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Alberto Vázquez-Figueroa: Sultana roja

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Alberto Vázquez-Figueroa Sultana roja

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Narrado en primera persona por la protagonista Mercedes Sánchez, nos cuenta la triste vida de su familia: su madre, tres hermanos y ella misma. Su padre murió muy pronto dejándoles sumidos en la más absoluta pobreza. No obstante, un rayo de luz aparece en su vida. Un hombre, Sebastián, enamorado de su madre, que hace que la vida de todos vuelva a brillar. Pero sólo 5 años duró esta dicha: La mala suerte hace que Sebastián muera en un atentado de ETA que iba dirigido a un camión de militares. La vida de Mercedes vuelve a hundirse en la negrura más absoluta, y su corazón, desde este momento, sólo puede albergar odio. Odio y deseos de venganza. Nuevamente en la miseria, es ella quien ahora consigue sacar adelante a la familia pidiendo limosna, cuidando niños e incluso prostituyéndose. Calculadora, decidida, fria…, para llevar a cabo su venganza, no se amilanará ante nada, incluyendo el asesinato. Empieza a relacionarse con pequeñas bandas armadas, narcotraficantes, grupos terroristas de menor calado, hasta que consigue introducirse entre la gente a la que tanto odia, entre los responsables del acto criminal que marcó su vida. Siempre con una idea fija en la cabeza, la venganza será la única razón de la existencia de Merche y por ella renunciará a muchas cosas, incluida la posibilidad de ser llegar feliz, de poder ser una persona normal, de abandonar y descansar.

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— Pero es que yo te quiero — susurró casi sin aliento.

— No. No me quieres, ni creo que sepas lo que quieres. A mi modo de ver lo que ocurre es que te asustan los hombres, e imaginas que alguien como yo puede ayudarte. Pero no es así.

Sería para ti peor que el peor de los hombres.

— Me repugnan los hombres.

— ¿Cómo lo sabes?

— Lo he sabido desde que tengo uso de razón.

¿Qué podía responderle? Ni tengo madera de siquiatra, ni soy quien para aconsejar a nadie sobre inclinaciones sexuales. Quizá había nacido efectivamente homosexual, y quizá yo fuera, en efecto, su pareja soñada, pero no tenía la menor intención de volver a pasar por el trance de que alguien más se dedicara al sucio deporte de olerme las bragas, ni por compasión, ni mucho menos por dinero.

La dejé allí sentada, llorosa como una niña a la que acabaran de arrebatarle su muñeca preferida, aferrando con fuerza el diminuto bolso en que al parecer guardaba sus sesenta mil pesetas, y jamás volví a verla, porque jamás volvió a hacer acto de presencia.

A decir verdad no me siento culpable por haberme convertido en la causa de que exista un abogado menos en España. No me siento culpable por nada, aunque admito que a cualquier otra persona el peso de la conciencia le impediría levantarse de la cama cada mañana.

¿Significa eso que no tengo conciencia?

Es posible, aunque también es posible que cada conciencia sea diferente, del mismo modo que lo es cada ser humano. Si aceptamos que físicamente no existen dos seres humanos absolutamente idénticos, ¿por qué nos empeñamos en seguir insistiendo en que las normas de conducta deben ser iguales para todos? Siempre me he negado a que se me aplique el mismo código que a alguien que tuvo una infancia feliz y no se vio obligado a pasar por el trance de ver cómo desmembraban al ser que más amaba.

Mis reglas siempre fueron mis reglas, diferentes al resto de las reglas incluso a la hora de matar, y entre mis reglas no estaba desde luego contribuir al hundimiento de un pobre ser tan desgraciado como Marión.

Tenía en mente otros objetivos mucho más importantes.

Me llevó tiempo, casi medio año, dar a entender, muy sutilmente, que pese a mi fama de lesbiana y mi aspecto de mujer espectacular e inaccesible, en el fondo no era m s que una muchacha rebelde, inmadura, radical y algo alocada que estaba necesitando desesperadamente que alguien con experiencia la encarrilara en la dirección correcta.

Sabía, o más bien presentía, que ese alguien que yo deseaba que me observara me estaba observando, pero que un solo paso en falso, cualquier intento de aproximación por mi parte espantaría a mi presa.

Eran ellos los que debían acudir a mí. No yo a ellos.

Cazar a los cazadores siempre ha sido mi deporte preferido. Y el que mejor practico. En Venezuela existe un refrán que me fascina: Navegar con bandera de pendejo. En su curioso argot viene a significar vivir haciéndose el estúpido en un mundo en el que la mayor parte de la gente se mueve intentando hacer creer a los demás que es mucho más lista de lo que en realidad es..Mucho antes de conocer tal refrán, yo ya navegaba con bandera de pendeja permitiendo que quienes me rodeaban menospreciaran cuanto no se refiriese a mi aspecto físico, que en justicia debo reconocer que por aquellos tiempos resultaba casi del todo imposible menospreciarlos.

