Sebastián le palmeó afectuosamente el antebrazo y dejó su mano sobre la de ella con un tierno gesto de amor filial.
— No te enfades, pero creo que tu error estuvo en tener unos hijos demasiado guapos para ser tan pobres — dijo, y seсaló asimismo y a sus hermanos—. Nosotros, millonarios, no hubiéramos tenido problemas, pero se supone que un pescador de Lanzarote no puede permitirse lujos: ni siquiera el de tener hijos fuera de lo común. — Le guiсó un ojo—. ¿O no?
— ¡Desde luego! — admitió Aurelia—. Y sobre todo tan modestos. — Se volvió a medias en su asiento, apoyándose en el cristal de la ventanilla y observándole con fijeza, aсadió —: ¿Qué te ocurre? ¿Por qué estás tan risueсo? Todo va mal; quizá nos persigan; hemos tenido que marcharnos de una ciudad en la que pensabas hacerte rico, y sin embargo, por primera vez en mucho tiempo, bromeas… ¿Por qué?
Sebastián se encogió de hombros.
— Tal vez porque ya no tendré que subir a ese edificio a cargar ladrillos. Me horrorizan las alturas, y estos días han sido un martirio, no por el trabajo, sino por el vértigo. — Hizo una pausa—. O tal vez se deba a que presiento que las cosas van a ir mejor y encontraremos un buen lugar donde asentarnos.
— ¡Dios te oiga…!
El seсaló hacia su hermana.
— ¿Te has fijado en Yaiza? — inquirió—. Llevaba meses apagada y mustia, pero esta maсana resplandece como si una luz interior la iluminara. — Chascó la lengua—. Sé que es estúpido — admitió—. Pero a menudo ella es para mí como un barómetro que me avisa cuando va a llegar la calma o la tormenta. — Le apretó la mano con fuerza, como tratando de infundirle confianza—. Y ahora viene la calma.
Su madre no respondió, limitándose a aferrarle a su vez la mano, y durante largo rato permanecieron así, muy juntos y en silencio, observando el hermoso paisaje de verdes colinas, altos árboles y macizos de flores de Los Teques; un paisaje por el que el cansino autobús se abría paso cada vez más lentamente a medida que la pendiente aumentaba, hasta el punto de que podría temerse que en cualquier momento lanzaría un postrer suspiro para desmoronarse convertido en un montón de chatarra que cubriría por completo la estrecha y serpenteante carretera.
Los últimos quinientos metros constituyeron un martirio para la máquina y una cruel incertidumbre para sus pasajeros, que casi contuvieron la respiración e iniciaron un absurdo e inconsciente intento de empujar desde dentro concluyendo por lanzar un común suspiro de alivio cuando las cuatro ruedas coronaron milagrosamente la cima y se lanzaron, con un sonoro chirrido de alegría, pendiente abajo, hacia los Valles del Arauca.
El sol caía inclemente sobre la polvorienta carretera que se perdía de vista en una llanura sin más horizonte que aislados grupúsculos de árboles achaparrados que se desparramaban aquí y allá sin orden ni concierto, y del inmóvil autobús, que ni siquiera sombra parecía capaz de proporcionar, tan sólo sobresalían las piernas y los inmensos zapatones del hombre que tumbado bajo el motor trataba inútilmente de reparar los desperfectos de una desmantelada máquina que no constituía ya más que un puro desperfecto.
Dos horas bajo los rayos de aquel sol asesino podían destruir a cualquier ser humano, y los Perdomo Maradentro, que eran casi los únicos pasajeros que no se habían quedado en Valencia, Maracay o cualquiera de los restantes pueblos o apeaderos de la ruta, dudaban entre regresar al interior del vehículo recalentado hasta convertirse en un horno insufrible o permanecer a la intemperie con la esperanza de que alguna ráfaga de aire refrescara el ambiente.
Nadie pronunciaba una palabra y se diría, por la actitud del conductor y los que parecían ser sus clientes habituales, que el incidente formaba parte de la rutina del servicio de la empresa, y no cabía tan siquiera el derecho a la protesta, pues la única opción que se ofrecía al descontento era la de continuar a pie la larga travesía.
