Alberto Vázquez-Figueroa - La Iguana

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A finales del siglo XVIII, existió un hombre llamado «Iguana» Oberlús, que debido a su terrible aspecto era despreciado y maltratado por todo el mundo. Harto de esa situación, huyó al archipiélago de Las Galápagos, y en el islote de La Española estableció su morada. Allí esperó impaciente durante años, pero al final sus deseos se vieron cumplidos: en ese islote atracaron unos pocos barcos y «La Iguana» no desaprovechó su oportunidad. Secuestró algunos de sus tripulantes y los sometió a sus órdenes, tratándolos como simples criaturas salvajes, tal y como lo habían tratado a él durante toda su vida.

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No quedaba en la mayor de las cavernas ni una garrafa sana ni una mesa, ni una silla utilizable, y su más preciado tesoro: el ámbar obtenido a base de años de paciente cosecha a la orilla del mar, había desaparecido por completo.

Hasta su mísero jergón había sido desgarrado a cuchilladas, y se dejó caer abatido sobre la hojarasca seca, advirtiendo cómo se adhería a sus mil heridas y permitiendo, por primera vez desde que tenía memoria, que las lágrimas corrieran por su rostro.

Lloró libremente y sin recato, convencido como estaba de que tenía sobradas razones para hacerlo, y no existía — y probablemente no había existido jamás a todo lo largo de la Historia — un ser tan profundamente desdichado sobre la capa de la Tierra.

Incluso Elegbá, la diosa del mal, le había abandonado, y comprendía ahora su error al confiar su suerte a una divinidad protectora de los negros, que nunca vería en él — pelirrojo y blancuzco — más que a uno de los tantos enemigos de su raza.

«Los dioses de los otros no me sirven — se dijo convencido —. Ni sus demonios… Tengo que construir mi propio mundo, y puesto que soy distinto a todos, juro por mi vida — que es lo único que tengo —, que de ahora en adelante no respetaré nada de cuanto los hombres hayan establecido; no obedeceré ley alguna, y no admitiré otro Cielo u otro Infierno que los que yo mismo establezca… Yo estoy a un lado, y los demás, al otro.»

Repitió su juramento días más tarde, palabra por palabra frente a un sol que descansaba ya, vencido, sobre la raya del horizonte, y cuando se sintió recuperado y fuerte, bajó a la costa, se apoderó del pesado arpón que nadie había descubierto clavado casi hasta la empuñadura en un montículo de arena, y lo arrojó con fuerza sobre el gran macho de la más cercana familia de focas.

Asombrada por la muerte, atravesada de parte a parte como una naranja por una certera flecha, la pobre bestia dio un salto en el aire y se abatió sobre la roca sin un quejido, golpeando por dos veces con la cola un charco vecino, del que elevó al aire cortinas de agua enrojecida.

Sus hembras y sus crías, ignorantes de la realidad de una muerte inesperada y violenta, se aproximaron curiosas a olfatear la sangre que manaba de su herida, y ni siquiera se apartaron asustadas cuando el hombre acudió a recuperar su arma.

Para las focas, nacidas en aquellas islas generación tras generación, desde que tal vez miles de años atrás la fuerte corriente fría nacida en los hielos antárticos, había arrojado a las costas del archipiélago a sus más remotos antepasados, la vida no presentaba otros peligros que el de los hambrientos tiburones o las feroces orcas, de las que sabían librarse en el agua gracias a su endiablada velocidad.

Cuando uno de sus viejos machos envejecía, otro más joven acudía de inmediato a disputarle el harén, y cuando el anciano resultaba al fin derrotado, se retiraba arrastrándose penosamente a los acantilados de barlovento, a la espera de una muerte que no tardaría en llegar, quizá como castigo por el abandono de sus fuerzas o su valor.

Era ésa la muerte natural y lógica de un cabeza de familia y rey de manada, pero nunca, desde que los anales de su especie guardaban memoria, se había dado el caso de que allí, en Las Galápagos, un poderoso macho fuerte y saludable cayera abatido de improviso por un largo hierro afilado y unido a un asta de madera.

Tampoco se inmutaron, porque carecían de la noción del miedo, el mal o el «enemigo», cuando el hombre se apoderó de una cría diminuta, apenas algo más que una bola de negro peluche, y alzándola sobre su cabeza, la lanzó con fuerza estampándola con un crujir de huesos contra la más cercana roca, y todo cuanto hicieron fue observarle con aquellos sus ojos redondos y asombrados; ojos en los que casi podía leerse el más absoluto estupor y desconcierto.

