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Alberto Vázquez-Figueroa: Viaje al fin del mundo: Galápagos

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Alberto Vázquez-Figueroa Viaje al fin del mundo: Galápagos

Viaje al fin del mundo: Galápagos: краткое содержание, описание и аннотация

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El protagonista acaba de cumplir 15años, ha terminado el colegio y decide buscar su futuro. Para ello, abandonará el pequeño pueblo de Suecia donde vive con su padre y en el que nunca ocurre nada interesante. Su padre había prometido llevarle a una ciudad más grande, con puerto, donde el hijo podría buscar empleo en un barc o, como hizo él cuando era joven. Pero de Estocolmo llega una carta. En ella se desvela el lugar donde vive la madre de Joel, que lo abandonó siendo un bebé. Es éste también un poderoso motivo para hacer las maletas y dar un gran salto hacia la edad adulta y encontrar nuevas experiencias. El mundo interior (con sus dudas, inseguridades, esperanzas o sueños) del joven Joel queda poderosamente reflejado, y sólo la naturaleza (con sus bosques, nieve o estrellas) le sirve de contraste, o de acompañamiento, cuando tiene que afrontar algún problema.

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«Por incierta que pueda aparecer su posición a causa de las corrientes, estas islas, al menos para quien se sitúa en sus playas, se presentan como invariablemente idénticas: fijas, fundidas, pegadas fuertemente al mismo cuerpo de la cadavérica muerte.

«Este calificativo de Encantadas tampoco parecería fuera de lugar en otro sentido. Si atendemos al singular reptil que habita estas soledades, y cuya presencia da al archipiélago su otro nombre español: Galápagos. La mayoría de los marinos abriga una vieja superstición tan grotesca como espantosa. Creen seriamente que todos los oficiales malvados, y en especial los comodoros y capitanes, se transforman al morir (y, en algunos casos, antes de ello) en tortugas; y moran en adelante sobre estas ardientes arideces únicos señores solitarios de las escorias.

«Sin duda, una concepción tan extraña y tétrica inspirada en sus orígenes por este paisaje, pero, particularmente, quizá, por las tortugas; pues aparte sus rasgos puramente físicos, hay extrañamente algo de autocondenación en la apariencia de estas criaturas. Una perdurable tristeza, un castigo sin esperanza no se han expresado en ninguna otra forma animal de manera tan suplicante; mientras que, por otra parte, la idea de su asombrosa longevidad acentúa esta impresión.

«Aun a riesgo de merecer la acusación de creer absurdamente en encantamientos, no puedo menos de reconocer que todavía hoy, cuando dejo la ciudad populosa para pasar vagabundo los meses de julio y agosto entre los montes Adirondack, lejos de las influencias ciudadanas, y próximo a los misterios de la Naturaleza, cuando me siento sobre la musgosa cima de una profunda garganta boscosa, rodeado de troncos de pinos caídos, y recuerdo como en un sueño mis otros vagabundeos distantes, en el corazón calcinado de las islas mágicas, rememoro los súbitos destellos de los lúgubres caparazones y los largos cuellos lánguidos que sobresalían de los raídos matorrales y entreveo las rocas vítreas del interior, surcadas por profundas señales, labradas por los lentos arrastres de las tortugas durante milenios en busca de charcas con un poco de agua, difícilmente puedo resistir la sensación de que alguna vez he dormido sobre un suelo, de maléfico encantamiento.

«Es más, mi recuerdo se hace tan intenso, o la magia de, mi imaginación es tan avasalladora, que ya no acierto a comprender si realmente soy víctima de una ilusión óptica en lo relativo a las Galápagos. Pues, a menudo, en ambientes de regocijo colectivo, especialmente en las fiestas dadas en las viejas mansiones a la luz de los candelabros, las sombras arrojadas hasta los más apartados rincones de una espaciosa sala cobran apariencia de embrujados y solitarios bosques. Y he llamado la atención de mis compañeros de diversión por mi mirada fija y por mi súbito cambio de semblante, al creer ver surgir lentamente desde esas soledades imaginadas, y arrastrarse torpemente por el piso, el fantasma de una tortuga gigante, con la leyenda «Memento» escrita con letras ardientes sobre el lomo.»

Capítulo XVI

EL BARCO DE LOS MUERTOS

A la mañana siguiente, muy temprano, cuando ya lo tenía todo preparado para la marcha, Argenmeyer me mandó recado con su marinero, Roberto. No podríamos salir ese día; al barco le faltaban detalles de aparejo. Me fui a buscar a Michel, le devolví su libro, y discutiendo sobre él, nos fuimos a desayunar a casa de Cándida. Michel ponía la base de desayuno: un hermoso mero de cinco kilos, y yo cargaba con los gastos de vino y preparación.