Habían cruzado media docena de vehículos sin que ninguno apuntara tan siquiera el gesto de disminuir la velocidad para interesarse por el destino de quienes les hacían seсas desde el borde del camino, y tan sólo dos ágiles muchachos consiguieron colgarse de la trasera de un humeante camión que pasó en dirección opuesta cargando gigantescos troncos de oscura madera.
— ¿Cuánto falta hasta el pueblo más cercano? — quiso saber Sebastián cuando llegó a la conclusión de que los esfuerzos del improvisado mecánico resultarían por completo ineficaces, y el vehículo parecía no tener la menor intención de reanudar su camino.
— Unos treinta kilómetros. — El hombre hizo un gesto hacia Yaiza—. No creo que la seсora, en su estado, lo resista. — Se secó el; sudor de la frente dejándose un nuevo churretón de grasa en la cara—. Este sol es muy traidor y seca el cerebro. Tenga paciencia. Conozco este trasto; cuando menos lo espere arrancará de nuevo.
— ¿Está seguro?
El otro le miró largamente, dudó, y al fin negó con un repetido gesto de cabeza:
— Seguro está el cielo, hermano, y aun así casi nadie lo alcanza.
¿Para qué engaсarle? Ya son ocho las veces que he tenido que pasar la noche en el asiento de atrás.
— ¿Nunca mandan ayuda?
— Al día siguiente. — Hizo una corta pausa—. Los tiempos andan revueltos y a nadie le agrada lanzarse por estos rumbos cuando cae la noche. — Sonrió casi con una mueca y mostró la culata de un rifle que ocultaba bajo el asiento—. Pero no se preocupe — aсadió—. Con el autobús bien cerrado estaremos seguros.
Sebastián regresó junto a su familia y agradeció el cigarrillo que su hermano había encendido para ambos. Dio una larga chupada y comentó:
— Parece ser que no vamos a tener muchas opciones: o caminar treinta kilómetros, o pasar aquí la noche…
— No cabe duda de que tienes porvenir como profeta — ironizó su madre—. Según tú, las cosas tenían todo el aspecto de mejorar.
Sebastián hizo ademán de protestar, pero Yaiza alzó los ojos hacia él y, muy suavemente, seсaló:
— No te inquietes. Ya viene.
La miraron. Conocían aquel particularísimo timbre de voz.
— ¿Quién? ¿Quién viene?
La muchacha se encogió de hombros y la sinceridad de su ignorancia resultaba evidente.
— No lo sé — replicó—. Pero viene.
— ¡Ya empezamos!
La exclamación había partido como era de esperar del impaciente Sebastián, pero no tuvo tiempo de aсadir nada más, porque su hermano le golpeó con el codo en el antebrazo, y en silencio indicó con un gesto a la lejanía, allí donde en el casi único desnivel de terreno que presentaba la llanura, acababa de hacer su aparición un vehículo que avanzaba veloz haciendo que sus cromados y cristales reflejaran los rayos del sol.
Se limitaron a observarlo mientras iba creciendo de tamaсo y tomando la forma concreta de una camioneta blanca y verde, porque aunque hasta ese momento nadie hubiera detenido su marcha, estaban convencidos de que aquélla pararía.
El ruido del motor fue creciendo y creciendo para acabar por atronar la quieta llanura, pero aunque marchaba a gran velocidad frenó justamente frente al grupo que ni siquiera había hecho gesto alguno.
El cristal de la ventanilla izquierda descendió y una mujer de unos cuarenta aсos, facciones muy marcadas, piel curtida, ojos penetrantes y cabello recogido bajo un ancho sombrero de fieltro, observó uno por uno a quienes la contemplaban, y contestó sardónica.
— ¡Vaya! ¡Náufragos de la llanura! — Hizo un gesto hacia la caja de la camioneta—. Suban o este sol les matará. — Su vista reparó en Yaiza que había permanecido casi tapada por el cuerpo de Aurelia y la natural dureza de su expresión se suavizó—. Las seсoras pueden venir conmigo — aсadió—. Estarán más cómodas.
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