Para la mayoría de mis compañeros de universidad yo no era más que una tía buena con una empanada mental de tres pares de cojones. Una presa fácil. Me encanta que me consideren una presa fácil.

¡Facilita tanto las cosas!

Se hicieron esperar, pero yo no tenía ninguna prisa y al fin comenzó a nacer la cosecha.

Una tarde, cuando iba de camino a casa, se me aproximó una joven pareja con la aparente intención de preguntarme por una dirección cercana.

Al darles mi respuesta, me llamaron por mi nombre, señalaron que sabían muy bien quién era y me invitaron de inmediato a tomar una copa en el bar de la esquina.

Tenían una proposición que hacerme.

Dudé, pero al fin me encogí de hombros aparentando indiferencia.

— Si es sobre lo que me imagino, perdéis el tiempo — les hice notar.

— No es nada de lo que te imaginas.

Pero yo sí que me lo imaginaba.

Ya lo creo que me lo imaginaba!

Comenzaron a hablarme de la vergьenza del mundo en que nos había tocado vivir, del océano de injusticias y corrupciones en que nos ahogaba una sociedad decadente y capitalista, y de la ineludible necesidad que existía de que aquellos que soñábamos con un futuro mejor nos uniéramos en un esfuerzo común.

Hablaron y hablaron en un tono tan apasionado y convincente que me quedé con la boca abierta y los ojos dilatados por el entusiasmo y la admiración.

¡Por fin! ¡Gente que me entendía!

Seres humanos que compartían mis más ocultos anhelos.

¡Camaradas!

Cielos, que buena actriz perdió aquel día el Séptimo Arte!

Modestamente, claro.

Era ya noche cerrada cuando se despidieron prometiendo volver a ponerse en contacto conmigo, y los vi desaparecer bajo la lluvia con la emoción que debe experimentar una araña en el momento en que las vibraciones de la tela le indican que una presa ha caído al fin en su bien tejida trampa.

Había tardado en llegar tan maravilloso momento.

Pero valía la pena.

Al día siguiente ni siquiera fui a clase.

Necesitaba meditar.

Sabía que estaba a punto de dar un paso decisivo; de cruzar una línea tras la cual no existía posibilidad alguna de retorno, pero las escasas dudas que aún pudiera abrigar se disiparon en el momento en que me senté a contemplar la foto de la última Navidad que mereció tal nombre.

Allí estaba, sonriendo junto al precioso árbol que habíamos cortado y arrastrado juntos desde el bosque, tan ajeno a la muerte que le rondaba, que costaba admitir que aquellos labios jamás volverían a besarme, y aquella boca jamás volvería a decirme lo que tenía que hacer para convertirme en una auténtica mujer de la que pudiera sentirse orgulloso.

¡Cuánto le echaba de menos!

¡Cuánto le necesitaba, y cuán desvalida me sentía sin su dulce consuelo o sus sabios consejos!

Qué escasos alicientes ofrecía la vida si no estaba presente!

Sebastián!.. Siempre Sebastián!

Pero en su lugar quien apareció fue doña Adela que venía personalmente a confesarme que tenía la impresión de que su marido empezaba a sospechar por sus frecuentes viajes a Madrid.

Temía que estuviera imaginando que se había buscado un amante.

Quizá hubiera valido la pena aclararle que el buen señor sabía más que de sobras que el tal amante se vestía por la cabeza, pero opté por guardar silencio.

Necesitaba tiempo. Tiempo y dinero.

Me había acostumbrado ya a los malos tragos que me hacía pasar doña Adela, y no me sentía con ánimos como para buscar un nuevo protector, tanto si se trataba de un hombre como de otra mujer.

Quienquiera que fuese probablemente me exigiría una mayor participación, y por aquellos tiempos yo no me sentía con ánimos como para participar en nada que estuviese relacionado con una cama.

A fuerza de ser sincera debo admitir que aún no tenía ni la más remota idea de lo que significaba un orgasmo. Doña Adela se la pasaba en un suspiro, gimiendo, sudando y poniendo una y otra vez los ojos en blanco, pero pese al tiempo transcurrido, para mí todo aquello continuaba antojándoseme una estúpida comedia, en nada diferente a las películas porno que los fines de semana podía ver en televisión.

Admito que en cierta ocasión una de tales películas estuvo a punto de excitarme. Cosa rara, estaba bien hecha, con actores que no tenían el clásico aspecto de putas de barrio y macarras baratos, y el corto argumento se centraba en las dudas y remilgos de una inocente muchachita que por primera vez se veía en el trance de practicarle una felación a su amante.

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