Ni un grito, ni una queja, ni un ademán de huida, y tal vez fue esa entrega, y esa absoluta sumisión ante sus deseos de destrucción y venganza, lo que aplacó a Oberlus, que al no encontrar oposición a su acto, pareció recapacitar sobre la inutilidad del mismo, se calmó en el acto y optó por alejarse, renqueante, playa adelante.

Un primer análisis desapasionado de su situación, llevó a la Iguana Oberlus al convencimiento de que no podía enfrentarse al mundo y aspirar a vencerlo, desarmado y solo, abandonado en el corazón de una isla vulnerable, rodeado por una cohorte de aves marinas, cuya única auténtica habilidad parecía constituir la capacidad que tenían de cagársele encima en cuanto cruzaba, descuidado, por sus zonas de anidaje.

Y no existían en verdad muchos lugares en los que pudiera sentirse realmente a salvo de tal riesgo, puesto que los albatros gigantes ocupaban las largas pistas centrales desde los acantilados del sur hasta casi las playas del desembarcadero, al norte, mientras los alcatraces de patas azules dominaban los peñascales del oeste, los de patas rojas, los bosquecillos de matojos de las alturas, y los ladrones rabihorcados, los chaparrales bajos.

En las grietas y paredes cortadas a cuchillo depositaban sus huevos cónicos las gaviotas de anteojos, y garzas y zancudas invadían los manglares, permitiendo que pinzones y palomas se desparramaran a gusto por toda la superficie del islote, en buena vecindad con sus innumerables habitantes.

Ilógico resultaba, por tanto, atravesar «su reino» sin que su ancho y raído sombrero sufriera las «gracias» de alguno de sus súbditos alados, pues se daban a menudo días, en especial durante la época de celo, en los que cabría asegurar que no resultaba factible mirar hacia lo alto y descubrir un solo metro cuadrado de cielo libre de aves.

No sería sin duda una lluvia de excrementos lo que le protegiera en un futuro de sus enemigos, y comprendió que necesitaba echar mano a toda su astucia, si aspiraba a encontrar una fórmula con la que enfrentarse algún día al resto de los hombres.

Pasó el tiempo. Dos buques, balleneros probablemente, cruzaron a lo lejos, y un tercero, con todo el aspecto de navío pirata de poca monta, fondeó en la bahía para cargar de iguanas y galápagos sus vacías bodegas. Oberlus buscó refugio en lo más profundo del bosquecillo de cactus, pero comprendió bien pronto que no constituía aquél un escondite seguro y apropiado, y cuando las voces se alejaron y abandonó por fin el lugar, dolorido por las innumerables espinas que le habían flagelado, se hizo el firme propósito de dedicar la mayor parte de su tiempo a camuflar la más angosta de sus cuevas, de modo que a nadie le fuera dado nunca localizarla.

Se puso a ello con la fe y el ímpetu con que era capaz de enfrentarse a todo y comenzaba a sentirse satisfecho de su labor, cuando una tarde, mientras permanecía sentado en la alta roca contemplando la llegada de los alcatraces gigantes que encaraban decididos el farallón de piedra de barlovento, observó, perplejo, cómo dos «piqueros» parecían nacer de pronto bajo él, volando velozmente como salidos del interior mismo de la piedra, para perseguirse en el aire unos instantes y regresar de nuevo enfilando sin miedo el peligroso acantilado.

Se le antojó incomprensible que no se estrellaran contra la roca para ir a caer, partido el cuello, al fondo del abismo, y cabría pensar que la isla se los había tragado limpiamente para volver a escupirlos, dc igual modo, minutos más tarde.

A la mañana siguiente, muy temprano, en cuanto la marea comenzó a retirarse, rodeó la isla, y aprovechando el espacio que dejaba libre la bajamar, costeó hasta llegar a colocarse bajo la abrupta pared, en vertical exacta con la gran roca que le servía de atalaya.

Necesitó casi una hora para adivinar, más que confirmar, que bajo un saliente situado a unos diez metros de la cumbre, se abría una cavidad de bordes irregulares, por la que efectivamente entraban y salían, volando con rapidez y absoluta seguridad, familias de «piqueros».

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