Alberto Vázquez-Figueroa - Sultana roja

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Narrado en primera persona por la protagonista Mercedes Sánchez, nos cuenta la triste vida de su familia: su madre, tres hermanos y ella misma. Su padre murió muy pronto dejándoles sumidos en la más absoluta pobreza. No obstante, un rayo de luz aparece en su vida. Un hombre, Sebastián, enamorado de su madre, que hace que la vida de todos vuelva a brillar. Pero sólo 5 años duró esta dicha: La mala suerte hace que Sebastián muera en un atentado de ETA que iba dirigido a un camión de militares.
La vida de Mercedes vuelve a hundirse en la negrura más absoluta, y su corazón, desde este momento, sólo puede albergar odio. Odio y deseos de venganza.
Nuevamente en la miseria, es ella quien ahora consigue sacar adelante a la familia pidiendo limosna, cuidando niños e incluso prostituyéndose.
Calculadora, decidida, fria…, para llevar a cabo su venganza, no se amilanará ante nada, incluyendo el asesinato. Empieza a relacionarse con pequeñas bandas armadas, narcotraficantes, grupos terroristas de menor calado, hasta que consigue introducirse entre la gente a la que tanto odia, entre los responsables del acto criminal que marcó su vida.
Siempre con una idea fija en la cabeza, la venganza será la única razón de la existencia de Merche y por ella renunciará a muchas cosas, incluida la posibilidad de ser llegar feliz, de poder ser una persona normal, de abandonar y descansar.

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La gracia del tema se centraba en el hecho de que — más que a dudas y remilgos- a lo que la pobre chica se enfrentaba era a un auténtico problema irresoluble, puesto que lo que su amado le colocaba ante las narices alcanzaba unas proporciones tan monstruosas que no existía forma humana de abarcarlo. Casi se le desencajaban las mandíbulas. Me recordó un viejo documental amazónico en el que una anaconda luchaba, vencía y devoraba a otra casi tan grande como ella, pero resultaba evidente que las anacondas están físicamente preparadas para llevar a cabo tales hazañas, mientras que aquella desconcertada criatura no había sido dotada por la naturaleza con los necesarios atributos.

Por último se veía en la necesidad de solicitar el concurso de la mucama de turno; una enorme mulata de boca de rana que daba muestras de sentirse más que agradecida por tener que cumplir a plena satisfacción tan difícil mandato. La muchacha no podía evitar masturbarse mientras observaba la escena, y por mi parte experimenté una extraña inquietud al tratar de imaginarme qué se podía sentir al tener algo como aquello en la boca.

Confieso que nunca, nunca! me tropecé en con nada ni tan siquiera semejante. A veces prefiero creer que era de plástico.

Pasó el tiempo.

Resultaba evidente que la joven pareja me estaba poniendo a prueba.

Conservé la calma.

La calma!

Permitir que la sangre fluya muy despacio por mis venas, como si se hubiera convertido en jugo de tomate es, quizá, una de las cosas más importantes que he conseguido aprender en esta vida.

Aparentar nerviosismo, mostrarme a menudo como una débil mujer incapaz de dominar sus reacciones, pero saber contenerme en los momentos claves, es lo que me ha llevado hasta aquí, y aunque la cárcel no creo que sea considerada una meta envidiable, si me encuentro ahora en ella es porque así lo he querido, y hasta aquí supe siempre que habría de llegar pronto o tarde.

¿Sorprendente?

Sin duda.

Sorprendente para quien no sepa mirar dentro de mí, o no sepa que hubo un momento en el que tomé una decisión irrevocable que me propuse asumir con todas sus consecuencias.

Volvieron. Sabía que volverían y volvieron. Pero no me lancé en sus brazos, en parte porque estaba convencida de que no deseaban que lo hiciera.

Necesitaban convencerme.

Les fascinaba la idea de convencerme.

Amaban la impalpable sensación de suponer que estaban haciendo un trabajo perfecto a la hora de conseguir un prosélito al que nunca se le había pasado anteriormente por la mente la idea de atravesar la peligrosa barrera de la ley.

No buscaban delincuentes. A los delincuentes les gusta delinquir, y ese era un riesgo que no podían permitirse correr.

Buscaban gentes libres de toda sospecha; personas honradas pero que estuvieran dispuestas a seguirles ciegamente sin tomar jamás la iniciativa, y para ello lo mejor era reclutar ilusos no excesivamente inteligentes.

Y al parecer yo respondía a plena satisfacción a sus deseos.

Era — me había esforzado en serlo- el perfecto retrato-robot de la muchacha entusiasta y de escasas luces, fácilmente moldeable para unos seres mucho más astutos, que sabían muy bien lo que tenían que hacer y que decir en todo momento.

