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Alberto Vázquez-Figueroa: Viaje al fin del mundo: Galápagos

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Alberto Vázquez-Figueroa Viaje al fin del mundo: Galápagos

Viaje al fin del mundo: Galápagos: краткое содержание, описание и аннотация

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El protagonista acaba de cumplir 15años, ha terminado el colegio y decide buscar su futuro. Para ello, abandonará el pequeño pueblo de Suecia donde vive con su padre y en el que nunca ocurre nada interesante. Su padre había prometido llevarle a una ciudad más grande, con puerto, donde el hijo podría buscar empleo en un barc o, como hizo él cuando era joven. Pero de Estocolmo llega una carta. En ella se desvela el lugar donde vive la madre de Joel, que lo abandonó siendo un bebé. Es éste también un poderoso motivo para hacer las maletas y dar un gran salto hacia la edad adulta y encontrar nuevas experiencias. El mundo interior (con sus dudas, inseguridades, esperanzas o sueños) del joven Joel queda poderosamente reflejado, y sólo la naturaleza (con sus bosques, nieve o estrellas) le sirve de contraste, o de acompañamiento, cuando tiene que afrontar algún problema.

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El mar es limpio, y en el mar, el cadáver sirve de alimento a los peces; da vida a quienes se la dieron durante tanto tiempo; cumple un ciclo, el verdadero ciclo, porque vuelve al mar que es el origen de la vida, y no la tierra. Si todas las tierras del planeta se sumergieran de pronto, el mar continuaría existiendo, inmutable y eterno. Si los océanos se secaran, las tierras morirían.

Me gustaría que, un hermoso anochecer, dentro de muchos, muchos años, colocaran mi cuerpo en una canoa para que pudiera emprender el camino del Oeste, en el callado barco de los muertos.

Taaroa guiaría mis pasos.

Capítulo XVII

LA ORCA DEL FIN DEL MUNDO

Amanecía cuando levamos anclas. La esposa de Argenmeyer nos despedía desde la puerta de su casa. Roberto izaba las velas y yo le ayudaba. Karl se ocupaba del timón.

El barco medía unos diez metros, pero resultaba cómodo, era espacioso y tenía una cabina capaz para cuatro literas y una pequeña cocina. Incluso tenía ducha, que es la mayor comodidad que se puede pedir en estos casos.

Pusimos proa al Este y, luego, al Norte, bordeando la isla. Al mediodía, fondeamos en el canal que separa entre sí las plaza, dos islotes que se alzan a un tiro de piedra de la punta nordeste de Santa Cruz.

El canal era como una inmensa piscina de aguas limpias y tranquilas que permitían ver cómodamente el fondo, a unos diez metros bajo la quilla. Era un lugar hermoso y pintoresco, y hubiera resultado apacible, de no ser por el escándalo que armaban más de mil focas que habitaban en la costa baja de la mayor de las islas.

Nunca había visto una colonia semejante. Había focas de todos los tamaños, desde los grandes machos de más de quinientos kilos, a las diminutas crías recién nacidas, que se arrastraban entre las rocas sin atreverse aún a echarse al mar. La mayoría eran de color oscuro — verde oliva o negro—, pero también abundaban las que se encontraban en el tiempo de muda de la piel, y presentaban entonces un color marrón claro.

Echamos al mar el pequeño bote auxiliar para saltar a tierra. Inmediatamente, nos rodearon cinco o seis focas que se aproximaban casi hasta tocarnos y sacaban la cabeza del agua, queriendo asomarse para ver lo que llevábamos en la embarcación. Ladraban y hacían gracias, como si cada una de aquel millar de bestias estuviera amaestrada y formara parte de la troupe de un circo.

Saltar del bote a las rocas fue un problema. Existía una especie de diminuto espigón, pero se encontraba ocupado por dos hembras que dormían al sol y que se molestaron mucho cuando tuvieron que apartarse para dejamos paso. El jefe de la familia se enfadó; era un macho de más de dos metros de largo y enormes colmillos, que se encontraba en esos momentos en el agua, y que sacó la cabeza gritándonos algo que quería decir, sin duda, que dejáramos en paz a sus esposas.

Pronto pude advertir que toda la costa se encontraba claramente dividida en «territorios», de no mas de quince metros de longitud, y en cada uno de ellos reinaba un macho con su corte de hembras y crías. Cada uno de aquellos monarcas defendía celosamente sus posesiones y no permitía que ningún otro cruzara sus fronteras no sólo en tierra, sino incluso en las aguas cercanas, allí donde retozaban las hembras o las crías.

