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Alberto Vázquez-Figueroa: Viaje al fin del mundo: Galápagos

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Alberto Vázquez-Figueroa Viaje al fin del mundo: Galápagos

Viaje al fin del mundo: Galápagos: краткое содержание, описание и аннотация

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El protagonista acaba de cumplir 15años, ha terminado el colegio y decide buscar su futuro. Para ello, abandonará el pequeño pueblo de Suecia donde vive con su padre y en el que nunca ocurre nada interesante. Su padre había prometido llevarle a una ciudad más grande, con puerto, donde el hijo podría buscar empleo en un barc o, como hizo él cuando era joven. Pero de Estocolmo llega una carta. En ella se desvela el lugar donde vive la madre de Joel, que lo abandonó siendo un bebé. Es éste también un poderoso motivo para hacer las maletas y dar un gran salto hacia la edad adulta y encontrar nuevas experiencias. El mundo interior (con sus dudas, inseguridades, esperanzas o sueños) del joven Joel queda poderosamente reflejado, y sólo la naturaleza (con sus bosques, nieve o estrellas) le sirve de contraste, o de acompañamiento, cuando tiene que afrontar algún problema.

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Los días transcurrieron sin grandes novedades.

El tiempo, claro; el mar, en calma; la temperatura, primaveral.

Un auténtico crucero de recreo por un país de fantasía. Días de pesca, de baños, de sol. De bajar a tierra, a ver más animales; algunos, extraños, como los cormoranes de Isabela, que no vuelan. Pertenecen a la misma especie que se encuentra en otras de las islas y en las costas del Perú, pero es tanta la riqueza piscícola de las aguas vecinas, que, poco a poco, perdieron la costumbre de adentrarse en el mar a buscar su alimento. Les basta con echarse al agua, bajar al fondo y coger un pez. Con el tiempo y la falta de uso, las alas dejaron de serles de utilidad, se les atrofiaron y hoy parecen las de un pingüino.

Isabela no tiene mucho que ver. Es la mayor pero quizá, la más fea de las islas. La coronan cinco volcanes y la habita una próspera colonia de campesinos que viven del café, del maíz, de la caña de azúcar, de la pesca y del ganado salvaje que pulula por todas partes. A mi modo de ver, y si no fuera por los pingüinos, las focas o las tortugas, Isabela podría pertenecer a cualquier otro archipiélago volcánico del mundo. Le falta la personalidad de Hood, Floreana, Santa Cruz o las Plaza. Salvo Tagus-Cove, Punta Espinosa, o el estrecho Bolívar que la separa de Fernandina, no tiene mucho que ver, y si he de ser sincero, hasta cierto punto me desilusionó.

Al cabo de unos días, emprendimos el regreso a Santa Cruz, para ir a fondear, a media tarde, en el canal que le separa de Baltra, y donde habíamos pasado ya una noche. Me sentía apenado.

Al día siguiente, un avión me devolvería al continente, a la civilización, a los automóviles y a la contaminación atmosférica.

En el transcurso de aquellos días, había perdido la noción de que todo eso existiese, de que hubiese en el mundo ciudades donde millones de personas se amontonaban luchando por la subsistencia.

Tenía que regresar, y me dolía. Pensé en Marie-Claire, que me esperaba desde hacía tanto tiempo, y me sentía reconfortado. Por muy lejos que fuera, por mucho que buscara, en ningún lugar encontraría nada que pudiera comparársele. Quizá la solución estaba en ir a buscarla y traerla aquí, que era el paisaje que la correspondía: hermoso, sereno, solitario.

Sentí deseos de sumergirme por última vez, hacer una última visita a los mil habitantes de los arrecifes, y me lancé al agua. Nadé hacia la costa, distante unos cien metros, y me dediqué a estudiar, como siempre, la vida de aquel complejo mundo.

De pronto, oí un grito. Aún no sé por qué, alcé el rostro y miré hacia el barco. En cubierta, Karl hacía desesperados gestos de que saliera del agua y gritaba algo que no entendí. No tuve tiempo ni de pensar siquiera, a menos de diez metros se alzaba el acantilado, me precipité hacia él y trepé como pude a una roca mientras continuaba oyendo los gritos de Karl y Roberto. Cuando me creí a salvo, me volví: algo que parecía un tren se me echaba encima. Era negro, reluciente, mediría unos doce metros de longitud, y una alta aleta en forma de cimitarra le sobresalía del lomo. A menos de cuatro metros, sacó la inmensa cabezota del agua, lanzó al aire un chorro de espuma, y me observó con unos ojillos brillantes y malignos. Distinguí una mancha blanca que destacaba en su lomo, y el miedo estuvo a punto de hacerme caer de la roca.

¡Era una orca!

La orca, la asesina de ballenas, la devoradora de focas. El monstruo más sanguinario y terrible de los mares, capaz de atacar las barcas de pesca, hacerlas volcar y después tragarse de un solo bocado a sus ocupantes.

Una orca que me miraba fijamente, como estudiando sus posibilidades de mover la roca sobre la que me encontraba para hacerme caer al agua, como suele hacer con los témpanos de hielo y los esquimales del polo.

— ¡No te muevas! ¡No te muevas! — gritaba Karl.

Al fin, el animal se alejó, y diez minutos después, con infinitas precauciones, Roberto vino a buscarme con el bote.

— Puedes jurar que hoy has vuelto a nacer, muchacho — fue lo primero que dijo—. Has vuelto a nacer… Nunca, nunca en mi vida vi una orca tan cerca de tierra, ni soñé que pudieran llegar hasta aquí. Seguramente, andaba a la caza de focas, y si no la vemos a tiempo, te hubiera engullido como una aceituna… ¡Diablos!

¡Diablos, sí! A veces, aún se me aparece en pesadillas. En estos trece años he corrido mucho mundo y he pasado mucho miedo. Pero nunca, nada puede compararse a aquello.

Morir es una cosa. Acabar devorado vivo por una orca, otra muy distinta.

A la mañana siguiente, muy temprano, levamos anclas y fuimos a fondear al pequeño Puerto que el Ejército americano había construido casi treinta años atrás en Baltra.

La pequeña isla ya era una ciudad fantasma, con calles por las que no corrían los autos y casas en las que no vivía nadie.

Durante la guerra, habitaron aquí diez mil personas, y fue ésta la más importante base aérea de la zona. Luego, con el final de la contienda, todos se marcharon, y los hospitales, los cuarteles y las viviendas pasaron a ser propiedad de iguanas y aves marinas.

Mientras llegaba el avión, busqué refugio del sol en uno de los pocos edificios que aún no amenazaba ruina: el Club de Oficiales del Ejército del Aire de los Estados Unidos.

Sobre el montante de la puerta, aparecía un borroso letrero pintado muchísimo tiempo atrás por alguien que, sin duda, conocía bien las islas.

«WORLD END» — «FIN DEL MUNDO», rezaba.

Y tenía razón.

Alberto Vázquez-Figueroa

Madrid, mayo 1971

Примечания

1

Ver La ruta de Orellana, del mismo autor.

2

Ver Al sur del Caribe , del mismo autor.

3

«Guacharos», aves nocturnas, ciegas, que se dirigen por eco de sus gritos, de modo parecido a los murciélagos, pero sin ultrasonido.

4

La leyenda de los dioses blancos.

5

Ver La ruta de Orellana.

6

La presente versión de Las encantadas corresponde a la traducción de Cristóbal Serra, Ed. «Seix y Barral»

7

Ver: Largo Viaje al Paraíso, del mismo autor, Ed. «Mateu».

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