Alberto Vázquez-Figueroa - La Iguana

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A finales del siglo XVIII, existió un hombre llamado «Iguana» Oberlús, que debido a su terrible aspecto era despreciado y maltratado por todo el mundo. Harto de esa situación, huyó al archipiélago de Las Galápagos, y en el islote de La Española estableció su morada. Allí esperó impaciente durante años, pero al final sus deseos se vieron cumplidos: en ese islote atracaron unos pocos barcos y «La Iguana» no desaprovechó su oportunidad. Secuestró algunos de sus tripulantes y los sometió a sus órdenes, tratándolos como simples criaturas salvajes, tal y como lo habían tratado a él durante toda su vida.

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Rabihorcados, gaviotas y alcatraces se elevaban al cielo dispuestos a iniciar su pesca diaria en las cercanas aguas rebosantes de vida, y el gran Océano, en calma, hacía una vez más honor al nombre que le pusiera Balboa, mientras unas nubes largas y muy altas teñían de rosa pálido un cielo que pronto adquiriría una tonalidad añil oscuro.

Era hermoso su reino; desolado, negro y tranquilo, y su rostro, de continuo contraído, estuvo casi a punto de distenderse por primera vez en años, pero bruscamente sus ojos — «lo único decente que había puesto Dios sobre aquel rostro abominable» — brillaron desconcertados al volverse hacia la diminuta bahía del fondo.

— ¡Un barco…!

El negro, en pie a su lado, siguió la dirección de su mirada y mostró al completo su blanca dentadura:

— Sí… Un barco — admitió con voz burlona —. El María Alejandra … Y a mi capitán le encantará averiguar por qué un aborto como tú se dedica a practicar la brujería.

Extendió el brazo y lo aferró por el cuello crispando su poderosa mano que semejaba un cepo de hierro:

— ¡Andando! — ordenó en el mismo tono jocoso, pero que no admitía réplica —. El viejo te ajustará las cuentas…

No lo dejó libre ni un instante, amenazando con romperle de un solo apretón el espinazo si pretendía escapar, y le obligó a marchar así, cómicamente patiabierto, bamboleante y humillado, por el sinuoso senderillo que serpenteaba entre rocas, bosquecillos de altos cactus y densos matorrales, hasta la blanca playa de la quieta bahía.

Dos largas y estilizadas lanchas balleneras aparecían varadas en la orilla y una veintena de hombres se afanaban cargándolas de pesadas galápagos bajo la atenta mirada de otros tres, que protegidos por un tingladillo de cañas y lona, llevaban cuenta de los animales embarcados.

— ¡Rayos…! — exclamó el más anciano, un hombretón de largos mostachos y alborotada cabellera blanca, cuando el negro se plantó ante él y le mostró como una ofrenda al prisionero, obligándole a alzar el rostro pese a sus denodados esfuerzos por impedirlo —. ¿De dónde has sacado esto, Miguelón…?

El otro hizo un gesto indeterminado señalando hacia la parte alta de la isla:

— Lo encontré durmiendo en la cañada, capitán… — dijo —. El muy estúpido imaginó que yo debía de ser un «muerto — viviente»; un «zombie» haitiano que le enviaba una diosa vudú. Por lo que pude ver, debió de pasarse la noche haciendo sacrificios y brujerías… Creo que está borracho… O loco.

El anciano agitó la cabeza, incrédulo, giró lentamente en torno al cautivo, al igual que éste había hecho una hora antes en torno al negro, y negó luego muy despacio, convencido:

— No. No creo que esté loco… Ya había oído hablar de él…: la Iguana Oberlus , el arponero pelirrojo… Estuviste embarcado con el capitán Harrison en el Old Lady II , ¿no es cierto? Y antes, con Guyenot en el Dynastic … Me contaron cosas de ti… — añadió —. Rebelde, borracho, jugador, pendenciero y asesino… Y medio brujo también, por lo que tengo entendido… Un auténtico hijo del averno, más feo que todos los demonios juntos… — agitó la cabeza de nuevo, convencido —. No estás loco, no… Eres tremendamente astuto, capaz tú solo de amotinar a una tripulación tranquila…

Los hombres, que habían ido dejando su trabajo, se aproximaron curiosos, a observar más de cerca el andrajoso v repelente engendro que había capturado Miguelón, y la mayoría no pudieron evitar fruncir el ceño, asqueados, mientras Oberlus giraba el rostro inclinando la cabeza, en un absurdo e inútil intento de evitar que le mirasen directamente, ya que, de tanto en tanto, su gigantesco captor le aferraba con fuerza la crespa cabellera roja y le obligaba a alzar la cara para que todos le vieran.