Esta colonia de focas de las islas Plaza, formaban parte — como todas las que había visto hasta el presente — de la especie más común en el archipiélago, tan numerosa, que los nativos se quejan de que les destrozan las redes. Su abundancia se debe a que su piel no es apreciada en peletería por ser basta y de largos pelos. No han sido nunca molestadas, a diferencia de una segunda especie, limitada ya a las islas de Fernandina e Isabela. De piel suave y preciosa, han sido muy perseguidas a causa de ella, de modo que, en la actualidad, no quedan en el archipiélago más que unos cuatro mil ejemplares, muy localizados los rincones más solitarios. Tal vez la rigurosa prohibición que existe de matarlas permita su rápida recuperación.

Sobre las luchas de los machos por la conservación de sus territorios y la posesión de sus esposas, así como sobre la vida en general de leones o elefantes marinos, no creo que exista nada mejor que la descripción que de todo ello hace en su libro, Au Seuil de L'Antartiqne, R. Jeannel:

«Siempre inquieto, el «bajá» o jefe de tribu — la foca macho — que se ha formado un harén con su grupo escogido de hembras, no aparta la vista de los merodeadores que lo espían. Al menor movimiento de aproximación de cualquiera de ellos, levanta la cabeza y empieza a rugir. Al hacerlo, proyecta la cabeza hacia delante con la boca abierta y la trompa hinchada, la cual le da un terrible aspecto. Si el merodeador es un «soltero» de pequeña talla, toma buena nota de la advertencia y se retira; pero si tiene la edad y el peso necesarios como para confiar en sus fuerzas, se precipita contra el «bajá» y lo desafía a singular combate. Furioso, el macho se abalanza contra el usurpador sin temor alguno. Carga en línea recta, la cabeza alta, levantándose sobre seis miembros anteriores cuya palma apoya en el suelo, ondulando su enorme cuerpo con el esfuerzo de la reptación. Cara a cara los dos adversarios, no es raro que uno de ellos emprenda la huida, pero si ésta no se produce, empieza la lucha. Los dos rivales levantan la cabeza cuanto pueden y dejan caer todo su peso contra el adversario, intentando herir con los caninos superiores… La mayor parte de las heridas las infieren en la cabeza o en los lados del cuello, aunque también pueden resultar ojos reventados o trompas desgarradas…

«Después de su victoria, el «bajá» no se atreve a dejar el harén, y así, sólo persigue al vencido durante unos pocos metros, dando la vuelta rápidamente para acercarse de nuevo a sus hembras. Puede considerarse afortunado si durante la lucha algún astuto «soltero» no ha aprovechado el desorden para llevarse alguna hembra, lo cual le obliga a lanzarse contra el nuevo intruso.

«Cuando, después de la lucha, el macho vuelve al harén, se empareja con sus hembras inmediatamente, siendo capaz de cubrir a cierto número de ellas, una a continuación de otra. Para acoplarse, el macho abraza a la hembra con uno de sus remos, la atrae hacia sí, tendido de lado, y la toma, mordiéndole en el cuello… Las hembras aceptan en el harén a cuantos machos se presentan sin demostrar fidelidad a su «baja». Entre ellas son muy batalladoras y luchan de igual modo que lo hacen los machos, aunque sin levantar tanto la cabeza. Las hembras vírgenes se reconocen porque no tienen heridas en el cuello y son más pequeñas. Es evidente que ninguna hembra escapa a la fecundación, ya que hay demasiados machos desaparejados en las playas.»

En Galápagos, los machos derrotados, ya viejos y que no se encuentran con ánimos de iniciar nuevas luchas por la posesión de un harén se retiran a los acantilados posteriores de la mayor de las islas Plaza, donde viven, solitarios y amargados, hasta que les llega la muerte.

Se vuelven entonces malhumorados y furiosos, no permiten que nadie se les acerque y cuando intenté fotografiar de cerca a uno de ellos, se me echó encima profiriendo grandes gritos y haciendo gestos amenazadores.

Cerca de él aparecía el enorme cadáver de otro macho viejo, y cada, roca que sobresalía estaba ocupado por uno de ellos. Aunque la altura en caída libre hasta el mar superaba los treinta metros, me aseguraba Karl que, en ocasiones, los había visto lanzarse desde allí al agua. Una vez conseguida la comida volvían a subir arrastrándose trabajosamente desde el trabajos otro lado de la isla, a lo largo de más de dos kilómetros de empinada cuesta.

Producía tristeza ver aquellos animales de media tonelada de peso reptando jadeantes hasta la cima su retiro, aquel alto acantilado desde el que contemplaban durante horas y días el ancho mar que había significado toda su vida. Era como penetrar en un santuario, en un asilo de ancianos abandonados, en un a un cementerio de seres vivos.

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