Nos encontrábamos en pleno banquete cuando apareció un tipo larguirucho y andrajoso con pinta de extranjero, que, sin pedir permiso, se sentó a nuestra mesa y comenzó a hacemos mil preguntas sobre quiénes éramos, qué hacíamos en las islas y qué planes teníamos para el futuro.

Comenzamos a responder un tanto sorprendidos, cuando apareció Cándida, que estaba en la cocina, y sin encomendarse a nadie, la emprendió con el desconocido, lo zarandeó de mala manera y acabó echándole de allí casi a patadas.

El individuo no protestó, como si aquello fuese lo más natural del mundo, y se alejó, silencioso y cabizbajo. Michel y yo nos mirábamos sin comprender, y Cándida captó esa mirada.

— Es un canalla, un asesino y un ladrón — dijo—. No permitan que se les acerque. No dejen que nadie les vea hablar con él, porque creerán que son sus cómplices y que han venido a llevarse, por fin, el tesoro.

Como advirtió que no teníamos ni idea de lo que estaba hablando, se apresuró a tomar asiento en la silla que había dejado el otro y se inclinó hacia nosotros confidencialmente.

— Es un asesino — comenzó a decir sin más preámbulos — Se llama Harold, o Harnold, o algo así, y llegó hace más de quince años, en compañía de otros dos. Iban a buscar el tesoro de San Salvador. Traían dinero, y contrataron una barca para que les dejara en la isla y cada mes fuera a llevarles agua y víveres. Al cabo de tres meses de estar allí, dijeron a los de la barca que pronto se irían, pues creían estar a punto de dar con el oro. Cuando la barca hizo el viaje siguiente, no quedaba más que Harold, quien contó que sus compañeros se habían ahogado. ¡Los había matado! — concluyó, convencida.

— ¿Cómo puede estar tan segura? — inquirió Michel.

— Es muy fácil. Uno de ellos no sabía nadar.

— Más a su favor.

— No. porque cuando alguien no sabe nadar, no se arriesga a bañarse en un sitio que cubre. Y el que no se arriesga, no se ahoga.

— Puede que perdiera pie, que una ola lo arrastrara… El otro se tiró a salvarle y se ahogaron los dos.

— Eso fue lo que él contó. Pero todos creen que descubrieron el tesoro, quiso quedárselo para él solo, y mató a los otros mientras dormían. Luego, los tiró al mar y los tiburones se los zamparon.

— Bueno, eso no es más que una teoría. No se puede condenar a un hombre con esa historia.

— Y por eso no le condenaron. No había pruebas y quedó libre. Se fue a su país, y tres años después, cuando pensó que todo estaba olvidado, regresó. Quería volver a la isla, pero aquí no olvidamos tan fácilmente, y comprendimos que lo que buscaba era recoger el tesoro. Nadie quiso acompañarle y aquí se quedó. — Sonrió triunfalmente—. ¡Clavado en la isla!

— ¿Desde hace doce años?

— Más o menos… Ése es su castigo. Está aquí, tiene el tesoro al alcance de la mano, pero no puede cogerlo. A veces, lo han visto en el extremo norte de la isla mirando hacia San Salvador, que se distingue en la distancia. pero no puede ir. Vive como un animal. Duerme en cuevas y come lo que roba en los campos y algo que pesca. Siempre anda hablando solo o asaltando a preguntas a los forasteros que llegan. Confía en encontrar uno que le lleve a la isla. Pero a todos se les advierte: si lo llevan y encuentra el tesoro, como es seguro, le acusarán de asesinato. Se armará un lío y el que le haya llevado se verá metido en un feo asunto: complicidad, o como quiera que se llame eso.

Michel y yo nos miramos, sorprendidos.

— Es una historia absurda — comenté—. ¿Por qué no regresa a su país?

— No quiere — respondió Cándida—. Además, no tiene con qué… ¿Se dan cuenta? La segunda vez llegó aquí sin un céntimo. Eso quiere decir que sabía que no necesitaría dinero para volver. Contaba con el tesoro.

— Son suposiciones… Todo son suposiciones… Más bien parece un pobre desgraciado al que le falta un tornillo… El hecho de haberse lanzado a la aventura de buscar un tesoro tan improbable como el de los piratas de San Salvador es cosa de locos. Ese tesoro no tiene el menor fundamento histórico.

— Entonces, ¿quiere decirme para qué volvió? — inquirió Cándida, segura de lo aplastante de su lógica—. Los asesinos vuelven siempre al lugar de sus crímenes — Concluyó, como sí fuera algo que tuviera muy bien aprendido de oírselo decir a otros.

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