Ellos tenían escuela, mientras que yo no era más que una palurda recién llegada del pueblo por mucho que estuviera a punto de aprobar mi primer curso en la universidad. Mi bandera de pendejo ondeaba en la punta del mástil.

Discreta en apariencia, pero tan misteriosamente deslumbrante, que les impedía distinguir qué era lo que se ocultaba tras ella.

Yo les dejaba hablar y hablar mientras escuchaba con gesto embobado, al tiempo que me preguntaba si tal vez alguno de ellos habría tenido algo que ver con el coche-bomba que destrozó mi vida.

Demasiado jóvenes. Y demasiado estúpidos, aunque debo admitir que hay que ser muy estúpido para colocar una bomba que mata inocentes cuando lo que se pretende es hacer volar por los aires un furgón del ejército.

No tardé en llegar a la conclusión de que en el fondo no eran más que pobres de espíritu que se habían dejado arrastrar por la misma vacua palabrería con que ahora pretendían deslumbrarme.

Aún los recuerdo con una cierta nostalgia. Diana y Emiliano, tan orgullosos de sus nombres de guerra que se diría que habían renunciado al suyo propio por amor a la causa.

¿Qué causa?

Aún hoy, tanto tiempo después, no lo tengo muy claro, puesto que en el fondo me importaban un rábano los motivos por los que se habían lanzado al oscuro sendero de la violencia y la clandestinidad.

Lo único que me importaba era poner el pie en ese sendero para conseguir transitarlo en busca de aquello que me había jurado encontrar.

Sus siglas me tenían sin cuidado, al igual que me lo tenía su pensamiento político o los ideales que aseguraban sostener. Ya por aquel tiempo presentía que cualquiera que sea su signo político, su nacionalidad, o la religión que practiquen, la mayor parte de los violentos lo único que pretenden es mantenerse en una marginalidad fuera de la cual siguen siendo una masa igual de amorfa que el resto de nuestra especie.

Nunca he conocido a ningún marginal que parezca haber comprendido que el hecho de abandonar el redil tan sólo conduce a penetrar en una apestosa cochiquera en la que rara vez se encuentra una salida que conduzca al aire libre y los espacios abiertos.

Es dejar de formar parte de una comunidad, para pasar a formar parte de otra comunidad más rígida y sombría. Buscar la libertad de los demás basándose en el principio de empezar por perder la propia, no deja de ser, a mi modo de ver, más que un monumental error.

Únicamente los seres que se encuentren libres de toda atadura ideológica son capaces de guiarnos por los senderos de la auténtica libertad, pero para mi desgracia jamás he conocido a nadie que — siendo libre- muestre el menor interés por convertirse en líder.

A los que se saben libres les basta con seguir siéndolo. Son los otros, los encadenados a rancias ideologías, viejas creencias o trasnochados nacionalismos que imaginan novedosos, los que se esfuerzan por empujarnos como a mansas ovejas a las que intentan disfrazar de sanguinarios lobos, pese a que cuando consiguen transformarlas en lobos pretenden que sigan obedeciéndoles tan ciegamente como obedecían cuando aún no eran más que ovejas.

Y yo no me consideraba, en absoluto, una oveja.

Me consideraba un lobo. Pero un lobo solitario dispuesto a devorar a toda oveja que se creyera lobo, y a todo lobo que fingiera haberse convertido en oveja.

Y es que guardaba en mi interior, muy hondo y muy callado, más odio y más rencor de lo que ninguno de ellos hubiera imaginado jamás.

Y además lucía un par de tetas que quitaban el sentido. A Emiliano le volvían loco mis tetas. Que yo recuerde jamás hizo la menor alusión a ellas, pero desde el primer momento supe que le interesaban incluso más que sus trasnochadas argumentaciones.

Tiran más dos tetas que dos carretas. Doy fe de ello.

Me considero una experta a la hora de saber sacarles provecho incluso sin tener que ponerlas en juego, e inútil sería negar que gran parte de los éxitos que me apunté en mi sinuoso caminar por los senderos de la marginalidad se debieron al hecho de que un par de kilos de carne bien colocados surtían con demasiada frecuencia más efecto que un kilo de masa cerebral poco aprovechada.

Asombra descubrir hasta qué punto un terrorista puede llegar a ser hombre antes que terrorista. Al mes Emiliano hacía lo que yo quisiera, sin siquiera sospecharlo. La vida me ha enseñado que, con frecuencia, se obtiene más de un hombre si no te acuestas con él. Es cuestión de saber mantener la distancia exacta.

Ni demasiado lejos, ni demasiado cerca.

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