Celeste meditó sobre cuanto acababa de oír, pareció llegar a la conclusión de que era un relato que se debía ajustar bastante a la realidad, y por último inquirió en cierto modo desconcertada:
— ¿Cómo explica su salvación, ya que el resto de sus compañeros se hundió con la nave?
— La conciencia, señorita — fue la extraña respuesta, que vino acompañada de una amarga sonrisa —. Estoy convencido de que fue gracias a la conciencia, pues me sentía tan asqueado por lo ocurrido, que decidí subir a cubierta para que nadie me viera llorar. El primer temblor me arrojó por la borda, y debo admitir que soy un buen nadador.
— ¿Qué mas sabe del capitán Jack?
— Que cuando nos fuimos a pique aún no había aparecido. Si murió, le aseguro que no fue a bordo. — Silvino Peixe lanzó una larga ojeada a su alrededor, como para cerciorarse de que nadie más podía oírle, y bajando mucho la voz añadió —: De quien sí sé es del capitán Tiradentes. El otro día le vi.
— ¿Está seguro?
— Completamente. Recuerde que he pasado ocho años a sus órdenes — replicó el larguirucho con naturalidad —. Le descubrí cuando renegaba como un loco porque un cirujano estaba intentando curarle un brazo que tenía destrozado. Por suerte, él no me vio y decidí que sería mejor que no supiera que estoy vivo.
— ¿Le teme? — quiso saber Celeste, y ante el mudo gesto de asentimiento, añadió —: ¿Por qué?
— Es un hombre sumamente peligroso, que sabe que puedo acusarle de asaltar un barco y asesinar a toda su dotación en plena bahía de Port-Royal. ¿Tiene idea de lo que le harían los ingleses?
— Supongo que lo ahorcarían. — Y a mí de paso. Esos musiús no se lo piensan a la hora de ejecutar a un extranjero. — Negó una y otra vez con la cabeza como desechando un mal pensamiento — ¡No…! — añadió —. Quiero regresar a casa y olvidar toda esta historia. — Les observó con manifiesta ansiedad —. ¿Me ayudarán con lo del pasaje?
Celeste Heredia asintió al tiempo que abría la bolsa de cuero que llevaba sujeta a la cintura, y extrayendo de ella un puñado de monedas de oro las depositó delicadamente en la mano de su interlocutor, al tiempo que señalaba:
— ¡Naturalmente! Pero le daré diez veces más si me indica quién es ese tal capitán Tiradentes.
— Nunca he sido un delator.
— Lo imagino. Pero debe entender que tales crímenes no deben quedar impunes.
Silvino Peixe permaneció muy quieto observando las monedas que tenía en la mano, y casi podría asegurarse que su mente se encontraba perdida en los recuerdos de la macabra escena de la que se había obligado a ser testigo. Por último, musitó con un hilo de voz:
— Procuren no abrir la bodega de popa. Las barras de plata están en la de proa, pero el capitán ordenó que los cadáveres fueran arrojados a la de popa. — Alzó el rostro y les observó casi suplicante —. ¡Por favor! — insistió —. ¡No la abran!
— Necesitaremos pruebas contra su capitán.
El otro se puso en pie muy lentamente, y en el momento en que daba media vuelta señaló:
— Si con mi palabra basta, lo pensaré. Se alejó bordeando la bahía y antes de que desapareciera tras un grupo de palmeras, Celeste se volvió hacia su padre.
— ¿Qué opinas?
— Parece sincero.
— ¿Volveremos a verle?
— No lo sé. Pero me niego a aceptar que el asesino de unos hombres con los que navegué tantos años siga con vida
— El verdadero asesino fue Hernando, y ése sí que, por lo visto, ha muerto.
— ¿Quieres que te confiese algo curioso? — puntualizó Miguel Heredia —. Cuando estábamos intentando encontrar el cuerpo de Sebastián, tropecé con un cadáver que me recordó a Pedrárias, pero como tan sólo lo había visto una vez en mi vida, y de eso hace ya muchos años, deseché la idea de que pudiera tratarse de él.
