentimiento.

¡De amor!

Por su hombre y sus hijos.

Mi madre y Sebastián nunca pudieron casarse.

Más bien no quisieron.

Sebastián estaba casado, pero como su mujer llevaba más de cinco años en el hospital y los doctores siempre le aseguraban que no duraría un invierno más, prefería no amargarle sus últimos momentos pidiéndole el divorcio.

¡Hasta en eso era bueno!

Mi madre lo entendía.

Y se esforzó para que nosotros también lo entendiéramos.

Al fin y al cabo, para unos niños estar casado o no por la ley poco importaba.

¿Qué nos importaban a nosotros los papeles?

Muy pronto cumplir‚ treinta años, y de todo ese tiempo, tan sólo aquellos cinco merecen la pena ser tenidos en cuenta.

¡Cinco años escasos que valen sin embargo por cincuenta!

Cada vez que Sebastián se marchaba de viaje, contábamos las horas que faltaban para su regreso.

Siempre volvía. Y siempre cargado de regalos.

Pero eso no importaba. El mejor regalo era siempre su presencia, la alegría con que nos alzaba en brazos, los cuentos que nos contaba, el mimo con que permitía que Rafael se le durmiera en las rodillas, la forma en que acariciaba el cabello de Manolín, o las largas miradas de complicidad que dedicaba a mi madre que recogía la mesa.

Ella se sonrojaba.

Y a mí me gustaba ese sonrojo.

Y me gustaba permanecer despierta para comprobar una vez más que se estaban amando y murmuraban cosas que no lograba entender, pero cuya entonación bastaba para permitir que al fin me durmiera convencida de que nuestro pequeño mundo no corría peligro.

Al amanecer Lucero mugía en el establo. Los perros me seguían a todas partes. Las gallinas habían puesto sus huevos.

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