El capitán, por su parte, había hecho una larga pausa, prendiendo fuego a su oscura y retorcida cachimba, y concediéndose a sí mismo un tiempo para meditar. Cuando sus cavilaciones parecieron dar el fruto apetecido, mostró dos colmillos amarillentos y carcomidos en lo que pretendía ser una sonrisa sardónica:

— ¡Bien, bien…! — señaló mientras le lanzaba directamente una bocanada de humo a la cara —. ¡Veamos…! Tú sabes, como yo, que en esta parte del mundo la hechicería está castigada con la muerte y que, por mi cargo, tengo autoridad suficiente para mandarte ahora mismo a la hoguera… — hizo una larga pausa, regodeándose en el terror que pretendía despertar en su víctima, y continuó en el mismo tono —. Pero teniendo en cuenta que más castigo me parece para ti condenarte a soportar tu propia presencia, que convertirte en chicharrón, ordeno que te sean aplicados cincuenta latigazos y confiscados todos tus bienes en compensación por las molestias que nos has ocasionado… ¡Contramaestre…! — ordenó dirigiéndose a un hombrecillo escuálido y de expresión maligna —. ¡Ocúpese que se cumpla de inmediato la sentencia…!

Cuando recobró el conocimiento, la luna estaba muy alta y una nube la ocultaba.

Lo habían dejado solo, sobre la arena, y todo su cuerpo parecía arder convertido en una llaga, como si su verdugo se hubiera entretenido en medir cada golpe para que el látigo no dejara ni un solo centímetro de piel sin desollar, de tal modo que advirtió cómo algunos cangrejos habían comenzado ya a corretear sobre su espalda, alimentándose de pedazos de piel y carne desgarrados.

Los espantó, y se arrastró luego como pudo, muy despacio, mordiéndose los labios para no aullar de dolor, para introducirse en el mar, permitir que el agua refrescara un tanto sus incontables heridas y la sal contribuyera a cicatrizarlas.

Tres días y tres noches pasó en la bahía que llevaría desde entonces y para siempre su nombre, incapaz de regresar a su refugio, pese a que, en los mediodías, millones de moscas que proliferaban en torno a las colonias de focas, acudían ansiosas a cebarse en sus pústulas.

Fueron días de auténtico martirio, alternando las horas de inconsciencia y terribles pesadillas, con las de lucidez y sufrimiento insoportable, deseando a cada instante arrojarse al mar definitivamente, para permitir que los tiburones acudieran a poner fin, de una vez por todas, a su larga cadena de desdichas.

Pero fue tan sólo un pensamiento fugitivo; una tentación pronto rechazada, porque, sobre todas las cosas de este mundo, la Iguana Oberlus era un ser aferrado a la existencia, un superviviente nato al que parecía animar un indestructible sentimiento de revancha, como si en lo más profundo de su alma mantuviese la secreta esperanza de que, algún día, conseguiría vengarse de Dios y de los hombres, y el Destino le devolvería con creces todo cuanto hasta el momento se había empeñado, tan empecinadamente en arrebatarle.

No quería morir allí, olvidado, humillado y vencido; pavorosamente solo en la última isla del mayor de los océanos; destrozado a latigazos por unos desconocidos tras haber sido sucesivamente destrozado por todos y todo a lo largo de sus «no sabía cuántos malditos años de existencia».

No. Él, Oberlus, quienquiera que fuese y de dondequiera que proviniese, no se sentía dispuesto a que acabaran con él como con un perro vagabundo, apaleado y roto, sin que nadie jamás recordase que alguna vez había existido y había sido algo más que una trágica máscara de horror y repulsión.

Él, Oberlus, malherido, sediento y solitario; abandonado en el confín del universo, se enfrentaría al mundo y le reclamaría una parte de cuanto en él había, arrebatándoselo por la fuerza si es que, como parecía, la fuerza era siempre necesaria.

Al cuarto día inició penosamente la ascensión hacia sus cuevas, comprobando, al pasar, que el María Alejandra se había llevado en sus bodegas todas sus frutas y verduras, y su tripulación se había divertido destrozando sus árboles y arrancando de cuajo las matas de sus vides.

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