— ¿Por qué no me lo dijiste?
— Se me antojó absurdo. ¿Qué podía hacer un delegado de la Casa de Contratación de Sevilla en Jamaica?
— Perseguirnos. Te advertí que lo intentaría.
— Pero jamás imaginé que lo hiciera personalmente.
— Yo sí. — Celeste se alzó bruscamente como si con ello quisiera dar por zanjado el tema —. ¡Bien! En su momento nos ocuparemos del capitán Tiradentes. Ahora lo primero que tenemos que hacer es rescatar esa plata.
Al amanecer del día siguiente se concentraron por lo tanto en la tarea de conseguir que los restos del Jacaré alcanzaran la quieta ensenada elegida, y cuando al fin el otrora altivo navío quedó asentado en su fondo, pese a que una cuarta de agua cubriera la práctica totalidad de su cubierta, treparon a bordo para examinarlo más de cerca.
Al abrir la bodega de proa quedó a la vista un rectángulo de agua sucia y oscura en la que flotaban trapos y pedazos de madera, y muy pronto llegaron a la conclusión de que quienes se sumergiesen con el fin de encontrar los pesadísimos lingotes de plata que al parecer permanecían en su interior, tendrían que guiarse únicamente por el tacto.
Bastó no obstante ofrecer tres doblones de oro por cada barra que se extrajese, para que seis hombres se presentaran voluntarios, y fue así como, a primera hora de la tarde, parte del fabuloso tesoro, comenzó a amontonarse sobre la arena de la playa.
Muy pronto se corrió la voz del hallazgo y, al poco, un excitadísimo coronel Buchanan hizo su aparición seguido de media docena de soldados fuertemente armados.
— Luego era cierto — exclamó fascinado —. ¡Una auténtica fortuna! ¿Cuántas barras esperan encontrar?
— Poco más de trescientas — replicó Celeste segura de sí misma.
El otro no pudo evitar lanzar un leve silbido de admiración aunque de inmediato pareció avergonzarse por el hecho de haber mostrado sus sentimientos, cosa al parecer impropia de un oficial de Su Graciosa Majestad.
— ¡Trescientas! — repitió, como si le costara admitir que la muchacha fuese un ser de carne y hueso —. ¿Qué se siente al ser tan joven y tan rica?
— Cambiaría cuanto contiene ese barco por volver a ver a mi hermano.
— Nunca he tenido hermanos — fue la humorística reflexión del militar —. Pero dudo mucho, conociendo a mis padres, que hubieran sido capaces de darme uno que valiera la mitad. ¿Me permite un consejo?
— ¡Por supuesto!
— Conozco un banquero, Ferdinand Hafner, que les ofrecerá un buen precio por esa plata. Y sus cartas de crédito están garantizadas por la mismísima Corona.
— No es que la Corona inglesa me inspire excesiva confianza, pero le confieso que ya había pensado en Hafner — fue la sincera respuesta de la muchacha —. ¿Por qué no me lo presenta? — sonrió con marcada intención —. Siempre resulta conveniente que un banquero nos deba un favor, ¿no le parece?
El coronel, que sudaba a chorros dentro de su gruesa casaca, ya que aquél resultaba un día especialmente bochornoso, incluso para quienes estuvieran, como él, acostumbrados desde años atrás al sofocante clima jamaicano, se secó con un empapado pañuelo el sudor que le corría libremente por el cuello y asintió convencido.
— Muy conveniente — dijo —. Sobre todo para un pobre militar que ha perdido cuanto tenía en el transcurso de un violento terremoto.
De inmediato se alejó en dirección a un diminuto villorrio que se alzaba al norte de la bahía, justo en el punto opuesto que ocupara hasta pocos días antes la fastuosa ciudad de Port-Royal. Allí habían acudido a refugiarse la mayor parte de los supervivientes del desastre y que parecían haber llegado a la conclusión de que, por hermosa que hubiera sido considerada siempre la lengua de tierra que separaba la laguna del mar, alzar de nuevo la ciudad en el mismo punto significaría un peligroso reto al destino.
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